Antonio Machado advirtió en uno de sus apócrifos sobre los riesgos culturales de la termodinámica, esto es, sobre los inconvenientes que conllevaría la extensión difusa de bienes exquisitos o de verdades de difícil comprensión. Cualquiera puede hablar hoy en día sobre informática, genética, inflación, la paradoja de Russell o la música dodecafónica sin tener demasiada idea del caso, porque el nivel de conocimiento existente en el plano de la opinión pública sobre esos asuntos es inversamente proporcional a la expansión del uso de los términos con que se habla de ellos.

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Sin negar las ventajas que pueda representar una cierta democratización del saber, parece poco prudente olvidar los serios inconvenientes que acarrea. Un derivado de todo este asunto es, aunque a primera vista no se advierta, el mercadeo de títulos universitarios, cada vez, sin duda, de peor calidad.

Los mercados actúan extendiendo bienes y abaratando su costo, y esa es su enorme ventaja sobre otras formas de distribución que no consiguen, pese a su supuesta racionalidad, ni lo uno ni lo otro. Al actuar de ese modo, los mercados prestan un servicio impagable, pero, en determinados casos, pueden generar daños colaterales, precisamente cuando mercadean con productos y ofertas que no debieran estar al alcance de la moneda común.

Nadie compraría una ejemplaridad que hubiese perdido su calidad esencial

Para poner un ejemplo sencillo, pongamos que quisiéramos vender “ejemplaridad” y que, para hacerlo, definimos unos caracteres del caso que se van a aplicar sin muchas precauciones y con afán de lograr un superventas…, resulta evidente que lo que acabaríamos vendiendo no sería nada especialmente ejemplar. Una objeción, optimista, que se le pude hacer al ejemplo es que, además de inverosímil (no del todo, porque hay quien vende “ejemplaridad”, y lo hace bien) es que nadie compraría una ejemplaridad que hubiese perdido su calidad esencial. Desgraciadamente, la objeción olvida que lo que realmente vende, en un inmenso número de casos, es la marca, el envoltorio, sin que realmente importe demasiado la calidad intrínseca de lo que se mercadea.

En el caso de los títulos académicos que tanto están dando que hablar en España, estamos asistiendo a un ejemplo paradigmático de corrupción institucional en la medida en que resulta perfectamente posible, como se ha estado viendo, “vender” un título universitario y dar toda clase de facilidades para su “compra”. Ahora bien, este mercadeo olvida lo esencial, que el título debiera tener valor no por lo que meramente es, sino por lo que realmente tendría que representar.

Un título de medicina no hace médico al poseedor, si este no se ha hecho previamente acreedor a ese reconocimiento, es decir que es un título que no se puede vender, sino que se reconoce a quien posee ciertos saberes que sólo se pueden adquirir en determinados lugares, tras años de estudio, con enorme esfuerzo y, normalmente, en dura competencia con iguales para destacar.

Las universidades garantizaban que eso había sido así, y en prueba de ello otorgaban el preciado título. Por lo que llevamos visto y oído, es evidente que muchas universidades, y casi todos los forúnculos universitarios surgidos en su entorno, han puesto la carreta delante de los bueyes y han vendido títulos, sencillamente, al que se los pagaba.

Muchas universidades han puesto la carreta delante de los bueyes y han vendido títulos, sencillamente, al que se los pagaba

Esta perversión ha resultado especialmente hacedera en un contexto en el que los títulos no se evalúan por su procedencia o por los méritos de quien los otorga, sino que se valoran, exclusivamente, por su “oficialidad”, esto es porque existe un sistema legal que autoriza a determinadas instituciones, públicas y privadas, y a determinadas personas a otorgar esos títulos oficiales más allá de cualquier control, en virtud de la autonomía que la ley ha concedido a las universidades y del visto bueno de las instituciones públicas surgidas de esas mismas universidades que se pretende controlar.

