Les supongo a ustedes, estimados lectores, tan hartos como yo ante cualquier tema que tenga como eje la corrupción. No tengo inconveniente en confesar, ya desde el frontispicio de este artículo que, por lo que a mí respecta, cuando veo el concepto en un titular aparto la mirada y me voy a otro asunto. ¿Corrupción? ¡Puff! ¡No, otra vez no! ¡Ya me sé todo sobre ese particular! ¿Qué me van a contar de nuevo? Si el enfoque es global, tipo “la corrupción contamina todo”, la denuncia es inane. Es como decir que todos somos mortales. Bien, ¿y…?
Si, por el contrario, se opta por un enfoque sectorial o con nombres y apellidos, la denuncia puede ser tildada de acusación resentida o mezquina vendetta, si no otras cosas peores y, en el mejor de los casos, suponiendo que la imputación sea cierta, no dejará de subrayarse su carácter interesado. Aquí obra el sobreentendido de que es muy difícil, casi imposible, acusar desde fuera y quien imputa desde dentro o habiendo estado antes dentro, siempre estará bajo el manto de la sospecha.
Otro sobreentendido que habrá estado operando desde el principio, al leer los primeros párrafos, es el que asimila la corrupción a la esfera política. Como el poder corrompe o, dicho de forma complementaria y más ajustada, solo puede corromper quien ejerce algún poder, nos hemos acostumbrado a asociar la corrupción a la actividad de los partidos, organismos e instituciones de gobierno, dejando al margen todo lo demás. Sin embargo, en las líneas que siguen me propongo argumentar en sentido diametralmente opuesto, es decir, obviar hasta donde sea posible la órbita política y centrarme en otras dimensiones del fenómeno.
Debo confesarles que la razón fundamental que me ha movido a escribir estas líneas ha sido la ávida lectura de El director, el libro en el que David Jiménez, antiguo director de El Mundo, hace un implacable ajuste de cuentas tanto con sus antiguos compañeros de redacción como con los jefes de la empresa. Para disipar en la medida de lo posible las suspicacias antes apuntadas, diré que no soy periodista ni conozco personalmente al sr. Jiménez. Tampoco tomo su testimonio como verdad revelada. Lo que escriba a continuación puede ser ingenuo o equivocado, pero no está dictado por otro móvil distinto a mi leal saber y entender.
La sociedad española no está hecha de otra pasta, sino que, como hemos visto, se sustenta en unos valores francamente parecidos: el corporativismo, el chanchullo y las componendas que tanto criticamos en la esfera pública, son nuestro pan de cada día
La primera impresión que se extrae de la lectura, creo que de manera universal y casi inevitable, es un dejá vu. En efecto, dejando aparte la cuestión del morbo de los nombres concretos, podríamos decir, como Bugs Bunny, “¿qué hay de nuevo, viejo?” ¿Qué se dice en estas páginas que no sepamos o imaginemos? ¿Quién en su sano juicio se cree a estas alturas el arquetipo del reportero incorruptible, del tertuliano imparcial o, simplemente, del rotativo al que solo le mueve la búsqueda de la verdad? Y conste que ahora estamos dejando al margen todo lo referente a los bulos interesados y fake news.
¿Significa eso que todos los periodistas estén vendidos al mejor postor? Obviamente no, aunque no faltaría algún cínico que matizaría en otro sentido: vendidos, no, pero sí alquilados, que a la larga es más rentable. Bromas aparte, el problema no está en el cuántos. Durante una época se generalizó la metáfora de las manzanas podridas. ¿Se acuerdan? Ni el PP ni el PSOE eran partidos corruptos. Su único problema era que tenían varías manzanas podridas. El diagnóstico interesado y falaz era obvio: quitando las frutas infectas se solucionaba todo.
