El erudito de la Ilustración John Locke, en su “Second Treatise of Government”, formulaba allá por el siglo XVII el principio de «propiedad sobre uno mismo». Es el derecho personal a la propiedad sobre uno mismo, sobre el propio cuerpo y sobre los resultados del propio trabajo. John Stuart Mill desarrolló más tarde este mismo derecho de cada individuo a la propiedad sobre sí mismo en su famosa obra “On Liberty”. A John Stuart Mill le debemos también la extensión del «viejo» concepto de libertad política. Para los antiguos griegos y romanos, la libertad política se agotaba en la democracia y la participación de sus ciudadanos. Pero la Revolución Francesa había demostrado con qué rapidez la supuesta libertad política podía convertirse en esclavitud y en terror despiadado: cuando los individuos tienen que someterse a la dictadura de una “voluntad general” à la Jean-Jacques Rousseau, es decir, la voluntad común de un Estado. En contraste, Mill fortaleció los conceptos de libertad individual y propiedad sobre uno mismo.

Publicidad

Para el filósofo y economista John Stuart Mill el desarrollo libre de la personalidad era la principal condición del bienestar, la fuente de la prosperidad de todos. Colocó al individuo frente a la conformidad, la uniformidad y la tiranía de la opinión pública: al individuo con su libertad de pensamiento, de sentimiento, su libertad de opinión. Se trataba de la libertad de diseñar el propio plan de vida y hacer lo que fuere necesario para llevarlo adelante, siempre y cuando con ello no se invada o dañe la integridad individual ni la propiedad de ningún otro.

Ni el Estado ni la sociedad tienen el derecho de interferir o sancionar los asuntos privados y las acciones de los individuos, que solo les afecta a sí mismos

Ni el Estado ni la sociedad, por lo tanto, tienen el derecho de interferir o incluso sancionar los asuntos privados y las acciones de los individuos, que solo les afecta a sí mismos. El Estado o la sociedad solo pueden aplicar sanciones si estas acciones dañan a otros. Además, igual de importante: nadie puede ser obligado a ser feliz.

Décadas de sesudos estudios sociológicos y adoración a los diferentes determinismos que nos han ido presentando con el fin de convertirnos en apenas marionetas de nuestras circunstancias, defender la condición de individuo y conceptos tan “trasnochados’” como el de la libertad individual se ha convertido en trabajo ingrato. Me gustaría saber (que no lo sé) cómo hemos llegado hasta aquí. En las siguientes líneas les propongo una teoría.

¿Y si se trata de un problema moral? Decía Nietzsche

¿Y si sucediese más bien al contrario? ¿Y si en lo “bueno” residiese un síntoma de retroceso, e igualmente un peligro, una tentación, un veneno, un narcótico gracias al cual acaso el presente viviese a costa del futuro, quizá con más comodidad, menos peligrosamente, pero con menos estilo, de modo más bajo? … ¿De manera que justo la moral fuese culpable de que el tipo humano jamás pueda alcanzar el mayor poder y esplendor posibles? ¿De manera que justo la moral fuese el peligro de los peligros?

Describe desde una visión fascinante un sistema en el que lo bueno se hace principalmente a expensas del futuro, poniendo de relieve la instrumentalización de la moralidad. Nunca la acción social ha sido tan “moral” como lo es hoy en día. En actos de altruismo ilimitado subvencionamos a los inmigrantes, a las familias monoparenterales, a insatisfechos con su anatomía, asociaciones anti-tabaco, empresarios y banqueros atribulados, artistas de todo tipo, promocionamos energías renovables, salvamos las ranas, el haya roja, los ratones de campo, ¡a la mismísima Gaia! Todo bajo el estandarte de una moral inmaculada, desde la absoluta impunidad que nos confiere “estar haciendo el bien”. Yo sostengo que esa moral es una falsa moral. Al igual que Nietzsche profetizó, se trata de una moral que destruye más de lo que pretende mejorar.

