Quienes defendemos que la política es algo más que acción, que requiere reflexión, pensamiento, solemos coincidir en que la democracia precisa de los partidos políticos, pero que los partidos no pueden llegar a creerse que la esencia de la democracia se encarna en ellos, mucho más cuando los partidos, como suele suceder, se convierten en pequeñas mafias que se establecen y configuran alrededor de un bunker central en el que campea solitaria la voluntad del líder.

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En la Constitución Española, tan pronto como en el Artículo 6, se afirma de los partidos que “su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos” lo que puede considerarse como un desiderátum puesto que nadie se ha detenido a precisar mínimamente en qué habría de consistir esa democracia y en qué podría considerarse un atentado a esa idea tan sucintamente expresada. Pese a eso existen sentencias judiciales que aprecian atentados contra ese principio, lo sé bien porque tuve la oportunidad de ganar un juicio a un partido que ya no existe, me refiero al CDS, basándome en una elemental falta de respeto a los derechos que se derivan lógicamente de un enunciado tan nítido.

Sólo les preocupa la victoria y la urgencia por derrotar al enemigo. Para darse prisa se rodean de expertos, que lo son porque ellos se lo llaman, leen encuestas que les hacen, normalmente para que estén contentos y sigan contratando servicios tan esenciales

Sea como fuere, no es fácil precisar en qué debiera consistir un mínimo de democracia que hubiese de ser respetada bajo pena legal. De hecho, las fuerzas políticas no han tenido el menor interés en clarificar este asunto y parecen conformarse con que tenga una vigencia gaseosa porque defienden con fiereza que nadie se meta en sus asuntos internos, tampoco los jueces, faltaría más.

Pero lo de asuntos internos, aparte de sonar mal porque esa expresión se emplea en las películas americanas para referirse a los delitos cometidos por quienes tienen que combatirlos, refiere inmediatamente a falta de transparencia, a situaciones en la que se pueden hacer cosas que no se quiere que sepa nadie. En España nos hemos acostumbrado, tras el paréntesis de fuerte pluralismo y libertad interna que existió en la UCD y en el primer PSOE a situaciones que ahora vivimos como si fueran normales, por ejemplo, que Pedro Sánchez nombre a los candidatos a las elecciones regionales o a que Santiago Abascal expulse del comité ejecutivo de Vox a Javier Ortega Smith aprovechando que estamos en tiempo navideño. Y es grave que eso lo puedan hacer casi a la luz del día porque eso significa que hemos admitido que el poder del líder del partido es omnímodo, que tiene poderes similares a los que tuvo Franco sólo que, por fortuna, únicamente dentro de su partido.

Lo que ha facilitado esta situación es que la política se reduzca cada vez más a una guerra de trincheras en la que se practica sin el menor rebozo la idea totalitaria de que sólo se puede ser amigo, y esos los elige el que manda, o enemigo, que son todos los demás, en especial aquellos que el que manda decida arrojar a la puñetera calle como hizo Rajoy, tan suave él, cuando decidió, sólo o con ayuda de otros, que en el PP no cabían ni conservadores ni liberales. No debiera extrañar que con esa extraña política interior perdiera millones de votos que, por cierto, todavía no ha recuperado del todo el PP.  Es curioso que este partido mantenga a Rajoy como una figura de referencia, como si la marina italiana nombrase almirante de honor a Francesco Schettino, el capitán del crucero Costa Concordia, que naufragó en 2012 frente a la isla de Giglio, y abandonó el barco a su suerte.

Lo que es un juego entre amigos y enemigos es la guerra, esa cosa tan romántica que algunos quieren llevar a la cultura, pero no la política que exige acuerdos y entendimientos porque se entiende que unos y otros procuran, con ideas distintas y programas contrapuestos, el bien, el progreso y la paz en las sociedades plurales y diversas en las que ahora vivimos. Pues bien, el primer resultado de que no haya ninguna especie de democracia interna, de que no se respete la libertad de juicio y expresión de los miembros del partido, es que los líderes se aíslan cada vez más de los problemas reales de los ciudadanos porque no son capaces de escuchar y no prestan la menor atención a lo que piensan, sienten y desean sus afiliados.

Sólo les preocupa la victoria y la urgencia por derrotar al enemigo. Para darse prisa se rodean de expertos, que lo son porque ellos se lo llaman, leen encuestas que les hacen, normalmente para que estén contentos y sigan contratando servicios tan esenciales; además, por lo común,  se refugian en sanedrines cada vez menores, casi siempre formados por una mezcla aleatoria de aduladores y guerrilleros y, naturalmente cada vez sienten menos interés por lo que puedan pensar y querer los que se han apuntado al partido con el ánimo de trabajar honradamente por el progreso de España, que los hay pero suelen contar muy poco.

¿Qué es entonces la democracia interna? Pues el conjunto de mecanismos que permitirían lo contrario de esta reducción de los partidos a camarillas secuestradas por un líder mediocre. Mecanismos que permitirían lo que de modo ingenuo declara la Constitución en ese mismo artículo 6, que se pueda expresar el pluralismo político, que la estructura del partido contribuya decisivamente a la formación y manifestación de la voluntad popular de modo que los partidos sean instrumentos fundamentales para la participación política, no, por tanto, para reducir la política a las ocurrencias de los líderes y sus asesores o a la búsqueda permanente de los medios, más imaginarios que efectivos, que permitan destruir al adversario sin necesidad de hacer ninguna propuesta que no sea una bravata ridícula.

A eso se llega con los años, no es un camino fácil ni tiene una fórmula jurídica simple, pero hay que acabar consiguiendo lo que ocurre de manera normal en los grandes partidos de Europa en los que el cambio de liderazgo no significa un aquelarre existencial y en los que son los de abajo los que eligen a los de arriba y no al revés como ahora sucede entre nosotros con demasiada frecuencia.

En España se ha utilizado fraudulentamente el ejemplo de la UCD para sugerir que un partido dividido es un partido que va al desastre cuando no es exactamente así, en primer lugar porque la UCD tuvo que inmolarse para permitir que el guion de la transición culminase con el éxito del PSOE que el monarca entendía, no sin motivos, que sería necesario para legitimar definitivamente la recién nacida democracia y la propia monarquía, pero, en segundo lugar, porque nada exige que el pluralismo interno de los partidos signifique división ya que puede permitir el debate civilizado y el pacto entre caballeros que son los ingredientes morales indispensables en la democracia liberal.

Como decía recientemente Nick Clegg,el liberalismo es creer que la ciencia, la razón y la evidencia pueden y deben ser un motor de las decisiones políticas” y si eso no sucede primero en el seno de los partidos, en los que se agrupan personas que comparten mucho más que lo que los separa, no sucederá nunca en la vida política que se verá llevada, se quiera o no, a la confrontación y a la contienda.

En España tal vez cometimos el error de creer que la democracia consistía en un conjunto de leyes y normas que podíamos copiar de otros países que considerábamos modelo, pero tras casi medio siglo tendríamos que caer en la cuenta de que es imposible hacer una democracia mínimamente atractiva y capaz de hacer progresar a nuestra Nación si no contamos con unos partidos que se tomen en serio practicar con un mínimo de exigencia  aquello que dicen defender.

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web