Me parece que se atribuye a Marcelino Camacho el deseo de heredar los sindicatos del franquismo… con los ascensores funcionando. Se podría decir que el deseo de Camacho no se cumplió en su literalidad, pero hay mucho del sindicalismo franquista que se ha enquistado en la cultura política de la democracia de 1978, y no solo en los sindicatos.

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Por sindicalismo entiendo aquí la política que consiste en proclamar el derecho de un grupo organizado para hablar en nombre de todos aquellos a los que ese grupo dice representar, sea ello cierto o no, que no lo es las más de las veces, y si fuera solo eso tal vez resultara soportable, pero el sindicalismo nacional exige y suele obtener mucho más.

Un sistema dominado por sindicatos y líderes exige jibarizar la democracia hasta su tamaño más diminuto y por eso no es de extrañar, por ejemplo, que el nuevo líder del PP haya anunciado la creación de una oficina del presidente que le asesorará a él en persona sobre las cuestiones que tenga a bien someter al criterio de un grupo tan selecto de expertos

El primer perjudicado de esa poderosa sindicalización es el Parlamento que, casi por arte de birlibirloque, se ve privado de cualquier competencia sobre las leyes que afecten a aquellos asuntos que cualquiera de los sindicatos existentes declara de su completa responsabilidad e incumbencia. Piénsese, por ejemplo, en las leyes laborales en las que “empresarios” (que se supone representan a todos los que lo son) y “sindicatos” (que se supone representan a todos los trabajadores) han conseguido una exclusiva para su elaboración dejando para el legislativo la honrosa tarea de consagrar los acuerdos adoptados sin mover una coma. El Gobierno suele reservarse en esta extraña ceremonia un papel como de relaciones públicas o de conseguidor invitando a las partes a que se entiendan y armonicen sus pretensiones, brillante papel, por cierto.

La vida política está, en general, muy sindicalizada, y así sucede que cualquier acuerdo sobre el régimen autonómico (en especial si de Cataluña o del País Vasco se trata) se reserva a conversaciones bilaterales de los “afectados” (como si a los demás no nos fuese nada en tal asunto), el Gobierno nacional, por un lado, y el de la Comunidad Autónoma por otro y si no… nos enfadamos, suelen decir, o más bien hacer, los correspondientes barandas regionales. Ni que decir tiene que este sindicalismo especial excita muy mucho las pretensiones de otras Comunidades hasta que lo que estas logran irrita a las que se pretenden excepcionales y vuelta a empezar: el motor perpetuo es imposible en Física, pero en la política española resulta ser un juego de niños.

Hay procesos sindicales que están muy jerarquizados cosa natural en una cultura política en la que el de arriba siempre controla a los de abajo y no es jamás controlado por ellos, Dios nos libre. Así, en la reciente huelga del transporte hemos visto como una mesa sectorial alcanzaba acuerdos que no satisfacían en absoluto a los que conducían los camiones, gente incivil que cree tener derecho a opinar en lo que concierne a sus asuntos, gravísimo error que atenta contra la esencia misma del sindicalismo que consiste en lo contrario, a saber, en que los representantes le dicen a los representados en qué les puede apretar el zapato y en qué no y cuál es el único remedio posible de su malestar: hacerles caso y no rechistar.

El sindicalismo es una fuente constante de inspiración de la vida política española y su influencia no deja de crecer. En la reciente pandemia hemos visto la importancia que se daba a un sindicato, digamos, universal cual es el de los expertos gente que se ha mostrado capaz de servir lo mismo para un roto que para un descosido y, en la práctica, sumamente aplicados en recomendar una medida y su contraria sin experimentar ninguna especie de rubor. Los expertos han conquistado muchas posiciones, pero pretenden, nada menos, que hablar en nombre de la ciencia y ser los únicos a los que se puede recurrir a la hora de las grandes decisiones sobre la salud, el clima, la crisis económica o la educación, es decir que la política entera quedaría en sus manos.

El desprestigio de la clase política y la sumisión del poder legislativo a la voluntad del ejecutivo está llegando tan lejos que ya no nos produce la menor inquietud que el Parlamento sea privado de hecho de sus funciones esenciales con motivo de una larga pandemia y que eso sea por completo contrario a la Constitución como, por fortuna y aunque resulte inane, ha reconocido el Tribunal Constitucional. El Gobierno de Pedro Sánchez es el Gobierno a las órdenes de Pedro Sánchez con un ligero derecho al pataleo de sus componentes más heteróclitos. Aquí en lugar de un sindicato tenemos a un líder lo que confirma otro de los curiosos rasgos de nuestra cultura política, el que manda lo manda todo y los demás a callar, que la Constitución está llena de buenos deseos, pero no es realista.

Un sistema dominado por sindicatos y líderes exige jibarizar la democracia hasta su tamaño más diminuto y por eso no es de extrañar, por ejemplo, que el nuevo líder del PP haya anunciado la creación de una oficina del presidente que le asesorará a él en persona sobre las cuestiones que tenga a bien someter al criterio de un grupo tan selecto de expertos. Los partidos, ya se sabe, están para aplaudir, misión esencialísima que la CE del 78 olvidó incluir entre sus funciones principales. Ese texto dice que “los partidos políticos… concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”, tal vez porque en 1978 nadie había reparado en la esencialísima importancia de los expertos sindicados.

El Parlamento está desprestigiado porque entre expertos y sindicatos no hay nada de que hablar, y menos en público, cosa en la que Sánchez es un meritísimo ejemplo, a ver sino en qué habría quedado su solución para el Sahara si hubiese tenido que debatir con parlamentarios nada enterados de asuntos tan complejos y caer en el riesgo de desoír a expertos tan acreditados como Moratinos o Zapatero, por no citar sino a los más eminentes.

Si un marciano bajase a Gea e hiciese un informe sobre la cultura política imperante en la España de 2022 es muy probable que le llamase bastante la atención el contraste entre las abismales distancias morales y políticas que se proclaman con el franquismo en medio de rotundas e indignadas condenas y la extraña vigencia de muchas de las fórmulas de aquella proclamada democracia orgánica. Con perdón por el atrevimiento, pero la verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero, aunque el porquero sindicado, suela torcer el gesto, muy disgustado, siempre que se lo recuerdan.

Foto: La Moncloa – Gobierno de España.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web