Si hay un concepto difícil de definir es el de “intelectual”. Sabemos lo que es un historiador, un físico, un jurista. Incluso podemos decir que una persona es sabia, aunque sea un concepto en principio más inasible. Pero ¿qué es un intelectual?
Yuval Noah Harari es un intelectual. Es un historiador medievalista, pero eso es casi lo de menos. Es una persona que expresa ideas y tiene audiencia. No sé si es suficiente para definir a alguien como intelectual, porque acabaríamos incluyendo a Ana Belén o a Miguel Bosé. Pero como ya se les llama intelectuales, quizás también lo sean.
Ese panfleto que tiene Greenpeace que dice que el hombre se ha propagado por la Tierra “como una plaga” no parece una ocurrencia del momento, sino una manifestación del pensamiento materialista, del que Sade es uno de los pilares principales, si no el principal
Harari no es famoso por sus contribuciones al conocimiento del Medievo, sino por contarnos el pasado, el presente y el futuro en sendos libros. Es un superventas, y se ha convertido en la vanguardia intelectual de esa ideología también difícil de definir que se ha ido a llamar globalismo.
En una de sus aportaciones al pensamiento, Harari ha descubierto que los desechos humanos no son derechos humanos:
Los derechos humanos, al igual que Dios y el cielo, no son más que una historia que nos hemos inventado. No son una realidad objetiva, no son un efecto biológico sobre el homo sapiens. Coge a un ser humano, ábrelo, mira dentro, encontrarás el corazón, los riñones, las neuronas, las hormonas, el ADN, pero no encontrarás ningún derecho. El único lugar donde encontrará derechos es en las historias que hemos inventado y difundido durante los últimos siglos. Pueden ser historias muy positivas, muy buenas, pero no dejan de ser historias ficticias que nos hemos inventado.
El núcleo del pensamiento de Harari es ese. Es un materialista. El materialismo es un monismo que retrotrae todos los fenómenos, también los de las ideas, a acontecimientos físicos o, por lo que afecta a la cuestión, fisiológicos. Las ideas, como la bilis, son una secreción del cuerpo humano.
Si no hay un salto cualitativo entre la bilis y el pensamiento, no hay nada que haga del ser humano algo distinto de otros animales. El hombre no tiene una dignidad especial. Y Dios, por supuesto, no se habría enamorado del hombre ni del pueblo de Israel.
No es una idea nueva, claro está. El marqués de Sade, en su Projet de creation de lieux de prostitution, organisés, entreteuns et dirigés par l’Etat, expresa las mismas ideas. Según cuenta Erik von Kuehnelt-Leddihn en su libro Leftism: From de Sade and Marx to Hitler and Marcuse, Sade “creía que los seres humanos no son superiores a los animales: todo el ‘reino animal’, así como las plantas (fijó la línea en los minerales) no admitían superioridades o inferioridades jerárquicas; todos eran iguales”.
Y por los mismos motivos. Seguimos de nuevo a Kuehnelt-Leddin: “Pedantes patanes, verdugos, escribas, legisladores, escoria tonsurada, ¿qué vais a hacer una vez que prevalezcamos? ¿Qué pasará con vuestras leyes, vuestra moral, vuestra religión, vuestros poderes, vuestro paraíso, vuestros dioses, vuestro infierno, cuando se demuestre que tal o cual flujo de humor, cierto tipo de fibras, un determinado grado de acidez en la sangre o en los espíritus animales harán que un hombre sea objeto de vuestro castigo o de vuestras recompensas?”.
Es absurdo enfadarse por una deposición de un mosquito. Y lo mismo cabe decir de cualquier acto humano, al que le hemos achacado el calificativo de moral o inmoral. No se diferencian una cosa de la otra salvo en la forma. Estrictamente hablando, no hay nada de valor. Y ello incluye a la vida humana, por supuesto.
Sade se divertía con la idea de que el hombre se destruyera a sí mismo: “Esta destrucción total sería un simple retorno a la naturaleza, para que tenga la oportunidad de creación, que nosotros le hemos arrebatado al propagarnos”. Así, ese panfleto que tiene Greenpeace que dice que el hombre se ha propagado por la Tierra “como una plaga” no parece una ocurrencia del momento, sino una manifestación del pensamiento materialista, del que Sade es uno de los pilares principales, si no el principal.
Si la vida humana no tiene valor, si no somos más que “el corazón, los riñones, las neuronas, las hormonas, el ADN”, la idea de unos “derechos humanos” no tiene mayor sentido. Son, como dice Harari, un cuento que nos hemos contado a nosotros mismos.
Aquí Harari entronca con el posmodernismo. El posmodernismo es una filosofía que parte del pesimismo epistemológico de Kant y concluye que no hay una realidad objetiva, o “real” en algún sentido. No hay una realidad subyacente. Pero como tenemos sentimientos y nos movemos por ellos, podemos ahormar la sociedad humana por medio de relatos. Manipulamos el relato, y por esa vía nos sacudiremos nuestro aburrimiento imponiéndole al mundo nuestras ideas de cómo debe ser. Harari acepta el posmodernismo, pero lo toma con cinismo.
Por supuesto, hay una enorme contradicción en todo esto. Si la cultura es fruto de una combinación de células, es un producto natural. No hay diferencia entre una representación de La verbena de la Paloma y un león devorando a un ciervo. Y, sin embargo, hay un fondo de denuncia contra esa parte de la naturaleza que es estrictamente humana. ¿Por qué? ¿No habíais dicho que el hombre no tiene una dignidad especial respecto de cualquier animal o planta? Entonces, ¿por qué iba a ser peor la cultura que el zambullido de un martín pescador en un río?
Lo cual nos lleva a otra contradicción fundamental en el materialismo. No son consecuentes con su propio pensamiento. Según el mismo, nada tiene valor. La moralidad de un acto es una construcción arbitraria (¿arbitraria-natural?), y por esa vía condenan la moral prevaleciente. Bien. Pero luego nos vienen con la suya. ¿Qué diferencia esencialmente su secreción intelectual de las ideas de otros?
Para Harari, el pensamiento es el resultado de varios acontecimientos que ocurren en el cuerpo. Por eso dice que la emergencia de la inteligencia artificial acabará devorándonos y propone que acabemos ya con la farsa (¡otro cuento bonito que nos hemos contado a nosotros mismos!) de la democracia. Para eso, que nos manden los científicos. Y Harari, claro.
Cuando se le practique la autopsia a Yuval Noah Harari, los médicos no encontrarán ninguna huella de los derechos humanos. Para entonces, quizás sus ideas hayan triunfado, y su muerte no sea natural.
Foto: David Matos.
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