En Europa, y también en América, se está produciendo un reajuste del mapa político protagonizado por el auge de posiciones conservadoras. Pero este auge no se está produciendo a través de las formaciones políticas habituales, sino de otras nuevas o, como sucede en el caso de los Estados Unidos, de nombres propios como Donald Trump.

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Que esta corriente aflorara en España era sólo cuestión de tiempo. Y parece que finalmente lo ha hecho a través del partido Vox, al que las encuestas proyectan al alza.

Hasta la fecha, las particularidades de nuestra historia habían frenado el resurgimiento de la derecha tradicional, pero la crisis secesionista parece haber servido para eliminar este freno. Y ahora se suceden las reacciones histéricas, no ya desde la izquierda, sino desde lo que se ha dado en llamar la “derecha acomplejada”, que en realidad es la derecha sociológica. Una definición que engloba un amplio abanico de sensibilidades que, en principio, no se identifican con la izquierda, pero tampoco con la derecha tradicional.

La derecha sociológica

En España, la derecha sociológica surge en los años treinta, cuando la caída de la Monarquía arrastró consigo a los partidos políticos de la derecha tradicional. Fue entonces cuando la derecha se reorganizó como Acción Popular para después convertirse en la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). A partir de ahí, la democracia cristiana proporcionó el argumentario político que dio lugar a la derecha sociológica española. La idea era constituir una derecha homologable a la de los países de nuestro entorno.

Con este objetivo, su líder, José María Gil Robles, acató la Constitución y se mostró neutral ante el problema de la forma de Gobierno. Y pudo haber consolidado la República de abril, insertando definitivamente la derecha política en el equilibrio de poder de la República. Pero la Revolución de Octubre de 1934 acabó con esta posibilidad.

La izquierda ha utilizado la asociación entre derecha y franquismo como un mecanismo de contención

Después vino la guerra civil y una dictadura que duró casi 40 años. Fue con la Transición que la derecha sociológica empezó a asomar de nuevo la cabeza. Sin embargo, desde entonces hasta hoy, la izquierda ha utilizado la asociación entre derecha y franquismo como un mecanismo de contención.

La idea era deslegitimar a esta nueva derecha para impedir que pudiera gobernar en democracia. Una estrategia que no fue exclusiva de la izquierda española, sino que también se reprodujo a nivel internacional, al vincularse Nazismo y Fascismo a la derecha tradicional europea.

Cuanto más abundaba la izquierda en esta estrategia, más desesperados eran los intentos de la nueva derecha por alejarse de la etiqueta de derecha tradicional. Esto supuso no sólo tener que modernizarse, para estar en consonancia con un mundo diferente, donde la revolución tecnológica y la globalización requerían un enfoque político renovado, también significó la renuncia paulatina a los principios que proporcionaban a la derecha su identidad y su razón de ser.

Así, de manera progresiva, la derecha dejó de ser derecha y se transformó en el llamado “centro político”, sumiéndose en un consenso socialdemócrata con marcadas características socialistas.

Décadas de prosperidad permitieron que esta pérdida de identidad no fuera penalizada por el votante de derechas. La razón es simple, al elector conservador le pareció una transacción ventajosa renunciar a determinadas ideas a cambio de disfrutar de una zona de confort permanente.

Así, terminó por aceptar como normal el Gran gobierno socialdemócrata, donde la Administración crecía sin tasa y donde el turnismo de partidos apenas implicaba cambios políticos sustanciales, menos aún desafíos al statu quo.

El punto de inflexión

La Gran recesión supuso un punto de inflexión para este tácito acuerdo. La crisis financiera mundial puso de relieve un desplazamiento geográfico del poder económico y un estancamiento de la prosperidad, pero sobre todo hizo aflorar aspectos preocupantes de la globalización, como la quiebra del concepto de ciudadanía, que hasta entonces emanaba del Estado nación, y la pérdida de autonomía de los gobiernos nacionales.

Los ciudadanos percibieron lo que parecía ser la emergencia de un nuevo orden, donde el Estado nación, que era su institución de referencia, perdía jurisdicción en favor de otros organismos e instituciones que les resultaban extraños y lejanos, y sobre los que su capacidad de representación era inoperante.

