Hace escasas semanas se presentó el Diccionario de símbolos políticos y sociales del siglo XX español (Alianza), un primoroso volumen, por lo bien editado y al mismo tiempo, un tocho considerable (830 pp.) que, sin embargo, permite la confortable y amena lectura de sus entradas, ordenadas alfabéticamente, al gusto y disponibilidad del lector. O sea, empezando por el final, o por enmedio y picoteando según dicte la curiosidad. Dirigido por los catedráticos de Historia Juan Francisco Fuentes y José Carlos Rueda Laffond, que han llevado el peso del proyecto, intervienen en él también dieciséis especialistas, entre ellos el que escribe estas líneas. No obstante, mi modestísima contribución a la empresa –tres voces de un total de ciento ocho- hace que pueda hablar del contenido del libro como de una obra ajena y, en todo caso, no entonaré loas que puedan despertar suspicacias de amiguismo. Mi propósito aquí es hacer una reflexión de otra índole, para la que creo especialmente propicias y acogedoras este espacio que ofrece Disidentia.

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Pudiera parecer en principio que un diccionario de símbolos políticos es una obra abstrusa y de interés limitado a politólogos o profesionales de las ciencias sociales. Sin embargo, basta ojear el índice no ya solo para disipar completamente esa opinión sino para desplazarla por la contraria, pues pronto se llega a la constatación de que, como dice la oportuna cita de Julio Cortázar que el lector se encuentra nada más abrir el volumen, “todo es símbolo”. Dicho más claramente, cualquier cosa, hasta la que en principio reputaríamos como más peregrina, puede adquirir una relevante condición simbólica si se dan las condiciones adecuadas. De este modo, pues, podrán hallarse en el libro, junto con los símbolos más predecibles –banderas, himnos, lugares emblemáticos, conceptos políticos, fechas históricas- otras voces sorprendentes, en el sentido de que uno no hubiera pensado en principio que estuvieran cargados de tantos significados. Cito algunas casi a voleo: calle, camisa, familia, juventud, matrona, puño, radio, sombrero, tabaco…

Cuando los críticos radicales del régimen del 78 apedrean de facto o simbólicamente las instituciones, lo que pretenden no es más que abolir la Constitución de todos para establecer su… Konstitución

De esto último es de lo que me propongo hablar aquí, de esos símbolos sorprendentes. Y elegiré dos, quizá los más desconcertantes, por tratarse de dos modestas letras del alfabeto, tan modestas que no son ni las vocales ni las consonantes más utilizadas en nuestro idioma, sino todo lo contrario, dos letras marginales que, muy probablemente por ello mismo, se reivindican y se alzan de pronto como referentes simbólicos de una ola de protesta, una ideología, un movimiento social, una alternativa radical o una campaña política. Como tienen significados antitéticos, dedicaré este primer comentario a una de ellas, la letra k, para dejar el siguiente a la otra, que ya se pueden figurar cuál es, para el siguiente artículo.

A cualquier español o hispanohablante, la k le resulta una letra como mínimo ajena, si no simplemente extraña o, como se ha escrito en algunas ocasiones, hasta repelente. La impresión primera es que parece una intrusa en nuestro alfabeto: ¿qué hace, qué pinta aquí, entre las letras nobles? No se justifica fonéticamente, porque aunque el sonido obviamente existe en español, para eso ya tenemos sobrados recursos. Obsérvese, sin ir más lejos, que yo he empezado este párrafo escribiendo cualquier, no kualkier, de la misma manera que escribo casa, queso o cosa sin necesidad alguna de emplear la dichosa letra. En términos pragmáticos, podría bien decirse que es superflua, aunque es inevitable reconocer que, como admitiría cualquier lingüista, no se trata, ni mucho menos, de la única superfluidad o redundancia del lenguaje que utilizamos.

A lo mejor están pensando ustedes que estoy buscando tres pies al gato. Les adelanto ya que se equivocan y no porque yo lo diga, sino porque está documentado –así lo consigna el autor del estudio, el profesor Fuentes- que el rechazo a la k en la cultura española se remonta nada menos que ¡al siglo XVII! y en el XIX llega a tal punto que desaparece del DRAE (Diccionario de la Real Academia). Por el contrario, la k adquiere fuerza y prestigio en el último tercio del último siglo citado, acompañando como si fuera una sombra a la preponderancia del militarismo prusiano en toda Europa: es la k de Kaiser. Sí, han entendido bien, la K constituía el símbolo del poder alemán y, como tal, su fulgor se extiende por todo el viejo continente.

