Existe una generación que asocia censura a franquismo, no porque se lo han contado o lo han leído, sino porque lo conocieron y sufrieron. Recuerdo las mañanas de aquellos veranos que estuve realizando los cursos en la Cátedra de Estética y Cine de Valladolid,  que transcurrían con ciertas rutinas. Después del desayuno entrábamos en la sala de cine para los visionados de películas mudas en blanco y negro. Así quedaron en mis soñolientas pupilas juveniles las ariscas sombras del expresionismo alemán, y los largos silencios de aquellos pesados planos de Dreyer y el inquietante Nosferatu, que nada bueno presagiaba para el resto del día. 

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Algunos veteranos participantes contaban haber conocido el cuerpo de censores, y sus variados tipos de censura, que utilizaban diferentes procedimientos entre los que destacaba uno particularmente curioso. El censor colocaba algo opaco, que podía ser un cartón, libro o bonete entre el proyector y la pantalla cuando se veía venir una posible escena erótica, imagínense ustedes las risas de los observadores conforme se aproximaba la escena hasta que se consumaba el acto censor. Es decir, una censura que “se veía venir”, y que apenas ocultaba nada porque se sabía o imaginaba lo que había detrás. El cuerpo de censores del franquismo, que así se denominaba, tenían entre sus tareas borrar, eliminar, suprimir aquello no grato al régimen, eran pluriempleados que intentaban ejercer con precisa diligencia este menester.

Hoy la censura no es tan evidente, aunque su invisibilidad la hace eficiente mediante las tendencias dominantes y sus narrativas, orquestadas en los medios tradicionales, que marcan el guion de contenidos y temáticas, así como su enfoque. Estos días de confinamiento lo hemos observado con particular evidencia, los “desinformativos” han ocultado sistemática la inoperancia del gobierno, falseando cifras y datos e imponiendo un relato oficial y plano. El resultado es que se produce una censura directamente proporcional a la dependencia que los medios tienen con el poder, para lo que es necesario la subsistencia de estas redes clientelares del periodismo y sus plataformas de opinión, que son regadas con millones del erario público. 

El grado de autocensura que cada cual acepte depende del grado de libertad que pueda o esté dispuesto a tener

A su vez, y a su sombra crece la autocensura que en particular periodistas se aplican, en gran medida unos cogidos en la perversa espiral de la precariedad, en la que su empleo está en juego, así como su señalamiento profesional o social, y otros por sus intereses promocionales. La educación, de la que poco se habla, también tiene sus perseguidos por la ideología dominante, quien no adoctrina en la escuela es debidamente marcado. Pero el altar más excelso del adoctrinamiento es la universidad. Particularmente sangrante es el caso reciente del profesor Francisco Llera, quien fue profesor universitario en la UPV (Universidad País Vasco), significándose abiertamente contra ETA, en tiempos en que mantener la libertad de cátedra era jugarse la vida. Ahora con sus 70 años recién cumplidos, responsable del estudio sociológico más sistemático y prolongado del País Vasco “Euskobarómetro”, que impulsó en 1995, quiere continuar en las aulas como profesor emérito, dada su dilatada trayectoria y reconocido prestigio como catedrático, después de 45 años de experiencia. Para ello necesita el apoyo de la Junta de Facultad, que lo ha obtenido, pero no de y departamento, el mismo que él creó. La rectora de la UPV ya le ha adelantado que no podrá autorizar su condición de profesor emérito. 

La politóloga alemana Elisabet Noelle-Neumann desarrolló desde los estudios de comunicación la teoría de la espiral del silencio. Las personas adaptan su modo de comportamiento a las opiniones dominantes en un concreto contexto social, para decidir que conductas son aceptables y cuales o no. Esta actitud se atrinchera en el temor natural al aislamiento social, el miedo a ser señalado como diferente inhibe su expresión y su comportamiento. 

Esta espiral nace a finales de los setenta del siglo pasado, tiene como marco de estudio las circunstancias de la segunda guerra mundial en un primer momento, que después se desarrollará en los años ochenta con la influencia de la televisión como matriz informativa y de entretenimiento dominante, como forjadora de opinión. La misma Noelle-Neumann precisaba que “cuando más perciben los individuos estas tendencias y adaptan sus opiniones con arreglo a esta percepción, tanto más una facción se muestra como dominante y la otra en retroceso. Así, la tendencia de una facción a manifestar sus opiniones y de la otra a callárselas, desencadena un proceso en espiral que establece, en modo creciente, una opinión como prevalente”. 

