Existe un sector de la opinión pública que cuestiona la necesidad de profundas reformas legales en España. Piensa que no hacen falta cambios: bastaría con usar apropiadamente las leyes vigentes. ¿Corrupción? Que se aplique a todos los ábalos el código penal, que sean juzgados, condenados y cumplan las penas ¿Favoritismo? Que los gobernantes se ajusten a las leyes que predican trato igual para todos. ¿Despilfarro? Que se pongan en práctica las normas que obligan a un presupuesto más equilibrado.

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La simple repetición de los deseos actuaría como un conjuro, un sortilegio capaz de surtir mágicos efectos. Todos los aludidos cobrarían repentina conciencia de su negligente conducta y se aprestarían a corregir pasados errores. Y, si la Constitución no se cumple… pues que se cumpla ¡puñetas! ¿Por qué buscar soluciones complejas si las hay tan sencillas? Sin embargo, la candorosa corriente del “que se haga” desemboca invariablemente en un callejón sin salida, en un entusiasta pero estéril sermón en el desierto: no cambiando las condiciones, tampoco los resultados cambian. Es loable animar al cumplimiento de las leyes pero la pregunta siempre queda en el aire ¿Por qué los gobernantes no cumplen las leyes o lo hacen de manera retorcida, de acuerdo con sus intereses? ¿Cuál es ese extraño e insano proceso que degrada muchas normas, o su espíritu, a la condición de papel mojado?

Aunque la ley señala un Tribunal Constitucional independiente, en la práctica dominan las relaciones informales, identificándose tan fácilmente la obediencia partidaria que, en lugar de toga, cada magistrado podría lucir la correspondiente camiseta con los colores del partido

Los sistemas no siempre funcionan tal como las leyes parecen indicar porque las reglas del juego, esto es las instituciones, no sólo engloban organismos formales y leyes escritas. Incluyen además reglas informales, incentivos, expectativas. Las instituciones formales se encuentran codificadas en la Constitución, las leyes, los contratos, los procedimientos administrativos o judiciales. Sus rasgos son fácilmente observables en documentos escritos, estructuras físicas (ministerios, juzgados, parlamentos) o en acontecimientos públicos (elecciones, actos parlamentarios, reuniones del consejo de ministros). Por el contrario las instituciones informales se basan en acuerdos implícitos, no escritos, reflejando normas socioculturales, costumbres y pautas de interacción entre los distintos individuos.

Todo país contiene una mezcla o combinación de los dos tipos de instituciones. Ahora bien, en los países con verdaderos sistemas de libre acceso, deben dominar las relaciones formales en aquellas interacciones dentro del Estado y entre los privados y el Estado. Esto es así porque las Administraciones están teóricamente obligadas a seguir ciertos procedimientos legales pero ¿realmente los siguen? Depende de la eficacia de esos mecanismos que deben asegurar el cumplimiento de las normas, especialmente por los que ejercen el poder. Una vez elegido un gobierno, ¿quién garantiza que se atendrá a las leyes? En realidad, se delega en los gobernantes suficiente poder como para poder eludir las normas sin que los ciudadanos tengan capacidad, medios, tiempo ni ánimo para detectarlo, mucho menos para impedirlo. Por ello, si la arquitectura del sistema político carece de oportunos controles, juego de contrapoderes, vigilancia mutua entre instituciones o equilibrios internos, los gobernantes pueden retorcer las normas y la verdadera naturaleza del sistema se encontraría muy distante de su mera apariencia legal: tenderían a imperar ciertas interacciones informales, que implican un equilibrio muy distinto a aquél recogido en las leyes.

Atendiendo a la letra de las leyes, España gozaría teóricamente de un sistema de libre acceso. Salvando excepciones, la legislación garantizaría un trato equitativo e impersonal, sin contemplar explícitamente privilegios ni mecanismos de selección subjetivos. Reconocería la libertad económica y el derecho de todos los ciudadanos a formar asociaciones o partidos, concurrir a las elecciones y llegar al gobierno en igualdad de condiciones.