El gobernante, mediante la Ley, se liberó repentinamente de las obligaciones propias de un contratante obligando a los ciudadanos a asumir relaciones en las que el único beneficiario será la sociedad

La base de la contraproductividad de la moralidad de hoy en día es la eliminación del principio de responsabilidad individual como concepto indisolublemente asociado a cualquier valoración que queramos hacer sobre la conducta moral. El requisito previo para ello fue la introducción de contratos a favor de terceros. Hasta el siglo XVIII los contratos eran  básicamente entre dos partes en los que cada parte respondía ante la otra del correcto cumplimiento del mismo. Rousseau abrió el camino a los contratos en los que el beneficiario o perjudicado ni siquiera es parte contratante. El gobernante, mediante la Ley, se liberó repentinamente de las obligaciones propias de un contratante obligando a los ciudadanos a asumir relaciones en las que el único beneficiario será la sociedad (el Estado, como administrador del bonum commune). El Estado y sus agentes son libres, por lo tanto, de definir lo que consideran que es bueno y malo, qué clase de moral prefieren y subvencionan. Tienen el poder de definir las formas de convivencia humana. La pantomima votacional cada cuatro años es apenas un acto formal que ellos llaman legitimación democrática.

Otro paso más en la perversión de la moral fue la transformación de la solidaridad personal, basada en el sacrificio voluntario individual, en solidaridad colectiva estatal, basada en el sacrificio obligatorio de terceros. Ambas premisas, la práctica estatal de obligar a contratos en beneficio o perjuicio de terceros y la perversión de la caridad genuina –individual y voluntaria–  son ahora los pilares del Estado y la industria del bienestar. Y nos llevan a la descomposición social/moral de diferentes maneras.

Les recuerdo que una moral que reclama el sacrificio individual es también una moral que exige la productividad individual. Sólo se puede regalar lo que ya se ha producido y es propio. Todo acto moral individual no es sólo fruto de una intención, sino –y principalmente – valorable en cuanto a sus resultados. La moral colectiva, por el contrario, no requiere de ningún resultado, basta con una buena intención para justificar el asalto a las carteras de los demás. No es el objetivo primordial de la moral colectiva, con los capitales empleados, lograr resultados. El objetivo principal es encontrar razones para desplegar gasto (obviamente se trata entonces de “gasto social”). Lógico si pensamos que tanto los diseñadores como los ejecutores de la moral colectiva son a su vez los primeros beneficiarios de ese gasto (mantenimiento y crecimiento del propio aparato) tal y como estamos viendo en el caso de la Consejería de la Mujer en Andalucía. De este modo transformamos el sacrificio personal voluntario, basado en la productividad y moral individuales en la entrega forzosa del fruto de nuestro afán a un grupo de especuladores y administradores de la moral de todos. Nace la moral de los parásitos. Ésta sustituye el sacrificio por la necesidad y la responsabilidad por la intención.

“Una moralidad que considera la necesidad como una reivindicación, considera el vacío – la no-existencia – como su norma, su criterio de valor; recompensa una ausencia, un defecto: debilidad, ineptitud, incompetencia, sufrimiento, enfermedad, desastre, la falta, la lacra, el fallo – el cero.” Ayn ​​Rand

Aquellos que permiten la satisfacción de estas demandas, esto es, el ahorrador, el productivo, el emprendedor, el innovador, sólo tienen un lugar en esta moral: ser huéspedes/víctimas. Ayn Rand observó: “Si las necesidades son el punto de referencia, cada uno es a la vez víctima y parásito. Como víctima, tiene que trabajar para satisfacer las necesidades de los demás, pero sigue siendo un parásito cuyas necesidades deben ser satisfechas por otros. Sólo podrá presentarse ante los demás como mendigo o como esquilmado.”

