Decía un economista y filósofo que “la ciega adopción de la lucha por obtener medidas cuantitativas en un campo en el que no están presentes las condiciones específicas que le dan su importancia fundamental en las ciencias naturales” no es más que “un prejuicio infundado”. Y añadía Friedrich A. Hayek, que así se llamaba el hombre: “No sólo conduce con frecuencia a la selección de los aspectos más irrelevantes del fenómeno tan sólo porque son mensurables, sino también a ‘medidas’ y asignaciones de valores numéricos que carecen completamente de significado”. Confundir medible con relevante es uno de los males que aquejan a las ciencias sociales. Y, con la emergencia del mundo digital, está afectando también a la empresa.

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Pero no es el único problema con el binomio medible-relevante. Otro es medir aspectos de las interacciones humanas que son relevantes, más allá de toda duda, pero que son también inconmensurables. Un ejemplo es el de la libertad económica, a la que dos informes, uno liderado por el Fraser Institute y el otro por la Heritage Foundation. Freedom House asigna valores numéricos a la libertad en general, y lo mismo hacen el Cato Institute de nuevo con Fraser Institute.

Al Economist Intelligence Unit le falta inteligencia para identificar los datos que sí hablan de una degradación de la democracia en España: no la polarización, sino la asunción por parte de partidos, medios de comunicación e instituciones de que hay partidos que no deben formar parte del juego político, aunque cumplen todos los requisitos

La libertad, sencillamente, no puede medirse. Es verdad que es un concepto negativo; libertad es ausencia de coacción, pero ¿cómo se mide la coacción? Tampoco es posible. Los científicos sociales que se dedican a ello utilizan proxys: manifestaciones externas vinculadas a lo que se quiere medir, y que a diferencia del objeto de estudio sí son medibles. Varios de estas decenas de estudios se refieren unos a los otros.

Estos estudios tienen varios problemas. Uno de ellos es el del proxy, como he explicado. El otro es que ofrecen una exactitud en las cifras que resulta engañosa. Una cosa es realizar una división con dos decimales, y otra demostrar que el segundo decimal, o el primero, ¡o el entero!, tienen algún significado, o que evolucionan en el mismo sentido.

Uno de esos informes lo elabora The Economist, y mide nada menos que la calidad democrática. En su última edición, descabalga a España del selecto club de las democracias plenas. Veintiún naciones forman parte del mismo, lideradas, por este orden, por Noruega, Nueva Zelanda, Finlandia, Suecia, Islandia, Dinamarca e Irlanda, todas con 9 puntos sobre 10, o más.

España queda fuera, como ya veremos, y está como cabeza de ratón, en lo alto del saco en el que The Economist mete a las “democracias fallidas”. Por delante de nuestro país, en esta categoría oprobiosa, están Francia e Israel. Y por debajo otras como los Estados Unidos de América, Portugal, Estonia, Italia o Chile. Esta última ha sufrido el mismo destino que España: dejar de ser una democracia plena.

En el caso de Chile, el informe señala como principales motivos la desconfianza en el gobierno, la baja participación en el voto, y la creciente polarización política. Lo cual creo que debe llevar a la desconfianza hacia el método utilizado por el Economist Intelligence Unit (EIU) en este informe. La desconfianza hacia el gobierno es una actitud saludable, en principio, y espolea a la sociedad para que controle el poder. La baja participación puede ser síntoma de madurez en el electorado y confianza en las instituciones; como éstas no me molestan, no me molesto yo en participar del proceso político.

Más chocante es que el EIU considere “una nota positiva” que Chile haya creado un órgano constituyente en el que algunas minorías estén incrustadas no por el ejercicio del voto, sino por criterios estrictamente raciales. Es una nota positiva si crees que la raza debe marcar las políticas públicas, pero si eres partidario de la democracia, ¿qué ventaja tiene la raza sobre el voto?

En el caso de España, hemos caído a la categoría de las democracias fallidas tras perder 0,18 puntos. De nuevo, los criterios del EIU parecen arbitrarios, y su plasmación matemática, espuria.

Uno de los criterios es una presunta pérdida de independencia del sistema judicial, a raíz de la falta de acuerdo entre Partido Popular y PSOE en la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Pero ocurre que la renovación favorecería al actual Gobierno, que ha demostrado más celo y menos vergüenza que los anteriores en la manipulación de las instituciones, y en particular de la justicia. De modo que la negativa del Partido Popular a pactar la composición del CGPJ es beneficioso para la independencia judicial. Pero el EIU no lo ve.

Acierta a señalar el desafío secesionista catalán como una de las graves fallas de la democracia española. O, por ser más precisos, uno de los grandes desafíos. Creo que nuestra democracia ha fallado, efectivamente, y que parte de las instituciones están entregadas a los nacionalistas. Pero también lo es que el sistema judicial, aunque se haya prestado al juego político para hacer las condenas más leves, no ha obviado el derecho. Ha encontrado una respuesta atenuada, pero ajustada a Derecho. Y ha desoído a quienes proclamaban sustituir las normas por la negociación política.

Otro de los motivos que han llevado a una degradación de España en el índice es la “creciente fragmentación democrática”. Pero de nuevo, creo que aquí se equivoca. La fragmentación política eleva los costes de negociación, lo cual entorpece la iniciativa política, y la ralentiza. ¿Es eso más democrático, o menos?

La respuesta no es obvia. Con todo, creo que hay dos motivos por los que esa mayor fragmentación hace que el sistema sea más democrático. Lo cual, por cierto, no lo hace automáticamente mejor. Uno de ellos es que obliga precisamente a que haya acuerdos entre partidos distintos, y por tanto a que las organizaciones políticas tengan que tener en cuenta las exigencias de otros partidos, que representan a un electorado que en parte no será el mismo que el propio.

El segundo motivo es que creo sinceramente que las democracias son como máquinas de lavado de los intereses especiales, y que su función es imponer al conjunto de la sociedad políticas que no piden, que no les interesan necesariamente, y algunas que atentan contra lo que desean. Ralentizar ese proceso hace que los intereses y deseos de la sociedad sufran un menor ataque, y por tanto hace al sistema más democrático.

Pero lo más chocante no es eso, sino que al Economist Intelligence Unit le falta inteligencia para identificar los datos que sí hablan de una degradación de la democracia en España: no la polarización, sino la asunción por parte de partidos, medios de comunicación e instituciones de que hay partidos que no deben formar parte del juego político, aunque cumplen todos los requisitos. Tampoco menciona los ataques, cada vez más serios, a la libertad de expresión. O la proscripción de ciertos discursos. Y no dice nada de cómo el Gobierno ha decretado el confinamiento de toda la población, basándose en dos declaraciones de alarma que no la amparaban, y que además eran ilegales. Ante todo ello, ¿por qué calla el EIU? ¿Qué inteligencia aporta para entender nuestra democracia? ¿No será que, como decía el economista y filósofo, sacrifica lo relevante a lo medible?


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