En estos días de confinamiento forzado y forzoso, en el que multitud de ciudadanos asistimos atónitos a las impericias, incompetencias y mezquindades de un gobierno desastroso, llegaba a mi smartphone de arcaica generación (no está el que esto escribe en el grupo de los selectos aduladores periodísticos del gobierno) un impactante video. En él, Pedro Duque, a la sazón ministro de ciencia en el ejecutivo de Pedro Sánchez, realizaba unas reflexiones sobre el papel de la senectud en España que me dejaban perplejo y que me recordaban a Epicteto y a Heidegger.

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A Epicteto se le atribuye una frase que dice que los ancianos cometen el error de enjuiciar su presente con criterios propios del ayer. El señor Duque en su intervención ante los medios afirmaba que nuestros mayores, aquellos que han construido la sociedad en la que vivimos sobre la base de su esfuerzo y sacrificios, no tienen derecho a enjuiciar su presente, la conservación de su salud, con los criterios del pasado. España, decía Duque, es un país con una gran esperanza de vida, donde nuestros mayores viven parece ser demasiado tiempo. De hecho, parece que cada día nuevo que amanece es un regalo que el Estado del bienestar les concede a aquellos cuyo ciclo vital en otras latitudes, con un sistema público de salud menos sólido, ya habría cesado. Con este peculiar razonamiento, en el que anida un terrible prejuicio hacia la ancianidad, Pedro Duque venía a exteriorizar una terrible verdad propia de nuestros infantiles y hedonistas estados del bienestar: los mayores sobran. Detraen recursos públicos, votan opciones políticas más conservadoras en su gran mayoría y además en situaciones de saturación de los sistemas de salud público plantean una exigencia intolerable a nuestros progresistas políticos; aspiran a ese querer perseverar en su existencia que decía Spinoza en su visión antropológica del ser humano

Otra célebre frase de Heidegger contenida en Ser y Tiempo venía a mi memoria cuando escuchaba estupefacto el atrabiliario discurso de nuestro ministro astronauta: “Con la madurez llega a su plenitud la fruta”. En una reflexión sobre el hecho cierto de la muerte, Heidegger se plantea la cuestión de si ésta no deja de ser una forma de dar realización plena a una vida. La muerte deja de ser un drama para convertirse en un momento, capital eso sí, de la propia existencia.

Los medios no informan sobre la tanatocracia en la que se está convirtiendo nuestro sistema político, porque el óbito no encaja en sus parrillas televisas pensadas para un público hedonista e infantil que no quiere ni puede contemplar la magnitud del desastre al que nos abocan unos políticos ineptos

En nuestras sociedades no se habla de la muerte, se evita, Su realidad se confina a la de las puras estadísticas. Con ocasión de esta crisis, que amplifica como decíamos en un anterior post la realidad de nuestro tiempo, se ve palmariamente como la muerte estorba enormemente en nuestra sociedad. Al gobierno le incomoda profundamente pues quiebra su relato monolítico y acrítico de la gestión de esta pandemia sanitaria. También a los medios, que no informan sobre la tanatocracia en la que se está convirtiendo nuestro sistema político, porque el óbito no encaja en sus parrillas televisas pensadas para un público hedonista e infantil que no quiere ni puede contemplar la magnitud del desastre al que nos abocan unos políticos ineptos. Tampoco resulta conveniente informar sobre la riada de decesos diarios que se amontonan, en condiciones cuasi bélicas, en nuestras improvisadas morgues. La necesidad de contar con el favor del poder político de turno hurta a nuestros periodistas de su principal obligación: la necesidad de ofrecer a la sociedad una información veraz.

Yolanda Díaz, ministra de Trabajo, en sus ya célebres comparecencias me recordaba al mal estudiante de derecho. Ese que acude al temible examen oral ayuno de conocimientos pero provisto de una verborrea tan inconexa como autocomplaciente, creyendo ingenuamente, que dicha facilidad de palabra hará creer a su examinador que los conocimientos, ausentes por falta de estudio, se remplazan fácilmente con una improvisada perorata llena de tautologías y frases huecas. Cada afectado por un ERTE, parado en acto y empleado en potencia, cada nuevo desempleado, cada autónomo que tiene que cerrar la persiana debería ser un drama para un gobierno que se dice “social”. Sin embargo, es una mera estadística con la que nuestra ministra busca encantarse a sí misma, luciendo palmito, y una oportunidad para que su partido, Unidas-Podemos, avance hacia la construcción de su modelo político soñado: una España empobrecida, moderadamente cabreada, cuya población necesitará de la limosna gubernamental para malvivir como pueda y que permita a los émulos de Lenin perpetuarse en el poder.

Pedro Sánchez ha convertido nuestros sábados en un dejà vu.  Cada fin de semana se convierte en la enésima repetición del mantra gubernamental sobre la excelsitud de la respuesta gubernamental ante la tragedia que nadie en el mundo anticipó ni pudo anticipar. Cada comparecencia del jefe del ejecutivo se convierte en una tediosa expresión de la banalidad e insustancialidad de la política posmoderna, aderezada con toques de maoísmo extemporáneo. El Shujing es un famoso libro de la literatura china que contiene una célebre fábula sobre el Yu Gong, un anciano que quiso deshacerse de dos montañas cercanas a su casa que le impedían el paso con la sola fuerza de sus manos. Dice la leyenda que los dioses de las montañas, conmovidos por el esfuerzo titánico del anciano, decidieron enviarle unos ángeles para que pudiera terminar tan majestuosa obra.

Al dirigente comunista chino Mao-Zedong le gustaba contar esta fábula para ilustrar su visión del voluntarismo revolucionario, el que le había permitido superar las duras penalidades de la llamada larga marcha en su lucha contra el ejército nacionalista chino. Con esta fábula Mao quería ejemplificar que no hay prueba, por dura que esta fuera, que se pudiera interponerse entre el revolucionario y su objetivo final: la conquista del poder a toda costa. Pedro Sánchez nos recuerda, con sus ademanes torpes e impostados, que no habrá pandemia ni oposición que le impida logar su objetivo más preciado: detentar el poder por el mero placer narcisista de poseerlo.

Nuestro desgraciado gobierno me recuerda a Ignatius Reilly, personaje de La conjura de los necios (John Kennedy Toole) que ha logrado hacer realidad su sueño de transformar la sociedad para convertirla en la horma de su zapato. Individuos que hace sólo 30 o 40 años estarían abocados a vivir en la marginalidad del sistema, por su impericia, por su notoria falta de preparación o por lo extravagante de sus ideas, hoy en día, para nuestra desgracia pilotan esa nave del Estado a la que se refería Platón en el libro IV de la República.

Foto: Carlos Delgado

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