He conocido a muchas personas que piensan que un politoxicómano que tira su vida a la basura por las drogas, un asesino o un pederasta, pierden toda su dignidad. Justifican que haciendo lo que hacen, les dan asco hasta el punto de agitar sus entrañas e inspirarles ganas de otorgarles auténticas palizas. Acaban concluyendo: “no son seres humanos, son monstruos”.

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Tal vez una de las leyendas urbanas más extendidas en la historia es la existencia de seres humanoides, seres que se parecen a humanos pero que no lo son y enmascaran conductas abyectas, asquerosas o temibles (algo así como la invasión de los ultracuerpos). Rorty los clasificó, analizando el conflicto serbio, como pseudohumanos. La moraleja es que han de ser desde echados o encerrados a exterminados. En ese “saco” hemos encontrado, históricamente, a negros, homosexuales, mujeres, judíos, gitanos, musulmanes, cristianos, herejes, bereberes, turcos, armenios, indios, chiíes, comunistas, liberales, disidentes, chinos, también blancos… Básicamente toda la humanidad, en algún momento de su historia, se hubiera matado a sí misma con sus lógicas monstruosas (nunca mejor dicho). Pero ahí aparece la dignidad, el valor supremo, sustentado en el sentimiento de humanidad (Hume) que todos compartimos y nos hace ser iguales y libres a la vez.

Es difícil poner fin al ímpetu de buscar esencias o naturalezas positivas (racionalidad, dignidad) que definan, hacia la eternidad, al ser humano

No seré yo quien haga el diagnóstico de película de terror sobre quién es el monstruo del slasher que a cada cual le toca vivir. Somos prolijos en encontrar justificaciones para hacer daño, pero también para no hacerlo. Nos mueve la utilidad de la conducta, y si no la practicamos, es porque nuestra preferencia temporal se extiende al largo plazo porque esperamos un beneficio mayor que del presente. Ahí entra en juego la imaginación y la sugestión: pensar que no todo se basa en lo útil, porque el ser humano siente o ve un “algo más” en las cosas que le empujan a dar más de lo debido.

La verdad no se autoafirma en las relaciones humanas; un skinhead patea la cabeza de un africano y la dignidad no detiene la barbarie por sí sola. No tenemos el deseo de estar en la verdad per se, sino de justificar nuestras creencias en un auditorio social para manipular sus escenarios sentimentales y sacar rédito. Habría un valor supremo si hubiera una cosa (Dios, Tribunal de la Verdad) a la que considerar la justificación última. Lo primero es fe, y lo segundo, jurisprudencia. Ambas cierran filas con verdades procesales: en el itinerario de razonamientos llega un momento en el que te tienes que conformar con lo que hay y parar. Algo así como ver a una tribu ignota que detiene a uno de sus miembros de matar a otro no por el respeto a la vida o la fraternidad, sino para ahorrarse el trabajo de limpieza de después; no se les puede pedir más, funciona.

En el ámbito de las ciencias naturales, la medición y continuidad de los objetos de estudio permiten una consolidación más certera. En las ciencias sociales, el largo tiempo de evolución de las especies darwiniana se reduce increíblemente en la evolución de las ideas.

Ni podemos saber todo de Dios, ni un Tribunal puede versar sobre la Verdad, pues la información no es tan generosa como para presentarse transparente, objetiva y plena desde perspectivas que aún no conocemos. Es difícil poner fin al ímpetu de buscar esencias o naturalezas positivas (racionalidad, dignidad) que definan, hacia la eternidad, al ser humano. Algunos doctos en la materia afirman que la dignidad es el derecho y obligación de cada uno de los individuos de desarrollarse a sí mismo como persona y la obligación hacia los demás de contribuir a su libre e igual desarrollo como personas. La dignidad fundamenta a todo el sistema de derechos reconocidos: el libre desarrollo de la personalidad, tener una vivienda digna, libertad económica, morir, seguridad social, no ser espiado o no recibir insultos discriminatorios, entra en su ámbito valorativo. Cuando tantas cosas caben, se corre el riesgo de que aprieten. Lo cierto es que si es así, no existe otra cualidad en el mundo más vulnerada que la dignidad; más bien parecería que la esencia humana es fastidiarla. Se expone a la dignidad como el atributo común o esencia del ser humano, pero su vulneración diaria debería serlo también bajo mismos parámetros.

Sinceramente enunciar un abstracto derecho a la dignidad no es ni bueno ni malo, ni tampoco una herramienta burguesa que hace peligrar el bienestar proletario pues enmascara con eufemismos un sistema de real dominación, ni una weasel word diseñada por el feminismo woke. Considero que lo que ha de preocuparnos es si sirve para algo. Para aprobar un examen de teología o iusnaturalismo avanzado sin duda es útil. ¿Sirve para más? La respuesta, así pienso, es afirmativa.

No es conveniente perder el tiempo en tratar de justificar el porqué los derechos humanos o las verdades intangibles son y están. En tanto ideas que son, su diagnóstico comparte la frustración de escayolar a un fantasma. Hay que centrarse en si sirven para algo. Podemos afirmar que sí; pueden suponer el mayor beneficio para el mayor número pues incentivan una acción grata para ese número, y con la herencia de lo que nos ha tocado vivir, no parecen haber mejores opciones. Puede que resulte algo antiestético o poco fundamentador defender los derechos humanos porque puedan añadir, siquiera algo más de luz, que de no estar; como cuando alguien con las manos ocupadas te pide ayuda para abrir una puerta, pero no por ser tú, sino porque eres el único que está ahí. Esto no proclama al bien común como el valor supremo resultante. Nos es útil ser útiles, hasta que no nos haga falta.

La dignidad es útil, suma al servilismo social de no hacer daño; o al menos, sea más difícil. Podemos servirnos de ella sin saber qué es; y para el ámbito jurídico, desde mi opinión, queda bastante lejana la respuesta a esa pregunta que solo encuentra su acción e incentivo en el mismo conflicto generado en lo práctico. Me recuerda a una parte de Autobiografía de Stuart Mill, a la que también mencionó Bertrand Russell en su Por qué no soy cristiano, cuando hablando de Dios recuerda la opinión hindú de que el mundo se encuentra encima de un elefante, y el elefante sobre una tortuga, y ante la pregunta ¿y la tortuga sobre qué descansa? se respondía con otra: ¿y si cambiásemos de tema? Podemos, aquí, concluir de manera parecida. Eso de la dignidad está muy bien y hay que perseguirlo, sin duda es algo que está dentro de todos aunque no sepamos en qué parte, y su defensa, en un sentido pragmático, nos ha ofrecido un periodo de estabilidad como nunca antes; pero no hagan más preguntas sobre eso de la dignidad.

Foto: Jakob Owens.


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Luis García-Chico
Luis García-Chico es un pensador y jurista español, con más de diez años de experiencia en el estudio de la mentira como línea de investigación en los campos del derecho, economía, filosofía y psicología. Autor de «Teoría de la mentira» (2022) y «Dios miente. Sobre la capacidad de Dios para mentir y engañar» (2023)..