Las elecciones del pasado 28-A han puesto de manifiesto la preferencia de la sociedad española por las ideas colectivistas y las recetas mágicas para acabar con las incertidumbres y riesgos vitales que todos tenemos que afrontar. Parece como si la izquierda conociera mejor la particular idiosincrasia del pueblo español, siempre dado a vivir en una especie de principio de esperanza utópica, en la línea marcada por pensadores marxistas como Ernst Bloch.

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Karl Marx en su obra económica más conocida, El Capital, recurre a la metáfora vampírica para describir el capitalismo como un vampiro económico que succiona la “plusvalía” de los trabajadores. El capital para Marx es puro trabajo muerto que se alimenta del ímpetu vital de los trabajadores. Así el pensador alemán describe muy literariamente la suerte de los trabajadores en el sistema de producción capitalista cuando dice lo siguiente: “el obrero no es ningún agente libre y su vampiro no cesa en su empeño, mientras quede […] una gota de sangre que chupar”.

Podemos invertir la metáfora marxista acudiendo a la historia del cine para entender esa fascinación-repulsión que ejercen las ideas comunistas en nuestras sociedades. La productora inglesa de películas Hammer reinventó el género de terror en los años 50 y 60, rescatando del olvido y actualizando los grandes mitos del género (el vampiro, el hombre lobo, Frankenstein…) dotándolos de mayor eficacia visual y de una estética más cercana a la nueva cultura popular, pero sobre todo recuperó la idea del miedo-fascinación-atracción hacia todo aquello que nos resulta repulsivo.

El símbolo que hace retroceder al comunismo es el principio de realidad, pero al igual que sólo el que cree puede blandir el crucifijo ante el vampiro con eficacia, sólo aquel que de verdad cree que lo imposible es imposible puede derrotar al comunismo

El vampiro es el arquetipo de lo prohibido, de lo transgresor, es el muerto viviente que nos arrebata la vida mortal con la promesa de la eterna felicidad de una vida inmortal. El comunismo actúa según la misma lógica del “Nosferatu”, es otro “gran muerto viviente“, el que también nos arrebata la insustancialidad de la existencia burguesa para conferirnos una existencia libre, en una sociedad sin clases. La “realidad” de la existencia en el “paraíso” socialista se asemeja bastante poco a lo descrito por la escatología marxista, pues se trata de una vida esclava y desgraciada, siempre  al servicio de la burocracia del partido único, en unas condiciones de desigualdad material mucho peores que aquellas que buscaba erradicar, sin embargo pese a todo sigue ejerciendo una fascinación increíble en nuestras sociedades.

El comunismo pretende acelerar la muerte del capitalismo para otorgar una vida “in-auténtica” en la propia muerte comunista. El  vampiro de la Hammer, como el comunismo, puede ser destruido pero nunca muere, siempre renace, encuentra nuevas formas de encarnación, nuevas criaturas en las que materializarse para seguir extendiendo su dominio sobre la muerte en la vida.

El comunismo, como el vampiro, siempre renace por el anhelo humano de trascender lo finito, lo mortal, por la necesidad de la utopía de trascender la finitud y la caducidad de lo natural, de todo lo creado e inventado, por el deseo insatisfecho de hacer lo posible de lo imposible, de cuestionar y cambiar lo dado. El comunismo, como el vampiro, cede ante aquello que sí tiene el poder de revertir las cosas a su orden natural, de hacer que lo muerto siga muerto y lo vivo siga vivo. De mantener por siempre separado lo natural y lo artificial. El crucifijo es el símbolo que hace presente al vampiro la realidad de que hay un único capaz de revertir su temporal poder sobre la muerte y su apariencia de vida. El símbolo que hace retroceder al comunismo es el principio de realidad, pero al igual que sólo el que cree puede blandir el crucifijo ante el vampiro con eficacia, sólo aquel que de verdad cree que lo imposible es imposible puede derrotar al comunismo. El que no cree en el poder destructor de la realidad sobre las utopías jamás puede derrotar el comunismo.