La moral de los parásitos es la que prevalece hoy en día en todos los campos

Esta perversión de la moral – la moral de los parásitos– es la que prevalece hoy en día en todos los campos. Consume nuestro capital únicamente para la satisfacción de requisitos impostados (los “tengo derecho a”), vive a expensas del futuro sin tener que medirse a las consecuencias hoy. Ello es posible porque se ha extirpado la responsabilidad individual de la moral y porque sus ejecutores pueden tomar decisiones en su propio beneficio a costa de los demás. Por lo tanto, las pensiones están a salvo porque supuestamente alguien (otro) las pagará mañana. El dinero está a salvo porque supuestamente otro lo ganará mañana. El suministro de energía está asegurado porque pagamos hoy para que mañana aparezcan tecnologías que aún no existen, siempre mañana. Observamos en todas partes la victoria de la intención sobre los resultados, del deseo sobre la realidad.

La moral de hoy no se limita a las personas o las maquinaciones de la política y la burocracia. Crea de la nada nuevas ideologías. La idea del ambientalismo, por ejemplo, es fruto de la aplicación exacerbada de los principios morales anteriores. Durante miles de años el mayor logro cultural del ser humano consistió en diferenciarse de los animales para mejor adaptarse a su medio ambiente y transformarlo para mejor cubrir sus necesidades. Las numerosas intervenciones en una naturaleza completamente despiadada con nosotros fueron y son la base de todas las formas de la civilización. Apenas tres generaciones de prosperidad y enseñanza pública/gratuita/obligatoria han bastado para convertir al conquistador en un abusador. Hoy cualquier estrella del pop canta un «la tierra es buena, ¿por qué nosotros no?” y a nadie le sorprende. Uno se pregunta por qué esta Gaia tan amable necesita de nuestra intervención para alimentarnos o para protegernos de sus estados de ánimo atmosféricos. ¿Por qué, en su bondad infinita, nos expone a virus y bacterias, tsunamis, huracanes, sequías, inundaciones y erupciones volcánicas? ¿Por qué comer y ser comido es el principio rector y el sustento de toda vida en su superficie?

Cuando una sociedad convierte la negación de sus propios logros y oportunidades en principio moral inicia el hundimiento vertiginoso hacia su desaparición

Que tales efusiones intelectuales no sólo no sean criticadas, sino consideradas una expresión admirable de conciencia profunda e integridad moral, es una forma de decadencia en el sentido más primigenio de la palabra. Cuando una sociedad convierte la negación de sus propios logros y oportunidades en principio moral inicia el hundimiento vertiginoso hacia su desaparición.

Cuando la moral mide los actos en función de la pura necesidad y no de la capacidad para superarla, convertimos la mediocridad en meta a conseguir y a todo productor en huésped a parasitar. Mantener la mediocridad como meta final no sólo consume los recursos, impide la producción de otros nuevos. Cuando la dualidad inseparable entre riesgo y oportunidad se resuelve siempre y cobardemente en detrimento del riesgo, no estamos sólo ante un estancamiento, nos abocamos a la regresión. Lo que necesitamos no es una nueva política o un partido nuevo, necesitamos una nueva comprensión de lo que es moral. De lo que es “sociedad”. De lo que somos cada uno de nosotros.

Foto: Martin Wyall


Disidentia es un medio totalmente orientado al público, un espacio de libertad de opinión, análisis y debate donde los dogmas no existen, tampoco las imposiciones políticas. Garantizar esta libertad de pensamiento depende de ti, querido lector. Sólo con tu pequeña aportación puedes salvaguardar esa libertad necesaria para que en el panorama informativo existan medios disidentes, que abran el debate y marquen una agenda de verdadero interés general. No tenemos muros de pago, porque este es un medio abierto. Tu aportación es voluntaria y no una transacción a cambio de un producto: es un pequeño compromiso con la libertad.

Apadrina a Disidentia, haz clic aquí

Muchas gracias.