Si nos desplazamos a la naturaleza, la espiral es un bello patrón que se encuentra bien bajo el mar en sus helechos, o sobre la tierra en sus girasoles, o en sus interminables galaxias, incluso en la forma que adoptan los huracanes. También ha sido utilizada profusamente en la arquitectura y pintura como sinónimo de belleza y proporción perfecta. Algo muy distinto del caso que nos ocupa, que se convierte en un bucle que empuja al individuo al aislamiento, donde es recluido y desaprobado por sus criterios y conducta. 

Otros estudios analizan este pensamiento de grupo como una reacción colectiva y psicológica, en la que la carga emocional es intensa y el raciocinio débil, en el que el individuo pretende por encima de todo la conformidad dentro del grupo. De este modo se silencian o evitan los conflictos y se consigue el consenso desde la exclusión de los disidentes. Unos llamarán a esto inteligencia colectiva, producto en gran medida del contexto de las redes sociales, como espacio que facilita la participación desde la hiperconectividad. Otros lo llamaran estupidez colectiva, cuyo principal comprobante es observar que las decisiones o juicios colectivos no son conformes de sus intereses. Pongamos por caso aquellos que aguardan impasibles la protección del gobierno y del estado y recogen un determinado subsidio o determinadas ayudas en vez del interés y el esfuerzo por la búsqueda de un trabajo, o una iniciativa empresarial . El grupo elige la peor opción posible. Algo muy diferente a otro tipo de proyectos en los que sí se ha desarrollado la inteligencia colectiva como ha ocurrido Wikipedia o emprendimientos emanados del mecenazgo sea cual sea el sector al que nos refiramos. 

Para entender la estupidez en su genuina naturaleza hay que acudir al historiador italiano  Carlo M. Cipolla y su libro “Leyes fundamentales de la estupidez humana”, que por cuestiones de espacio solo atenderé a la tercera ley, llamada también de oro: “una persona estúpida es aquella que causa pérdidas a otra persona o grupo de personas sin obtener ninguna ganancia para sí mismo e incluso incurriendo en pérdidas”. Aplicando un análisis de costes y beneficios Cipolla clasifica al género humano en cuatro tipos. Desgraciado, aquel que causa un perjuicio a sí mismo, beneficiando a los demás. Inteligente, que se beneficia a sí mismo y a los demás. Bandido, que obtiene beneficios para sí y perjudica a los demás. Y por último llegamos al estúpido, aquel que causa pérdidas a otros, perjudicándose también a sí mismo. Es difícil encontrar una mejor descripción de la estupidez en el contexto que nos ocupa.

¿A quién le importa la verdad? No a los medios de comunicación, el periodismo es víctima y a su vez culpable. Las presiones partidistas y económicas forman parte del problema que prioriza la cuenta de resultados sobre el rigor informativo y la independencia. A pesar delos muchos golpes de pecho que exhibe el periodismo como víctima, en la medida en que no ejerce la autocrítica se convierte cada día en más culpable. 

El grado de autocensura que cada cual acepte depende del grado de libertad que pueda o esté dispuesto a tener. La simetría que sostiene Habermas en su ética comunicativa cuando describe la justicia como un vértice imprescindible para garantizar la reciprocidad en la comunicación, se convierte en un desiderátum inabarcable. Posible en un pequeño grupo, charla familiar o entre amigos, en el que la autocensura tiene una menor presencia. Conforme aumenta la audiencia de nuestro discurso la cantidad de información que estamos dispuestos a compartir sobre nosotros disminuye. 

Las redes sociales establecen un contexto que alimenta los límites de nuestra expresión. Esa conversación de café con unos pocos, es más autofiltrada conforme se abre el círculo de su impacto. La autocensura ni es un error, ni es un defecto de las redes sociales, es una característica. Mi comportamiento en cualquier red social no será igual que cuando estoy delante de diez o cincuenta personas. Aplico un filtro progresivo que pasa antes por los foros más reducidos para ser o no validado mi mensaje. 

La autocensura es autodefensa, un sistema de supervivencia de mi individualidad en el contexto del contrato social que pretendo establecer. Lo que hace Internet y sus redes sociales es posibilitar a sus usuarios una audiencias globales. A este filtro autoimpuesto se pueden añadir otros ajenos a uno mismo, pero propios de la naturaleza comunicativa de las redes sociales que alojan al individuo en un conjunto de burbujas afines, nos resulta más cómodo y reconfortante estar con los que piensan como nosotros que al contrario. La autoafirmación es un mecanismo psicológico sobradamente estudiado y comprobado en los diseños de marketing, la regla es ofrecer lo que se espera para obtener resultados. 

Foto: Marina Khrapova

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