Imaginemos la construcción de un edificio a partir de una base establecida. Un equipo de arquitectos se embarca en la tarea de diseñar progresivamente las plantas, mientras que los obreros se encargan de erigir la estructura siguiendo el diseño propuesto. La base del edificio ofrece diversas posibilidades de desarrollo, pero algunos diseños o construcciones podrían comprometer la base y, por ende, la totalidad de la obra. No obstante, un cuerpo de observadores cuida de que todo marche según las reglas.

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En circunstancias ideales, si arquitectos, obreros y observadores trabajan con responsabilidad, de manera autónoma y tienen funciones claramente definidas, cabe esperar un progreso fluido y sólido de la construcción. En esta dinámica, un error por parte de los arquitectos podría ser detectado y señalado por los obreros, permitiendo así la corrección oportuna del diseño. Del mismo modo, cualquier error en la ejecución de la obra podría ser reportado por el equipo de arquitectos.

El hecho de que las tragedias políticas posmodernas sean menos explícitamente crueles que las de antaño, no excluye la posibilidad de que sean mucho más siniestras

En esta alegoría, la base del edificio representa la Constitución política, los diseñadores equivalen a los legisladores, los constructores se asimilan al poder ejecutivo y los observadores al poder judicial. La independencia entre los tres cuerpos se traduce entonces como la independencia de poderes que, en principio, suponemos existente en todo Estado liberal. Aunque bien sé que es mucho suponer.

No obstante, en la situación ideal que acabamos de explicar, existe la posibilidad de que un diseñador elabore un plan incorrecto, por error o con la intención de poner en peligro la integridad del edificio y que, empecinadamente, no escuche los avisos de los obreros. De manera similar, existe el riesgo de que el equipo de obreros cometa errores en la construcción, por descuido o con la intención de causar daño, y que también desestime las advertencias de los arquitectos. Aunque el equipo de observadores se haría cargo de recoger las quejas y ordenar la rectificación, también este equipo podría fallar o ser ninguneado por los responsables directos de la obra. La perfección no es propia de este mundo y es obvio que, aunque la independencia y mutua vigilancia entre arquitectos, constructores y observadores puede reducir las ocasiones de error, no las elimina por completo.

El supervisor de la obra: Kelsen versus Schmitt

¿Cómo podemos prevenir o minimizar las posibilidades de que el edifico se malogre? Debería haber un supervisor último de la obra capaz de tomar decisiones drásticas para corregir errores. Sin embargo, surge el interrogante crucial: ¿quién debería asumir el papel de este «supervisor»?

El debate sobre quién debería ser el guardián último de la Constitución que mantuvieron Hans Kelsen y Carl Schmitt en el periodo de entreguerras es de sobra conocido. Kelsen, eminente jurista austriaco, propugna que el guardián debería ser un tribunal constitucional con cargos vitalicios. La designación de los miembros de este tribunal mediante un proceso azaroso al fallecer alguno de ellos, busca distanciarlos de la influencia partidista y de las fluctuaciones políticas del momento, otorgándoles así mayor independencia. Su principal poder reside en vetar leyes que podrían contravenir la Constitución, y su toma de decisiones se orienta más hacia lo jurídico que hacia lo político.

En contraposición, Carl Schmitt, reconocido jurista y pensador alemán, argumenta que un tribunal que puede de hecho declarar constitucional una ley que claramente no lo es, adquiere un carácter político. Por este motivo Schmitt aboga porque la responsabilidad de guardar la Constitución recaiga en el presidente de la república, es decir en el jefe del Estado, que podría ser elegido mediante sufragio con más del cincuenta por ciento de los votos. Esta circunstancia proporcionaría al presidente una legitimidad reforzada para tomar medidas políticas extremas en aras de preservar la Constitución. No obstante, aunque ambas opciones tienen su justificación, no existe una solución definitiva, ya que tanto el tribunal constitucional como el jefe del Estado podrían equivocarse o tener la intención expresa de socavar la Constitución. Pero adelantemos ya que quizá no haya soluciones definitivas en este asunto, pues se trata del eterno problema de quién vigila al vigilante.

La partidocracia y la deriva totalitaria

Las opciones de Kelsen y Schmitt parecen razonables, aunque no infalibles, como se evidenció en el periodo de entreguerras. Tanto en Austria, con un tribunal constitucional con miembros vitalicios diseñado por Kelsen; como en Alemania, donde el presidente de la república ejercía de facto como guardián de la Constitución gracias al artículo 48 de la Constitución de Weimar ―más afín con el ideal de Schmitt―, experimentaron fracasos notorios, pues no pudieron evitar la llegada del Tercer Reich. Es innegable que las condiciones socioeconómicas y la polarización política de la época representaban factores significativos que propiciaron el desenlace final. No obstante, no se puede pasar por alto el papel crucial que desempeñó en la deriva totalitaria el sistema partitocrático en ambos países.