Pero lo que más preocupaba a los ciudadanos no era que sus gobiernos se mostraran incompetentes, cuando las iniciativas locales chocaban con las dependencias globales, sino que los partidos tradicionales y las élites se mostraran conformes con la nueva situación. Y que, para colmo, les tacharan de estúpidos por no asumir que el mundo había cambiado y que determinadas convenciones habían quedado definitivamente obsoletas.

El nuevo orden que afloraba después de la Gran recesión tenía un fuerte componente de discrecionalidad incompatible con la democracia

Frente a la irritación creciente, el argumento antipopulista de que los complejos problemas de la globalización no podían resolverse mediante soluciones simples, chocaba con la percepción de que algo no terminaba de encajar. El nuevo orden que afloraba después de la Gran recesión tenía un fuerte componente de discrecionalidad incompatible con la democracia, y, además, una marcada tendencia a deformar la realidad a través de unos medios de información que eran fiel reflejo del statu quo.

En realidad, la globalización no era un proceso totalmente espontáneo, sino que en buena medida estaba siendo pilotado por una élite tecnocrática, compuesta de políticos y expertos con una visión particular e intereses propios. Era el globalismo. Una neoideología incompatible con el concepto de ciudadanía, la autoridad del Estado nación y el tradicional pluralismo democrático.

Así, la derecha tradicional, que defendía la jurisdicción del Estado nación, su autoridad y el significado de ciudadanía, regresó de las catacumbas y empezó a ganar partidarios. Había que ser muy estúpido para no anticiparlo, mucho más estúpido que el votante medio.

Todo a cambio de una zona de confort

En lo que se refiere a España, la derecha sociológica es extraordinariamente heterogénea. La componen en la actualidad un popurrí de grupos que van desde conservadores moderados y socioliberales, pasando por socialdemócratas y democratacristianos, hasta incluso socialistas. Pero todos tienen un denominador común: la preservación de su zona de confort. Un objetivo que asocian al sostenimiento del statu quo.

Esto explica la afición a tachar de antisistema a todo aquel que cuestione en cualquier medida el ordenamiento constitucional vigente. Así, basta, por ejemplo, abjurar del actual modelo autonómico para ser acusado de pretender cargarse la Constitución. Esta actitud intransigente hace sospechar que detrás de la aparente moderación de la derecha sociológica se oculta la vehemencia de sus propios intereses.

Para la actual derecha sociológica criticar la Unión Europea implica no ser europeísta; y criticar la globalización, ser antiliberal

Sin embargo, no debe extrañarnos esta estrechez de miras. Al fin y al cabo, desde el inicio de la Transición los precursores de la derecha sociológica asociaron el Estado de las autonomías con la democracia. Así se podía disuadir al disidente con la adjudicación de la etiqueta de antidemócrata. Era la forma de blindar la chapuza y el cambalache frente a las críticas.

De igual manera, para la actual derecha sociológica criticar la Unión Europea implica ser tachado de antieuropeísta; y criticar la globalización, de antiliberal. No hace falta ser un genial politólogo para advertir que estas asociaciones son tan burdas como falaces.

Sea como fuere, la irrupción de la derecha conservadora en el escenario político no debería degenerar en un ataque de histeria. Porque, como apuntaba Guillermo Gortázar, esta derecha no hace un cuestionamiento del sistema demoliberal como en su día hicieron, y llevaron a cabo, el comunismo y el socialismo sovietizante, el fascismo y el nazismo. En todo caso, debería ser un revulsivo para que debates que hasta la fecha han sido hurtados al público sean por fin puestos sobre la mesa.

Además, la irrupción de este nuevo agente político demuestra que España, pese a todo, no es una burbuja aislada del resto de Europa, sino un país con problemas similares a los de sus entorno. Si acaso, hay que añadir en nuestro haber una crisis secesionista, fruto de la componenda autonómica, y un Estado de partidos donde se da la paradoja de que al mismo tiempo que es muy difícil controlar al poder, resulta casi imposible gobernar.

Sea como fuere, cuanto más aflore la histeria en la derecha sociológica ante la irrupción de la derecha tradicional, más evidente será su debilidad y su falta de argumentos, exactamente igual que sucede con la izquierda. Y se demostrará que, en efecto, su sumisión al consenso socialdemócrata se debió a una transacción donde se vendieron principios a cambio de un bienestar que, al final, no podía ser permanente.

Foto: Partido Vox


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