El hipócrita y el cínico son maestros de la mentira, pero hay algunas diferencias. El hipócrita, al ocultar el incumplimiento de la norma, reconoce implícitamente su vigencia y, como sentenció La Rochefoucauld, su vicio acaba rindiendo homenaje a la virtud. El cínico, por el contrario, se mofa públicamente de las buenas costumbres, socava la cohesión social y, despreciando la virtud, rinde homenaje al vicio.
La hipocresía política es dañina, ciertamente; pero el cinismo político es demoledor. Antaño, el engaño necesitaba disimulo. Hoy, en tiempos de posverdad, se miente con entusiasmo y hasta con buena conciencia.
La mejor manera de «escuchar» a Sánchez en televisión es anular el sonido y observarlo como a un actor de cine mudo
Pedro Sánchez, epítome del cinismo posmoderno, no cree en su propio discurso, pero lo mantiene porque funciona. Es consciente del descrédito generalizado, pero lo exhibe como bandera y lo explota a su favor. Promete transparencia mientras negocia en la sombra, defiende valores que sabe que traicionará y afirma solemnemente que es de noche mientras toma el sol en la playa un luminoso día de verano. Igual que el maquiavélico Ricardo lll de Shakespeare, Sánchez sonríe…, y sabe mentir mientras sonríe, humedecer las mejillas con lágrimas falsas y cambiar de cara según la ocasión. Su oratoria, mera estrategia adaptativa, no aspira a convencer, sino a permanecer. Y lo logra porque, en cierto modo, todos hemos aprendido a convivir con la mentira —los medios de comunicación nos han enseñado concienzudamente a ello—.
No importa la puesta en escena: artificiosamente engafado, teatralmente maquillado o compungido en exceso tras escribir una carta de amor, Sánchez miente. Y como señalaba Solzhenitsyn al describir el régimen soviético, sabemos que nos miente y él sabe que sabemos que nos miente. Sus «no me consta», «no recuerdo» o «no lo sé» —reiteradas respuestas en el Senado— lejos de ser replicas ingeniosas, evidencian su impostura y acrecientan la sospecha de su culpabilidad. Lo importante no es lo que dice, sino lo que evita decir. Escudriñar sus palabras es pues tarea inútil. El texto que debemos interpretar con refinada hermenéutica no es por tanto su discurso, sino su actuación. Por eso, la mejor manera de «escuchar» a Sánchez en televisión es anular el sonido y observarlo como a un actor de cine mudo— las imágenes ganarían mucho si añadiéramos risas enlatadas al final de cada intervención—.
El peligro que nos acecha es que su “Manual de resistencia” se convierta en catecismo obligatorio, un aficionado mimo en personaje de moda y la vida pública en aplaudida comedia. Todo lo cual sería, obviamente, un escándalo.
Nuestro mayor escándalo es, sin embargo, que la mentira ha dejado de escandalizar. No hay contrato social posible sin confianza en la palabra. Si el poder miente continuamente con la mayor sinceridad, no hay motivo alguno para confiar en el poder. Efectivamente, las instituciones se convierten en circos; y sus representantes, en siniestros payasos. Que la sociedad se disuelva como un azucarillo en agua hirviendo es solo una cuestión de tiempo.
Quizá la única resistencia posible sea la más simple: decir la verdad. Y la verdad es que el presidente, como el rey del famoso cuento, hace mucho tiempo que va desnudo. En un mundo donde ya no da vergüenza mentir, la sinceridad se torna exigencia revolucionaria; porque, al final, la mentira no triunfa por su fortaleza, sino por nuestra debilidad.
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