El concepto de opinión pública en ilustrado reclamaba un fundamento racional con diferentes actores como la emergente burguesía y la sociedad civil, con la normativa procedente de las instituciones, y su consiguiente aplicación legal. Pero todo empezó a cambiar a partir del siglo XIX  con la llegada de la sociedad de masas, la expansión de los medios y la constante fragmentación del sistema político. El deseo de recuperar la esencia ilustrada anterior supondría el intento de que la opinión pública  fuera el eslabón entre la sociedad civil y el sistema político, donde la sociedad no reduce sus derechos y su libertad a la acción del voto,  porque también ejerce de guardián  que exige resultados y ejemplaridad por parte de sus representantes políticos.  Aunque este deseo se encuentre tan distante de la realidad.

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La constatación del eclipse de la opinión pública ilustrada observa las tendencias que hoy  percibimos en el día a día. Por ejemplo, la intervención estatal en ámbitos que antes se consideraron privados, pongamos por caso la regulación de los alquileres o la decisión de controlar la propia privada, siempre y cuando, claro está sea la ajena.  O la transferencia de funciones-y-recursos públicos a organizaciones privadas de todo tipo, obsérvense el número ilimitado de ayudas y subvenciones a cualquier causa sea de la izquierda o de la derecha.  De este modo, la esfera pública liberal, germen de la opinión pública ilustrada se fue transformando en un espacio para el consumo y para un ocio diseñado.

No hay que irse al siglo XVIII. La situación que se vive en Cataluña actualmente o en el País Vasco, o las tendencias que conforman las agendas políticas del momento en torno al feminismo y al igualitarismo, son algunos de los escenarios que muestran una opinión pública dominante y un silencio consentido

De los diferentes estrategas y teóricos que hallaron las conexiones entre la cultura de masas con el conocimiento de los públicos destaca  Edwar Bernays, fundador de las Relaciones Públicas, que así las llamó en “Cristalizando la opinión pública”, como señala su traducción al español. Desde la aparición de su libro en aquel lejano 1923 hasta la fecha, la construcción de la opinión pública no ha tenido descanso, con los medios de comunicación de masas primero, y las redes sociales después, lo que los demás dicen y la mayoría afirman han sido para el individuo una permanente olla a presión, con frecuencia insoportable.

Bernays era un austríaco estadounidense cuya familia se trasladó a Estados Unidos en la década de lo ochenta del siglo pasado. Ejerció como editor médico y agente de prensa, exhibiendo destacadas dotes para abrazar determinadas causas y solicitar con éxito el aplauso del público. Son muy conocidos los apoyos que recibió de importantes sagas familiares como los Rockefeller y los Roosevelt.  Un eslogan funciona cuando hay un potente concepto, algo que el austríaco conocía perfectamente. “Hacer del mundo un lugar seguro para la democracia”  fue el mantra que regaló al presidente Woodrow Wilson. De este modo la absurda guerra se convirtió en un propósito superior. Y aquí empezó a funcionar a toda máquina la “guerra psicológica”.

La huellas de este padre de la propaganda tiene un exitoso anecdotario. Los estadounidenses no desayunaban huevos con panceta, los varones no llevaban relojes de pulsera y las mujeres no fumaban porque estaba mal visto. Pero estas costumbres las cambió el emprendedor vienés. Mediante ingeniosas fórmulas supo instalar unas pautas mentales de consenso. El conocimiento de la psicología social que aplicó le debe buena parte a sus encuentros con Freud. Todo empezó con el viaje que hizo un colega de Bernays a Viena, a quien le rogó que le llevara una caja de habanos al padre del psicoanálisis. Bien conocía su afición a los puros y la dificultad de encontrarlos entonces. En correspondencia, Freud le mandó con el mismo mensajero su Introducción al psicoanálisis, recién publicado en la Universidad de Viena. No cabe duda de que el publicista supo aprovechar este intercambio.