Esta visión metafórica de la “lucha” contra el poder seductor de las ideas del comunismo nos muestra la razón última del triunfo de las ideas colectivistas y del revanchismo social que anidan en los idearios de la nueva izquierda. Por un lado los liberal-conservadores han dejado de creer en la superioridad retórica de sus ideas y se conforman con permanecer cómodamente instalados en los márgenes de la corrección política y en el no cuestionamiento de la superioridad de las ideas colectivistas y en los numerosos “dogmas” que plantean los nuevos “ismos” de izquierdas. Hay otra pequeña parte, de liberales ultra-montanos, que vive instalada en su torre de marfil intelectual esperando el apocalipsis colectivista que instaure el reino anti-estatista en la tierra. Estos “liberales” académicos sufren una especie de “complejo de profeta Oseas“. Al igual que en el libro del antiguo testamento se incidía en que la fidelidad a Yahveh procedía de la experiencia del “desierto”, de la “cautividad” en la idolatría y en que la fidelidad a la alianza sólo provenía de la experiencia previa de la infidelidad en la alianza, los nuevos liberales académicos afirman que sólo el “populacho” renegará del pernicioso colectivismo cuando haya experimentado sus tóxicos efectos en el tejido social.

Daniel Bell, uno de los sociólogos del capitalismo más importantes del siglo XX, apuntaba a una contradicción esencial en el seno del capitalismo. Según él, cualquier sistema social puede ser estudiado en función de las relaciones entre tres marcos conceptuales. El marco económico-productivo, el institucional y el moral-cultural. En el capitalismo habría una contradicción esencial entre el marco económico que exige la eficiencia, lo que conlleva una ética de la responsabilidad y del trabajo (Weber) y la esfera moral-cultural, que en el tardío capitalismo está dominada por tendencias hedonistas y aquellas que tienden a diluir la responsabilidad individual en formas de responsabilidad colectiva, propias de una infantilización creciente de la sociedad.

De ahí que las crisis del capitalismo se deriven fundamentalmente de una pérdida de valores, como la crisis de la cultura del esfuerzo o de la responsabilidad individual. El Estado puede y debe garantizar una igualdad de oportunidades pero nunca podrá, por ser contrario a la naturaleza humana, garantizar una igualdad de resultados.

Esta pérdida de valores habría favorecido el surgimiento de una nueva generación de gente joven que, como los enragés de la revolución francesa, reclaman su derecho a la “igualdad de goces”, sin tener presente que como decía George Bernard Shaw “las revoluciones nunca han aligerado el peso de las tiranías, tan sólo las han cambiado de hombros”.

De nada sirven razonamientos apodícticos en la política, donde rigen verdades puramente retóricas. Entre dos regímenes heterogéneos de discurso político rige una regla de inconmensurabilidad (Lyotard). No hay una «regla universal» que determine un a priori de la verdad o falsedad de un juicio político. Las supuestas «verdades» políticas son puras verdades retóricas que se basan en la regla de la persuasión de la mayoría. Esto lo saben bien en la nueva izquierda. Apelar a las emociones más primarias, al deseo insatisfecho de utopía, es una estrategia política mucho más efectiva, que el discurso político basado en el razonamiento apodíctico. Nuestra herencia filogenética lo demuestra. El etólogo Frans de Waal, en su obra La política de los Chimpancés, ya demostró el poder de la manipulación emocional para condicionar el comportamiento político de los primates. También las modernas investigaciones sobre las llamadas neuronas espejo y su papel en el desarrollo de actitudes empáticas son otro de los campos de investigación de la llamada neuropolítica. La izquierda apela más y mejor al sentimiento de empatía, que una derecha que se presenta ante la sociedad más fría, arrogante e insolidaria.

Regis Debray en su célebre obra Crítica de la razón política analiza los paralogismos de la razón política en su búsqueda incesante de la utopía política. Para el pensador francés la razón política busca trascender los límites de lo institucionalmente constituido para plantear lo abiertamente imposible, lo puramente utópico. Esa es la razón última de que todo proceso revolucionario esté abocado al fracaso, pues la razón política siempre persigue una utopía mayor que le lleve más allá de toda inevitable institucionalización de lo político. Esta idea de lo político como búsqueda incesante de lo utópico, de realización de lo imposible y cuestionamiento permanente de todo orden social, económico o político dado es el eje fundamental sobre el que se construye el discurso populista.

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Carlos Barrio
Estudié derecho y filosofía. Me defino como un heterodoxo convencido y practicante. He intentado hacer de mi vida una lucha infatigable contra el dogmatismo y la corrección política. He ejercido como crítico de cine y articulista para diversos medios como Libertad Digital, Bolsamania o IndieNYC.