Merece la pena llamar la atención sobre la forma en la que se formulan los mensajes electorales porque creo que se pueden obtener algunos indicios que contribuyan a explicar la alteración del mapa político. Adelantaré mi impresión de que, en España, y no se trata de un fenómeno excepcional, se está produciendo una tendencia al empobrecimiento de los lenguajes, lo que facilita el éxito, al menos relativo, de posiciones muy livianas frente a situaciones tan complejas como las que nos afectan.
Empezaré con algunos términos y expresiones concretas que fijen su atención. Se dice, por ejemplo, que determinadas acciones suponen un guiño a alguien o por algo, o que se hacen gestos, y se adopta el postureo, que un candidato gira, o que un partido cualquiera reparte lo que fuere. Se trata de ejemplos tomados de la prensa de esta misma mañana, y aunque se pueda pensar que no hay nada malo en ellos, me parece que evidencian un cierto sesgo visual o de imagen, lo que, si añadimos el abundantísimo uso que se hace de las series de TV de moda para calificar a los políticos y a sus objetivos, nos muestra una tendencia nada inocente a reducir la política a espectáculo, a algo que requiere nuestra pasividad y asentimiento con una única libertad concebible, la de apagar el televisor.
Que la política tiene mucho de espectáculo, es indudable, pero dejarnos llevar por la tendencia a considerarla exclusivamente de ese modo es tan absurdo como si también considerásemos una representación el que alguien asalte nuestra vivienda, nos robe el coche o nos ponga una zancadilla. Estos últimos sucesos son, sin duda, espectáculos, en especial para el que no esté afectado directamente, pero para quien padeciese las acciones serían algo más grave que una distracción, serían agresiones violentas. No se puede enjuiciar la política desde el prisma visceral de la enemistad, pero tampoco podemos consentir que se nos presente como un espectáculo que requiera o promueva una actitud indiferente y pasiva.
Volver a hacer que la política sea y parezca respetable exige abandonar los tópicos y elevar el nivel de las propuestas, requiere respeto moral e intelectual a los ciudadanos, renunciar a manejarlos y aspirar a convencer
El lenguaje político puede servir para provocar ese distanciamiento y eso es lo que busca su degradación, lo que se consigue al reducir la política a gestos e imágenes, al vaciarla por completo de sentido critico y de respeto al buen discernimiento de los electores. Es lo que pasa, por poner un ejemplo de tipo distinto, cuando se reduce la democracia a votar, como han pretendido los supremacistas catalanes, ocultando con descaro dos pretensiones absolutamente falsas, la de que constituyen una mayoría y que, por eso, tienen derecho a imponer sin restricción alguna sus deseos y opiniones.
Volviendo al argumento principal, los electores tendríamos que oponernos con energía a que se quiera determinar nuestro voto con meros recursos verbales, a que se nos quiera reducir a unidades de voto que se cuentan y resuelven, cosa que se hace, por cierto, cada vez que se nos reclama el voto sin apenas explicaciones o como si el voto perteneciese al partido reclamante (el voto útil, que es una manera de tomar el rábano por las hojas), o pretendiendo la exclusividad de argumentos descalabrantes, como lo son, sin duda, los que pretenden el voto en nombre de objetivos que nadie tiene derecho a monopolizar tales como el bien común, la defensa de los derechos de todos, o de las mujeres, el patriotismo, la misma democracia, la unidad (de la derecha, de la izquierda, o de la propia España), y un buen número de proclamas similares que solo pretenden hacer que olvidemos el que quienes los usan no tienen en realidad nada concreto ni atractivo que ofrecernos, que no son capaces de ofrecer argumentos cuya consideración, con interés y detenimiento, merezca la pena.
Margareth Thatcher dijo en uno de sus más memorables discursos algo que convendría recordar: “Las elecciones son algo más que listas rivales de promesas diversas, si no lo fueran, apenas valdría la pena preservar la democracia”, es decir, que cuando no se emplean las elecciones para que los ciudadanos escojan inteligentemente los mejores argumentos, los políticos no se ganan decentemente el sueldo que les pagamos. No hacerlo así muestra a las claras un desprecio a la inteligencia de los votantes y un deseo inconfesable de manipulación y secuestro de su libertad política.
El mundo entero experimenta una propensión a agitar el escenario político, a descalificar a los políticos que tienden a instalarse en el conformismo y a confiar en que los electores no tengan otro remedio que votarles a ellos. Es evidente que esa tendencia puede hacer que aparezcan personajes que no merecerían mayor atención, promotores de demagogia y de antipolítica que ignoran que los problemas que nos afectan no pueden resolverse con simplezas, y algo de eso estamos viendo también en España. Tal peligro no es sustantivo ni autónomo, sino mera consecuencia de otros males, además de que, por desgracia, podría conducir a blanquear y disimular los errores de que se aprovecha.
Volver a hacer que la política sea y parezca respetable exige abandonar los tópicos y elevar el nivel de las propuestas, requiere respeto moral e intelectual a los ciudadanos, renunciar a manejarlos y aspirar a convencer, sin dar por hecho un asentimiento previo ni incurrir en el chantaje moral que supone presentar las elecciones como una opción entre el paraíso y el caos.
Cuando los partidos no son capaces de reconocer las razones por las que se ven abandonados por sus electores muestran hasta qué punto hacen bien sus electores en abandonarlos, y eso debieran pensar quienes han perdido, tanto en la derecha como en la izquierda, grandes porcentajes de votantes.
En España, tras décadas de un progreso económico y social indiscutible, que solo pueden negar los muy necios, muchos empiezan a preguntarse, a lo Conversación en la Catedral, “¿En qué momento se jodió el Perú?”, y es de temer que esa pregunta pueda apartarnos de lo verdaderamente importante, que no es esperar a lo que los políticos puedan hacer por nosotros para corregir el rumbo, sino el empeño ciudadano en hacer que la democracia y sus instituciones se conviertan en auténticos instrumentos de libertad, de prosperidad y de convivencia.
Contra lo que pueda parecer, hay muchas formas de hacerlo, y debiéramos empezar por exigir explicaciones menos tontas que las analogías con series de zombis y dragones, o con las palabras que pueden estar bien para un compadreo de fin de jornada, pero no bastan para explicar cómo es que quieren sacarnos unos cuantos miles de millones de euros más para “picos, palas y azadones”, porque ninguno de nuestros políticos en activo ha llevado a cabo, todavía, una hazaña medianamente comparable a la del Gran Capitán, así que debemos reclamarles respeto, que no insulten nuestra inteligencia y que aprendan, si es que no saben, a emplear un discurso educado, y a esgrimir las mejores razones que se les alcancen para conseguir nuestro asentimiento. Si no lo hacemos así, tendrán motivos más que suficientes para considerarnos tontos.
Foto: Atresmedia