Pero el diablo se manifiesta en los detalles, en las arraigadas instituciones informales. El funcionamiento real de nuestro país posee muchos rasgos de un sistema de acceso restringido, ese régimen donde imperan los privilegios y el favoritismo, primando las relaciones personales o la cercanía al poder. En el terreno de la economía, numerosas regulaciones establecen para las empresas condiciones ad-hoc de muy difícil cumplimiento, casi siempre a medida de ciertos grupos privilegiados situados en la órbita de los gobernantes. Suficientemente complejas y enrevesadas para permitir amplios márgenes de interpretación, favoreciendo la discrecionalidad y la arbitrariedad en las decisiones del poder. En España es mucho menos importante conocer la legislación que identificar correctamente la persona con la que hay que “hablar”. Esta deriva hacia un personalista sistema de acceso restringido pone trabas a la competencia y a la creación de empresas, entorpeciendo el crecimiento económico y la creación de empleo.

Lo mismo ocurre en la política. Unos pocos partidos han monopolizado el poder gracias a la enorme cantidad de fondos y recursos que proporciona la ocupación de los cargos públicos y al férreo control sobre los medios de comunicación. Enormes barreras a la entrada de nuevos oponentes trasladan la contienda electoral a un terreno de gran desigualdad, aun sin existir discriminación sobre el papel.

Legalmente, nuestras instituciones formales deberían corresponder a un régimen de libre acceso pero hay ciertas reglas informales que lo impiden. Aunque la Constitución niegue el mandato imperativo para los diputados, la elección por listas cerradas incentiva fuertemente la disciplina de voto, anulando la teórica independencia del legislativo. Y este fenómeno se extiende a otros órganos del Estado. Aunque la ley señala un Tribunal Constitucional independiente, en la práctica dominan las relaciones informales, identificándose tan fácilmente la obediencia partidaria que, en lugar de toga, cada magistrado podría lucir la correspondiente camiseta con los colores del partido. La selección se basaría teóricamente en el mérito pero, de facto, domina la conexión partidaria y el acatamiento de consignas.

Los sistemas de acceso restringido no favorecen que los sujetos actúen de forma individual e independiente en ningún ámbito. Fomentan, por el contrario, la creación de grupos compactos, cohesionados por una especie de ley de hierro. Es frecuente en España preguntar a qué bando pertenece cada uno, causando sorpresa e incredulidad esos extraños personajes que actúan libremente, sin consignas ni ataduras. Debido a que el mérito y el esfuerzo no se valoran en su justa medida, la adhesión al grupo constituye la vía más directa hacia el privilegio, el medio de arañar una porción adicional en el reparto de la tarta, ya que las facciones poseen mayor capacidad para la presión, incluida la amenaza, que el individuo aislado.

Los sistemas restringidos, basados en privilegios, tienden a la inestabilidad porque exacerban el conflicto social, el choque entre clanes, especialmente cuando se reducen los recursos a repartir. Cada grupo intenta conservar su parte incrementando una presión que, con frecuencia, se ejerce tras las bambalinas. Llevada al extremo, esta pugna puede desembocar en una fuerte discusión sobre las reglas del juego, abriendo así la puerta a un cambio de sistema… a menudo, por la puerta de atrás.

Pedir a los políticos, con tanta insistencia como ingenuidad, la correcta aplicación de las leyes es una buena vía para… deseperarse y caer en una profunda depresión. Mejor proponer las reformas capaces de modificar completamente los incentivos y de establecer sanos y casi automáticos controles sobre el poder. En definitiva, ajustar los pivotes para transformar radicalmente esas escurridizas instituciones informales a las que pocos prestan atención. No es sufuciente, ni mucho menos, más bien a la larga agravará los problemas, exigir un simple cambio de caras, de siglas o colores. Es necesario promover un cambio de reglas, actitudes y costumbres. La siniestra experiencia del sanchismo, si alguna vez llega a su fin, debe servir para ir más allá del simpe relevo, de un mero cambio de cromos. Debe animar un cambio radical para que ningún futuro Sánchez pueda de nuevo secuestrar a todo un país.