En una partidocracia el ejecutivo es nombrado por el legislativo y la independencia entre ambos poderes se resiente. Retomando la alegoría arquitectónica es obvio que si arquitectos y constructores actúan bajo una misma voluntad y pierden su autonomía, las probabilidades de que la construcción del edificio se vea comprometida aumentan, pues al haber de hecho solo una entidad, y no dos, dejan de vigilarse y de corregirse mutuamente: el poder político tiende a extralimitarse, los derechos fundamentales se pueden vulnerar más fácilmente y la libertad de los ciudadanos disminuye. La forma en la que se elige a los diputados en una partidocracia también es decisiva. El sistema electoral proporcional, basado en listas de candidatos elaboradas por los líderes de los partidos, fomenta una lealtad acrítica de los diputados hacia sus líderes, configurando bloques parlamentarios que, de facto, eliminan la posibilidad de un verdadero debate, aumentan la polarización política y minimizan la capacidad de la oposición para ejercer un poder efectivo de resistencia.

La debilidad intrínseca del régimen del 78

El sistema político español es aún más vulnerable a derivas liberticidas que la república de Weimar; pues siendo más claramente partidocrático que el alemán, carece de un jefe de Estado con cobertura constitucional y respaldado por sufragio que pueda actuar como guardián legal y popularmente legitimado. A esto se suma un tribunal constitucional sin miembros vitalicios y contaminado por la coyuntura política del momento: el tribunal resulta afín al gobierno y a la mayoría parlamentaria y, por ende, a los lideres de los partidos que, tras pactar, conforman mayoría.

La ineficacia de nuestro tribunal constitucional se reflejó claramente en la ley integral contra la violencia de género, donde el tribunal, influido por consideraciones ideológicas alineadas con el gobierno de turno, la consideró constitucional, contradiciendo principios fundamentales de la propia Constitución como la no discriminación por razones de sexo.

La reciente modificación de un artículo constitucional otorgando prioridad en el trato legal a las mujeres discapacitadas sobre los hombres discapacitados, con ocasión de sustituir la palabra «disminuido» por «discapacitado» en el texto legal, constituye otro paso hacia la destrucción de la estructura básica del edificio jurídico. Lo irónico en este caso es que la incoherencia legislativa se ha introducido en la misma Constitución, y no en una ley cualquiera susceptible de poder ser rectificada por el tribunal constitucional. El colmo es que los responsables del despropósito han sido el gobierno y los dos partidos mayoritarios en el congreso: constructores y arquitectos unidos para minar la base del edificio.

Siempre podríamos argumentar que los dos casos anteriores son peccata minuta y que no ofrecen motivos para la alarma. De hecho, lo farragoso de los casos y la confusa y mínima cobertura que los medios les dedicaron, han conseguido que parezcan normales para una amplia capa de la población. Pero como muy bien sabía Kelsen, el cuerpo jurídico es un todo integrado con coherencia lógica y cualquier disonancia, por pequeña que sea, abre una grieta inquietante en forma de precedente que, a medio plazo, puede ser fatal para la solidez de todo el sistema.

La ley de amnistía: el Rubicón constitucional

La ley de amnistía que el gobierno gesta actualmente es nuestro Rubicón constitucional y, de ser aprobada por las Cortes y validada por el Tribunal Constitucional, tendría la potencia de funcionar de hecho como una ley habilitante que nos recuerda la manera torticeramente legal con la que Hitler desactivó la Constitución de Weimar. No se trataría ya de una pequeña grieta en el edificio, sino de un enorme socavón en los cimientos que podría derrumbar toda la construcción.

No faltarán políticos con impostada sensatez y cándidos ciudadanos que consideren exagerada la alarma que este escrito manifiesta. No, no parece que estemos abocados a un régimen nazi similar al de Alemania de los años treinta: el buenismo imperante hace difícil que tal opción se haga realidad. Sin embargo, la historia se repite casi siempre, aunque nunca exactamente igual. Y el hecho de que las tragedias políticas posmodernas sean menos explícitamente crueles que las de antaño, no excluye la posibilidad de que sean mucho más siniestras. El nuevo fascismo no vendrá luciendo bigote de mosca y con saludo romano, sino dando bendiciones a las víctimas oprimidas de la Tierra y llevando a los malvados disidentes a la hoguera purificadora por su propio bien.

Foto: Bundesarchiv. CC BY-SA.

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