El tren con destino a una ciudad ubicada en las afueras de Madrid detuvo su marcha repentinamente. Un pequeño grupo de pasajeros se agolpó a las puertas de la cabina del conductor. Algo sucedía, pero nadie advertía qué.

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Con el paso de los minutos, el clima pasó de amable sorpresa a flagrante indignación. Agobiado por la situación, el maquinista abrió la puerta de su habitáculo e invocó los favores de “un psicólogo o algún médico”. Fue entonces cuando quedó en evidencia el motivo de la súbita detención ferroviaria: un individuo de aspecto veraniego (gafas de sol y vestuario al tono, incluidos) reflexionaba recostado sobre la vía, sin intención aparente de moverse.

La anécdota concluyó diez minutos después. La aparición de tres agentes de policía y otros tantos paramédicos provocó la reacción del hombre quien, no sin cierta dignidad, se incorporó y se dirigió hacia las afueras de la vía férrea. Aquí quedaría la historia (uno de tantos contratiempos en la vorágine diaria), de no ser por dos fenómenos interesantes (y, podría decirse, contradictorios) que acontecieron simultáneamente en el interior de la formación ferroviaria estacionada en contra de la voluntad de sus pasajeros.

En el clímax de la situación, un grupo de personas comenzó a insultar al obstáculo humano. Utilizaban expresiones como “menudo hijoputa” o “si yo le contara mis problemas a ese cabrón”, “písalo, hombre, embístelo de una vez”, entre otras lindezas semejantes. Los ocupantes del tren priorizaban, en apareciencia, sus intereses individuales sobre la situación (¿y el drama?) personal del ser humano que obstruía el viaje. Obviamente (¿obviamente?), a nadie le importaba si la persona en cuestión estaba atravesando una etapa personal trágica o si padecía alguna enfermedad. Era descartable pensar que alguien se sentaría en una vía ferroviaria para solazarse en la contemplación del paisaje.

Aliados espontáneos y coyunturales

Por otra parte y paradójicamente, desde hace tiempo advierto, con cierta ingenua ilusión, que cualquier fenómeno perturbador del normal desarrollo de la rutina urbana convierte a todos los participantes en aliados circunstanciales. Personas a las que no dirigiríamos la palabra mutan en nuestros cómplices para una situación coyuntural. No estoy hablando del vuelo 93 de United Airlines (en el que los pasajeros se enfrentaron a varios miembros de Al-Qaeda y frustraron sus aviesas intenciones), ni mucho menos.

Cualquier fenómeno perturbador del normal desarrollo de la rutina urbana convierte a todos los participantes en aliados circunstanciales

Como ejemplo básico (y un tanto frívolo), imagine usted, lector, el cruce peatonal en cualquier avenida. La masa que aguarda el cambio en las luces del semáforo se metamorfosea súbitamente en un grupo organizado y preparado para lo que sea. Unos boinas verdes del asfalto. Recuerde qué pasa cuando la luz muda a verde: usted mirará a su alrededor y, al enfrentarse a los ojos de los demás, pensará, con la determinación de un infante de marina en Normandía: “Vamos. Es nuestro momento”. Todos cruzarán en buen orden y con la cabeza en alto, como si de un triunfo ludita frente a los automóviles asesinos se tratase.

En el caso del tren de marras, la momentánea detención provocó un importante cambio en la mentalidad colectiva de los pasajeros: los aislantes electrónicos desaparecieron de las orejas, se iniciaron conversaciones, se intercambiaron ideas, se habló del Mundial de Fútbol y una señora de edad provecta compartió fotografías de sus nietos con el resto del pasaje.

Desaparición de la organización voluntaria

Creo que ahí está la clave de muchos de nuestros dramas y crisis actuales. La desaparición de asociaciones civiles, clubes, agrupaciones de lo que sea y, en definitiva, de cualquier tipo de convocatoria que congregue libremente a las personas va por ese camino.

Ciertos medios masivos de comunicación creen (o, al menos, intentan hacer creer) que la ruptura de los lazos sociales se debe a un pretendido liberalismo individualista. Paradójicamente, hablamos de los mismos medios que fomentan el consumismo, el éxito fácil y el sálvese quien pueda.

La ruptura de lazos sociales no se debe al liberalismo individualista, como pretenden hacer creer, pues este favorece y estimula las relaciones entre las personas

El principal error de la tesis antedicha es pensar que el liberalismo se opone o busca romper los lazos entre las personas. Nada más lejos. Si a algo se opone la filosofía liberal es a la desaparición del individuo (y de los grupos de individuos) en manos del Estado. Nada dice de las relaciones (de afecto, de conveniencia y anda máis) entre las personas; de hecho, las estimula y favorece.

Nada teme más el sistema de pensamiento único reinante que la libre asociación de individuos pensantes que velen por (y defiendan) sus propios intereses. Créame, amigo lector: la salvación será colectiva… o no será.

Foto de Sai Kiran Anagani


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Eduardo Fort
Soy Porteño, es decir, de Buenos Aires. Escéptico, pero curioso. Defensor de la libertad -cuando hace falta- y de la vitalidad de las Ciencias Sociales. Amante del cine, la literatura, la música y el fútbol. Creo en Clint Eastwood, Johan Cruyff y Jorge Luis Borges. Soy licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid y colaboré -e intento colaborar- en todo medio de comunicación donde la incorrección política sea la norma.