Recuerdo el día en que vez crucé por primera la puerta de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense. Entonces se encontraba en un modesto edificio que lindaba con el Palacio de la Moncloa. Desde muy joven me habían inculcado que la universidad era el templo del saber, del conocimiento y la investigación, donde se forjaba el carácter y la sabiduría de la élite de un país. Así lo concebía ingenuamente, como un lugar sagrado al que solo se podía acceder tras haber demostrado no ya ser un estudiante digno de ese privilegio sino un joven responsable, consciente del esfuerzo que suponía para los contribuyentes pagar tu educación superior. Así que aquel día sentía sobre mis hombros un peso, una responsabilidad. Pero según crucé la entrada de la facultad todas mis convenciones se desmoronaron.

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El aspecto que mostraba el interior de aquel edifico era más propio de una película de bandas callejeras que de un templo del saber. Grafitis de todos los colores, pancartas y murales improvisados pintados sobre las paredes crudas me envolvieron. Los arcoíris inclusivos se superponían con lemas donde las siglas de ETA se reproducían con caracteres enormes. No había un solo hueco en las paredes sin un lema, consigna o grafismo revolucionario. Si aquel lugar había tenido algo de sagrado, lo había perdido por completo. Para purificarlo habría sido necesario un ejército de operarios con pistolas de agua a alta presión y jornadas interminables de limpieza y saneamiento.

Cuando escucho a esos estudiantes y profesores de izquierdas que lanzan soflamas y discursos absurdos, presentándose ante sus iguales como los campeones de la justicia social y del igualitarismo, me desespero porque intuyo que su activismo seguramente les sale muy rentable a ellos pero extraordinariamente caro a generaciones enteras de jóvenes

Llegué incluso a imaginar que unas pandillas juveniles habían tomado al asalto aquel lugar y se habían apoderado de él sin que nadie se percatara. De otra forma, pensé ingenuamente, no se explicaba que nadie, ningún adulto con autoridad, tomara cartas en el asunto. Porque una cosa era la libertad de expresión y otra muy distinta aquel descarnado vandalismo.

Pero pronto aprendí que el “gobierno universitario” era pura entelequia y que, por tanto, la autoridad o la jerarquía eran cuestiones meramente formales. En la práctica, en los asuntos académicos y de orden, mandaban tanto catedráticos, decanos y profesores como las organizaciones estudiantiles y los representantes del personal de administración y servicios. Los demás asuntos, ofertas de titulaciones, programas educativos, presupuesto, subvenciones, precio de las matrículas y gastos, eran decididos desde fuera, casi siempre con criterios políticos. Aquella universidad podía tener un rector y una supuesta autoridad docente, pero en la práctica lo que se imponía era la ley de la jungla y mirar para otra parte.

En una organización con fines muy tasados, como es la Universidad, cuando la autoridad desaparece y se democratiza para que todos como iguales, sean estudiantes, bedeles, auxiliares administrativos o profesores, decidan en igualdad de condiciones, lo que sucede es que aquellos que mejor se organizan acaban tomando el control e imponiendo al resto sus designios. Esto es lo que desde la década de los 80 del siglo pasado ha estado sucediendo en la universidad, que más que un lugar de estudio y sabiduría parece una comuna donde se imponen los que gritan juntos.

Durante los años del franquismo, las universidades españolas vivieron al margen de las corrientes de agitación que recorrían Europa y los Estados Unidos. Pero con el final de la dictadura fue como si todo lo que nos habíamos perdido nos cayera encima de golpe.

En el exterior, los movimientos contraculturales de los sesenta habían desvirtuado el significado de la libertad al expandirlo sin tasa. Esta nueva liberación hizo más mal que bien. Y aunque se podía celebrar el éxito del movimiento de derechos civiles, en buena medida la década de 1960 había sido un desastre para la vida intelectual y moral en el mundo académico. La «democratización» de la universidad había llevado a su «politización», y ambos, causa y consecuencia, llegaron a España con el final del franquismo como una ola gigante: la educación ahora tenía que servir exclusivamente al objetivo de la igualdad. La conclusión de unos pocos esforzados profesores que vivieron ese desastre desde dentro fue que una vez que la universidad cayera, la democracia misma caería más tarde. Y a lo mejor estaban en lo cierto, visto lo que hoy está sucediendo.

Hoy demasiadas facultades españolas, no solo las de la Universidad Complutense, se han convertido en espacios seguros para los activistas de izquierda, pero peligrosos para los que solo aspiran a estudiar o enseñar una carrera que sirva para algo. Desgraciadamente, desde el día en que crucé por primera vez la entrada de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología y se evaporó mi idealismo universitario, las cosas no han mejorado sino todo lo contrario.

Para quienes controlan las facultades a través de los sindicatos estudiantiles, que están integrados por cualquier cosa menos estudiantes, la Universidad no debe ser ese templo del saber y del conocimiento donde los jóvenes se asoman al mundo, sino centros de proselitismo, de negación de la verdad y de cancelación del espíritu crítico. Simultáneamente, sus cuadros docentes, técnicos y administrativos han seguido la corriente porque, de alguna manera, que la Universidad se haya convertido en un ecosistema intratable también les beneficia. No vaya a ser que a alguien sensato se le ocurra averiguar lo que sucede ahí dentro y quiera ponerle remedio, y la zona de confort donde se ha instalado demasiados se vea comprometida.

Atrapada entre el activismo y la endogamia, la educación superior española es un auténtico drama. Cuando escucho a esos estudiantes y profesores de izquierdas que lanzan soflamas y discursos absurdos, presentándose ante sus iguales como los campeones de la justicia social y del igualitarismo, me desespero porque intuyo que su activismo seguramente les sale muy rentable a ellos pero extraordinariamente caro a generaciones enteras de jóvenes. De hecho, si yo hoy volviera a ser un estudiante universitario, en vez de aplaudir estos discursos que no aportan nada, estaría en la calle protestando para que dejaran de estafarme y me enseñaran lo que de verdad necesito. Y que, de una vez por todas, la Universidad fuera ese templo del saber y del conocimiento con el que, ingenuo de mí, soñaba en los 80… en vez de ser lo que son: fábricas de parados.

Foto: Brocco / flickr.