En esas fechas, como bien saben, España representaba en el concierto internacional lo contrario del auge germánico, esto es, una potencia vieja y declinante –recuérdese el 98-. En la famosa formulación de Salisbury era una nación moribunda (como las latinas en general), que tenía que dejar paso a las naciones vitalistas (es decir, las germánicas y anglosajonas). Nada tiene de extraño pues que Sabino Arana primero y luego sus seguidores, hicieran de la k un privilegiado elemento simbólico de su nacionalismo antiespañol, pues al tiempo que les diferenciaba de España, constituía toda una agresiva declaración de intenciones. Euskadi era la patria vasca, euskalduna su identidad, euskera su idioma y maketo todo lo español.

Unamuno, sin duda el intelectual español de la época que, por orígenes, formación y talante personal, mejor entendió la amenaza bizkaitarra –como se llamó en un primer momento- combatió toda su vida lo que entendía como una agresión política y cultural, no ya solo contra el gobierno español de turno sino contra España en su conjunto. Que no estaba descaminado vino a demostrarse trágicamente mucho más tarde, cuando en el tramo final del franquismo se reactivó la amenaza nacionalista vasca, ahora en la forma salvaje de terrorismo bajo las siglas de ETA (recordemos que, aunque no lo parezca, la k también está presente: Euskadi Ta Askatasuna).

No se trata de casualidades, obviamente, sino de un entramado simbólico que se maneja de modo premeditado desde el mundo abertzale. De este modo, es posible rastrear toda la estela simbólica de la k desde su programa clásico -la alternativa KAS-, hasta sus reivindicaciones –Euskal Herria askatuta, Presoak kalera– o su forma de lucha –kale borroka-, pasando por su bandera –ikurriña-, sus lugares de ocio y esparcimiento –herriko tabernas– o sus insultos –txakurras para designar a los policías-.

Del mismo modo que la k llegó a nuestra cultura y nuestra política en las postrimerías del siglo XIX cabalgando a lomos del pujante militarismo prusiano, se impuso en el intervalo entre el siglo XX y el XXI en los círculos más extremistas de nuestro país (los autodenominados antisistemas o anticapitalistas) como efecto mimético del radicalismo vasco. La forma más emblemática de esta contestación radical, a menudo violenta, ha sido sin lugar a dudas la okupación, que además tiene la ventaja para lo que estamos aquí argumentando que la escritura es distorsionada deliberadamente para distinguirla o, mejor dicho, oponerla a lo que se entendería en castellano si se empleara la grafía correcta, o sea, la c.

Por ese despeñadero, es fácil ya comprobar que la k como símbolo revolucionario se extiende de manera imparable, tanto para designar a un barrio obrero y contestatario (Vallekas) como para designar un ideal, ahora transmutado en Anarkía o directamente en Kaos. Por si aún queda algún reticente o persisten algunas dudas acerca de la vitola rupturista de la k, añadamos que el movimiento 15-M usó la emisora de televisión Tele K para difundir programas como Todo por la kausa o el que alcanzaría más celebridad bajo la batuta de Pablo Iglesias, La tuerka. Por decirlo en términos rotundos se estaban así poniendo las bases para todo un movimiento de contestación kontrakultural.

Señala Fuentes con perspicacia que de ese modo una letra de escasa utilidad en nuestro idioma se alzaba precisamente por ello con una función simbólica desproporcionada y, lo que es más curioso, conservaba de esta manera a lo largo del tiempo “sus viejos vínculos con la violencia, antaño militarista, ahora terrorista y callejera”, como si la artificialidad de su presencia en nuestra lengua solo pudiera quedar justificada por su patente vocación de ruptura con el orden establecido, en lo cultural y lo político.

Podría decirse sin exageración que la K enmarcada en un círculo desplaza a la A de Acracia o Anarquía, y hasta sustituye ya con ventaja al resto de la simbología clásica –bandera roja incluida-, aunque no se trata tanto de sustituir como de sumar elementos y en este caso la presencia de la k hace todo más novedoso y, a su manera, un tanto ingenua, más transgresor. En cualquier caso, no se engañen, esa ingenuidad no es inocencia sino tosquedad, que no es obviamente lo mismo, pero no deja de ser tan eficaz como un palo o una piedra como elementos ofensivos. Los nuevos kamaradas se reconocen en esta letra rupturista no ya solo en la calle sino en los medios y las redes. Convendría pues advertir que, cuando los críticos radicales del régimen del 78 apedrean de facto o simbólicamente las instituciones, lo que pretenden no es más que abolir la Constitución de todos para establecer su… Konstitución.

Foto: shahreboye.


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).