Esta igualación legal de los títulos universitarios, procedan de donde procedan, ha resultado ser un salvoconducto a la arbitrariedad más descarada y el sistema universitario, en su conjunto, no ha dado ninguna muestra de querer acabar con los abusos, seguramente porque, como decía Ortega, a propósito precisamente de la reforma de la Universidad hace ya casi cien años, son los usos lo que realmente debiera preocupar, y los de nuestras universidades son, por lo general, de un bajísimo nivel, de forma que la gran parte de la Universidad española, preocupada en crecer y alimentarse, no ha sabido ocuparse, hasta la fecha, de sus dolencias crónicas, de su bajura.

España tiene empresas, bancos, deportistas, y un largo etcétera de personas e instituciones de nivel internacional, pero, salvo los Institutos de empresa privados que, hasta ahora, habían mantenido un nivel muy alto, no tenemos universidades de prestigio capaces de atraer el talento ni de los mejores profesores ni de los mejores alumnos en un mercado mundial cada vez más competitivo y exigente.

Que los títulos valgan al margen de su verdadero valor académico constituye una estafa

En este contexto nos escandaliza el abuso de unos cuantos, bien está, pero debiera preocuparnos, sobre todo, el estado común que tolera, y de algún modo promueve, lo que nos indigna. Que los títulos valgan al margen de su verdadero valor académico constituye una estafa, en primer lugar, para quienes se esfuerzan en conseguirlos, esas legiones de estudiantes que, al cabo, nada han aprendido, a los que nadie ha exigido esfuerzo ni estudio ni lecturas, a los que jamás se ha suspendido nunca, como sucede de hecho en la inmensa mayoría de los nuevos másteres, porque se afirma que suspender es regresivo y antisocial, pero es una estafa también para el conjunto de los ciudadanos a los que se engaña haciendo ver que hay una carretera donde solo hay un cartel que lo proclama.

Claro es que los viajeros se quejarían de la estafa, pero los titulados que saben bien que les han tomado el pelo se quejan menos porque no tienen necesidad de añadir escarnio a la burla de que han sido objeto, mientras otros exhiben títulos de pacotilla para hacernos creer que atesoran méritos ocultos, que son más de lo que parecen.

En el fondo de toda esta miserable engañifa hay unos sinvergüenzas disfrazados de sabios, pero lo preocupante es que los pocos sabios que efectivamente tenemos se dejen gobernar por estos fantasmas que acumulan sexenios de investigación sin saber de nada, o que escriben artículos en revistas supuestamente reputadas que han copiado de manuales de la asignatura, y eso es exactamente lo que pasa y seguirá ocurriendo hasta que el océano de mediocridad y fraude nos ahogue a todos.

Conseguir mercados más abiertos y mayor ejemplaridad es el único camino para recuperar el retraso considerable de las universidades españolas

La Universidad tiene que procurarse dosis masivas de ejemplaridad, pero será muy difícil que lo haga mientras subsistan instituciones que, por aludir a un ejemplo clamoroso, han negado el acceso a las tesis doctorales que aprueban aludiendo a un pretendido derecho del autor, algo así como si un periódico prohibiese leer sus noticias para preservar el derecho de las fuentes, queriendo ocultar, al menos les queda ese margen de decencia intelectual, que han concedido el grado de doctor a papeles que apenas superarían el nivel que una universidad seria establece para los trabajos de los alumnos principiantes.

Conseguir mercados más abiertos y mayor ejemplaridad es el único camino para recuperar, en un plazo no demasiado largo, el retraso considerable de las universidades españolas respecto a las de los países avanzados. Ello exigirá que las universidades dejen de vender oficialidad y otorguen sus títulos propios, aunque luego se hagan necesarios, en determinados casos, exámenes de colegios profesionales o certificados de entidades independientes. El resto se reducirá a las consabidas maniobras en la oscuridad para que sigan mangoneando los que conocen de verdad el paño, y controlan el acceso a los puentes de mando que mantienen tanta inmundicia.

Foto: Good Free Photos


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web