Muy en general, las nociones de izquierda y derecha se refieren a que un observador cualquiera siempre puede distinguir dos zonas en torno a un eje central en el que fije su mirada. Son ideas muy intuitivas, pero difíciles de definir, cosa que se puede comprender con facilidad leyendo el magnífico libro de Martin Gardner (“Izquierda y derecha en el “Cosmos”). Esa cualidad inequívoca de la distinción se convirtió en un instrumento político de primera al servir de eje de oposición entre los que defendían una revolución y los que objetaban el cambio que, lógicamente, se situaban en lados opuestos de una cámara de representación popular.
Por una serie de circunstancias históricas, la simetría intuitiva que reflejan esas palabras se convirtió en una asimetría fundamental, la que distingue entre quienes propugnan soluciones perfectas, obligaciones morales establecidas por la necesidad de progresar hacia el futuro y quienes objetan tanta belleza, entre partidarios del cambio y conservadores.
La izquierda viene al mundo con una bellísima sinfonía ya compuesta, mientras que la derecha conservadora está obligada a chincharse y ser cómplice de todas las maldades que atormentan al mundo
La asimetría consiste en que todo el mundo acepta que lo que dicen los que prometen cambios muy de fondo es estupendo: que cesen las pugnas por el poder y el dinero porque se puede vivir en el paraíso comunista, que el mundo vuelva a ser el vergel que fue antes de que lo estropeásemos, que exista una igualdad natural y universal sin excepción alguna, que se trabaje por gusto y nunca por necesidad… un sinfín de maravillas. Por el contrario, casi nadie admite que el mundo está bien, que no necesite cambio alguno. De este modo la izquierda viene al mundo con una bellísima sinfonía ya compuesta, mientras que la derecha conservadora está obligada a chincharse y ser cómplice de todas las maldades que atormentan al mundo. En resumen, que la izquierda juega con ventaja y se siente dotada de una moralidad superior, haga lo que haga, porque hemos admitido juzgarla por sus promesas y olvidar sus rendimientos.
Una consecuencia bien visible de esto es que todo lo que dice y hace la izquierda progresista, como ella gusta de verse, adquiere una pátina de indiscutible mejora humana y ello se traduce en que lo que siempre propone, mayor tamaño del Estado, impuestos más altos, gasto público sin freno, pueda justificarse en todo momento, bien por la excepcionalidad del caso (siempre hay una pandemia o una guerra de Ucrania a la que acogerse) bien porque la promesa de “nuevos derechos” y protecciones sociales puede ser incesante. Muy cucamente, la izquierda ha conseguido confundir su “progresismo” político con el obvio progreso científico y económico de la humanidad y por eso decía Orwell que “el partido” se había atribuido el invento del helicóptero. En suma, para la izquierda no hay nada bueno sobre la faz de la tierra que no le deba la existencia.
Frente a tanta maravilla, la derecha suele sentirse desprotegida y, con frecuencia, se acoge al expediente, un poco cobardón, de portarse como lo haría una izquierda envejecida, según la brillante expresión de Dalmacio Negro. Es evidente, sin embargo, que la humanidad ya está en condiciones de caer en la cuenta de que una cosa es predicar y otra dar trigo. Cualquiera puede entender que la casi totalidad de las promesas izquierdistas han conseguido convertirse en auténticas pesadillas, han arruinado las democracias, siempre débiles frente a las promesas por inciertas que sean, y han construido campos de concentración y pobreza extrema en la URSS, en la Europa del este, en Cuba, en Venezuela o en Nicaragua, por doquier.
Frente a esas realidades, las izquierdas supervivientes se escudan en la disculpa de que esos regímenes no han sido consecuencia de una izquierda verdadera sino de un cáncer político distinto, y defienden la convicción de que se pueden aplicar sus recetas, mayor control social, colectivismo suave, mayores impuestos, mucho mayor gasto, sin acabar en esos desastres. Esa pretensión ha dado vida a las socialdemocracias que, en general, han conseguido alcanzar su nivel de incompetencia de manera menos aparatosa, en parte porque han arrastrado a una mayoría de las derechas a compartir esos programas “sociales”.
Sobre el esquema ideológico de las izquierdas, que ha sido dominante en los últimos cincuenta años de Europa, con escasas excepciones, la política deja de ser una pugna de ideas, de proyectos sobre cómo reformar y construir la sociedad del futuro, que es lo propio de una democracia liberal capaz de deliberar, debatir y encontrar fórmulas de acuerdo, y se ve reducida a una mera lucha por el poder en que la derecha no discute a fondo los supuestos de la izquierda sino que pretende formularse como una alternativa más competente, más eficaz y menos corrupta, promesas que, sin embargo, han estado lejos de hacerse realidad en la práctica.
Aterrizando en España, lo que encontramos es que la izquierda sigue proponiendo cambios, en ocasiones muy delirantes, mientras que la derecha parece obstinarse en la oposición a esos cambios sin proponer nada que sea suficientemente distinto. Esto conduce a la polarización que siempre interesa más a la izquierda porque sigue teniendo una ligera ventaja a su favor, la sospecha de que hará bien de una buena vez lo que ha hecho repetidamente mal. Así no importa que la educación, la sanidad o los servicios públicos sean cada vez más ineficaces, aunque cada vez paguemos más impuestos, mientras se pueda seguir prometiendo que no hay que recortarlos sino invertir más en ellos.
Hasta que la derecha no recupere la iniciativa política que abandonó hace ya veinte años y sea capaz de hacerse preguntas de calado, de reflexionar sobre los nuevos problemas, de debatir las posibles soluciones, de atreverse a ser una voz nítidamente distinta y no solo opuesta, solo cabe esperar que la desesperación de la izquierda al ver cómo pierde su atractivo, nos haga caer en quimeras absurdas que arrastrarán a los españoles hacia una decadencia que parecíamos haber abandonado a finales del siglo pasado.
Una derecha que no sea capaz de preguntarse, son solo unos ejemplos, si es razonable hacer que en Madrid se promuevan espacios para cientos de miles de nuevas viviendas, mientras España entera se despuebla, o si no se necesita una respuesta original, creativa y valiente a los mantras de la izquierda, sea el milenarismo ecologista, las políticas de género, el revisionismo histórico, la devaluación educativa, la destrucción de la unidad moral de los españoles, o el sacrificio de los agricultores ante los burócratas al servicio de la nueva religión de la Tierra, la derecha seguirá siendo sospechosa de ir “a lo suyo” y de no tener el menor interés en lo que de verdad complica la vida y enturbia el futuro de los ciudadanos más comunes que son los que votan.
Esta derecha que se entusiasma por haber ganado en Galicia, donde siempre lo ha hecho, parece decir que no tiene mayor motivo de preocupación porque el poder está a punto de caer en sus manos, como, según suponían, ya lo estuvo en julio, y son muchos los españoles que sienten que a ellos eso les da igual, porque no acaban de creerse que a los señores del PP les importe una higa lo que a ellos les aprieta cada día.
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