En un país cuyas administraciones públicas han hecho históricamente alarde de opacidad en la toma de sus decisiones, lo que crea un caldo de cultivo muy propicio para la corrupción institucional, la aprobación de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno concitó algunas esperanzas de que el control externo de la actividad política y administrativa por parte de una amplia base de legitimados ( Art. 12 )1 arrojaría rayos de transparencia sobre prácticas que no soportan un examen legal de ser conocidas. Como colofón de esa innovación institucional el nivel ético y la rendición de cuentas de políticos y empleados públicos alcanzarían escalas desconocidas hasta el momento y, en definitiva, se harían más factibles los desiderata enunciados en el artículo 103 de la Constitución2.

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Más curiosa fue la exultación mostrada por el gobierno del Partido Popular, presidido por Mariano Rajoy Brey, que promovió esa legislación. No en balde aquel año había arreciado el escándalo por la financiación ilegal del partido. Las declaraciones de su principal dirigente cuando fue interrogado sobre el famoso intercambio de mensajes con Luis Bárcenas Gutiérrez, tesorero y contable durante 20 años, en el sentido de que los sms solo ratificaban que el Estado de derecho no se sometía a chantaje marcaron un hito en la bellaquería de los políticos españoles, solo muy recientemente superado por el actual inquilino de la Moncloa.

La proliferación de organismos que supuestamente sirven para controlar o fiscalizar al gobierno y a la administración, solapados sobre otros ya existentes, pueden difuminar o incluso entorpecer la exigencia de responsabilidades políticas, administrativas o penales de los gobernantes y gestores públicos

La coincidencia con la tramitación parlamentaria del proyecto de ley de transparencia resultaba un trasunto de la estrategia exhibida por bravos luchadores contra la corrupción anteriores, como Felipe González Márquez, consistente en negarla si afectaba a su banda, en primer lugar, y luego anunciar grandes reformas legislativas para que las conductas corruptas no quedaran impunes.

La aparición de internet años después de la aprobación de la Constitución de 1978 multiplicaría de forma insospechada la capacidad de almacenamiento, publicación y acceso a la archivos públicos, pero la verdad es que ya el artículo 105 b)3 remitía a un desarrollo legislativo que se había demorado más de 35 años. Además, el portal de transparencia del gobierno tardaría un año en ponerse en marcha por las dificultades comprensibles de semejante despliegue de información y archivos potencialmente volcables en la red.

Pues bien, transcurridos más de ocho años desde la promulgación de todas las previsiones legales en materia de transparencia, el balance no resulta demasiado halagüeño. La creación de unidades administrativas específicas para encargarse del cumplimiento de las previsiones de la Ley en cada una de las administraciones públicas parece algo loable, pero la incrustación de un nuevo órgano administrativo mixto, el Consejo de la transparencia, puede prolongar sine die los procedimientos de reclamación de información a las mismas. Si bien puede requerir al gobierno la publicación de informaciones y datos sobre su actividad, a instancia de quiénes no lo hayan obtenido directamente, el incumplimiento por parte de la administración requerida deriva en un punto muerto que demora aún más la intervención de los tribunales contencioso administrativos. En última instancia, ni siquiera tiene consecuencias sancionatorias para los gobernantes o empleados públicos que infrinjan la obligación de dar cuenta sobre informaciones accesibles para los ciudadanos.

Es más. Si ya la ley establece una discrecionalidad excesiva para limitar el acceso a la información por suponer un perjuicio para una larga lista de intereses (Art 14) en la práctica el gobierno de Pedro Sánchez Pérez-Castejón ha esgrimido pretextos tramposos y leguleyos para desatender los requerimientos de ese llamado Consejo de la Transparencia. Como muestra dos ejemplos:

  1. El gobierno ha eludido las peticiones de información sobre el compulsivo uso y coste del avión Falcon, que tiene asignado para uso oficial el jefe del gabinete y sobre el que pesan justificadas sospechas de uso indebido. Sorprende que esta información no llegue por vía parlamentaria a cualquier diputado o senador, pero parece una burla que el gobierno esgrima que se trata de una materia clasificada, invocando para negarse a informar la Ley de Secretos Oficiales de 1968.
  2. Más recientemente, invocando otra vez su supuesto carácter “clasificado”, obstaculiza el conocimiento de sendos informes administrativos, emitidos por la Dirección General de Aviación Civil (DGAC) y la Agencia Estatal de Seguridad Aérea (AESA) para avalar la subvención de 53 millones de euros – canalizados a través de un préstamo participativo de 34 millones y un préstamo ordinario de 19 millones – a la compañía aérea hispano venezolana Plus Ultra, dentro del fondo de 10.000 millones de euros “de apoyo a la solvencia de empresas estratégicas”, gestionado por la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI), dependiente del Ministerio de Hacienda. El propio Consejo de Ministros ratificó esa subvención mediante acuerdo de 9 de marzo de 2021.

Como denunció en su día el eurodiputado Luís Garicano Gabilondo para que la comisaria europea de la competencia investigara esa subvención, se incumplieron descaradamente las condiciones establecidas, tanto por el propio gobierno en el Real Decreto-ley 25/2020, de 3 de julio, de medidas urgentes para apoyar la reactivación económica y el empleo, como la Comisión europea

Una vez que este asunto ha llegado a un Juzgado de instrucción penal, que investiga la comisión por parte de los gestores de la S.E.P.I de los presuntos delitos de prevaricación en concurso ideal con otro de malversación de caudales públicos en la concesión de esas subvenciones, resulta obvio el interés del gobierno por impedir el análisis de esos informes por parte de cualquier ciudadano.

En definitiva, casos muy significativos que han llegado al Consejo de la Transparencia, muestran hasta qué punto la proliferación de organismos que supuestamente sirven para controlar o fiscalizar al gobierno y a la administración, solapados sobre otros ya existentes, pueden difuminar o incluso entorpecer la exigencia de responsabilidades políticas, administrativas o penales de los gobernantes y gestores públicos.

Todas las personas tienen derecho a acceder a la información pública, en los términos previstos en el artículo 105.b) de la Constitución Española, desarrollados por esta Ley.

Asimismo, y en el ámbito de sus respectivas competencias, será de aplicación la correspondiente normativa autonómica.

1. La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho.

2. Los órganos de la Administración del Estado son creados, regidos y coordinados de acuerdo con la ley.

3. La ley regulará el estatuto de los funcionarios públicos, el acceso a la función pública de acuerdo con los principios de mérito y capacidad, las peculiaridades del ejercicio de su derecho a sindicación, el sistema de incompatibilidades y las garantías para la imparcialidad en el ejercicio de sus funciones

La ley regulará:

b) El acceso de los ciudadanos a los archivos y registros administrativos, salvo en lo que afecte a la seguridad y defensa del Estado, la averiguación de los delitos y la intimidad de las personas.

*** José Antonio Baonza Díaz, Abogado y profesor.

Foto: Taras Chernus.

Originalmente publicado en la web del Instituto Juan de Mariana.

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