Encontró lo que llevaba tiempo buscando. Si Freud estudiaba el inconsciente y los impulsos irracionales, Bernays entendió enseguida que con esos principios se podía ganar mucho dinero, como así fue. El inconsciente solo necesitaba su relato. Las bases de la manipulación de la opinión pública estaban creadas, y los lobbies entusiasmados. El bacon había entrado para sentarse en los desayunos de muchos  norteamericanos.

El presente clima cultural se configura en una sociedad informatizada, y la consiguiente transformación de la experiencia individual, mediada por la tecnología. Sin embargo, las bases de la propaganda y el masajeo mental continúan siendo el alma de la narrativa política, la esencia del relato. Algo muy sencillo, “démosle al público lo que este quiere”, pero que requiere una hoja de ruta  en la que se calculan con precisión los recursos disponibles,  se tiene un conocimiento a fondo del tema, se marcan unos objetivos que permitan conocer las motivaciones de los públicos.  Podríamos decir que el viaje de una campaña política y una campaña publicitaria disponen de alforjas muy parecidas. Pero a las promesas políticas no se les exige rendimientos, mientras que cualquier campaña publicitaria trabaja con unos ingresos y unos resultados. Si aprendiera la comunicación política esta lección mejoraría notablemente, pero parece que poco importa, al fin y al cabo lo pagan los contribuyentes.

En esta línea, el estudio de Nora Rabotnikof plantea algunas propuestas para cambiar la opinión pública, que por razones de espacio me centraré particularmente en una. La que describe  como “la opinión pública y la política deliberativa”.  Una opinión que reconstruye el espacio público en el ejercicio racional de su público para desarrollar la necesaria correspondencia entre sociedad civil y voluntad política.

En definitiva sería recuperar en cierto modo esa opinión pública ilustrada con la que se abría este artículo. Nada nuevo, traído hace tiempo en el clásico legado de Habermas, donde definía esta reconstrucción, como “la quintaesencia de las condiciones de comunicación por las cuales una formación discursiva de la opinión y de la voluntad de un público de ciudadanos puede realizarse” (Habermas, 1992:180).  Cuando se termina de leer esta declaración de intenciones es inevitable preguntarse como conseguir que el ejercicio del poder que emana de una constitución disponga de la normativa pertinente. El filósofo alemán tenía claro que esto implicaba estrechar las relaciones entre poder legal y espacio público mediante una ética de la comunicación, pero otra vez, la realidad es bien distinta.

Prefiero no entrar en la semántica de la opinión pública como término, de hecho lo deja claro Harwood Childs, profesor de Princeton y director muchos años de Public Opinion Quarterly, que presenta cincuenta definiciones de opinión pública en el segundo capítulo de su libro Public Opinion. Afirmemos sin miedo a equivocarnos que la opinión pública es el resultado de la interacci6n entre los individuos y su entorno social. Lo que significa que para no encontrarse aislado, un individuo puede-debe renunciar a su propio criterio. La opinión dominante impone una clausura y una sumisión, al tiempo que somete al rebelde a una sanción.  Lo que motiva a Ferdinand Tönnies cuando escribe: “La opinión pública siempre pretende ser autoridad. Exige el consentimiento. Al menos obliga al silencio o a evitar que se sostenga la contradicción”.

Este proceso cocido a fuego lento en la espiral del silencio es bien señalado por Toequeville, en “El antiguo Régimen y la Revolución”, donde muestra cómo el desprecio por la religión se convierte en una posición dominante durante el siglo XVIII francés, afirmando que  “la Iglesia francesa se volvió muda”. Aquellos que todavía conservaban la antigua fe temieron ser los únicos fieles, por lo que prefirieron añadirse a las turbas, se añadieron a las turbas. No hay que irse al siglo XVIII. La situación que se vive en Cataluña actualmente o en el País Vasco, o las tendencias que conforman las agendas políticas del momento en torno al feminismo y al igualitarismo, son algunos de los escenarios que muestran una opinión pública dominante y un silencio consentido.

Foto: Marco Bianchetti.


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