Mutatis mutandi, se podría decir lo mismo de cualquier otro sector, prensa incluida. Yo discrepo. Mis dos premisas fundamentales son completamente opuestas: la primera, ya antes esbozada, es que la corrupción no es solo un problema político sino un mal que hunde sus raíces o se alimenta de determinadas características de la sociedad española (aunque, ocioso es decirlo, no solo de esta, ni mucho menos). La segunda, estrechamente relacionada con la anterior, es que no se trata de un problema de personas, sino de estructuras. Intentaré explicarme brevemente.
La corrupción anida en todos los estratos de la sociedad española porque se dan las condiciones –el caldo de cultivo- para ello. Es una corrupción a pequeña escala que sustenta en un modus operandi que hemos internalizado todos, el amiguismo, el enchufe, el compadreo, el favor, el nepotismo y todas sus infinitas variantes. Hoy por mí y mañana por ti. Acabo de usar el concepto de internalización y me parece tan apropiado que no me extrañaría que hasta haya quienes de buena fe se sorprendan. ¡Ah!, pero… ¿todo eso es también corrupción?
No hay sector de la administración, estructura empresarial o, en general, parcela de la sociedad española donde no campee esa divisa tan castiza: al amigo, el favor; al enemigo (o, simplemente, al extraño), la ley. Con toda naturalidad. Relegar así la ley significa que los españoles como colectivo hemos desterrado de nuestros usos y costumbres la valoración objetiva, la estimación del mérito, la justicia y la imparcialidad. Entre el amigo o familiar incompetente y el desconocido, por muy preparado que esté, no hay duda posible. Con razón se ha dicho que Einstein nunca sacaría una cátedra de Física en la Universidad española.
No es un problema de buenas o malas personas, ni de simple ambición o codicia, como se ha dicho a menudo de la responsabilidad última de la crisis económica. Nuestra sociabilidad está construida bajo esas premisas y al final todos somos prisioneros de ellas. ¿Quién no ha llamado al amigo o al pariente para que al niño le den plaza en el colegio, para acelerar una intervención quirúrgica o para acortar los plazos de un juicio? Si no lo haces, no solo no consigues nada, sino que encima quedas como tonto. El amigo que te puede hacer el favor te espeta: pero, ¡hombre!, si es para ti, ¿cómo no me lo has dicho antes?
De la misma manera que se distingue un hard power y un soft power, debería hablarse por una parte de una corrupción descarnada, institucionalizada o incluso criminal, esa que tiene como protagonistas a las mafias y a los sicarios, basada en el chantaje, la extorsión o las acciones abiertamente delictivas. Y por otro lado, estaría la corrupción blanda, de sonrisa y palmadita en la espalda, de reuniones discretas y cenas privadas donde se pergeñan esas proposiciones que no puedes rehusar. Es cuestión de escalas, pero en el fondo esta corrupción, la más usual, no es sustancialmente distinta de la que nos permite en la vida cotidiana conseguir algo a lo que no teníamos acceso o derecho gracias al favor del amigo.
El mundo de potentados –políticos, empresarios, periodistas influyentes- que retrata David Jiménez en su libro opera sobre esos parámetros. Do ut des. Si me permites esta operación urbanística, te llevas un buen pellizco. Tráteme bien en tu periódico y yo te corresponderé. Si callas o eres servil, tendrás tu comisión. Cuando salen a la luz tales manejos, se producen protestas y manifestaciones: ¡qué escándalo! Hay mucha hipocresía en la sociedad española. Parece más bien que el cabreo del español medio no deriva tanto de una supuesta exigencia moral cuanto de su imposibilidad para acceder a los favores que critica.
Los periodistas han tenido la habilidad de poner la lupa anticorrupción en la esfera política y el mundo empresarial, pero ellos en conjunto no constituyen una raza aparte, inmune a las debilidades de aquellos. A su vez, la sociedad española no está hecha de otra pasta, sino que, como hemos visto, se sustenta en unos valores francamente parecidos: el corporativismo, el chanchullo y las componendas que tanto criticamos en la esfera pública, son nuestro pan de cada día. No tienen más que ver lo que ha pasado en los últimos tiempos, que la supuesta regeneración de la vida pública se ha convertido en un elemental “quítate tú para ponerme yo”.
Foto: Ben Maguire