«Me encanta ver cómo una flor o un pequeño penacho de hierba crece a través de una grieta en el hormigón» —decía el ínclito humorista George Carlin— «Es tan jodidamente heroico». Es cierto que hemos accedido a las más altas cotas de progreso material y moral gracias a la emancipación del individuo. Cada vez que nos hemos abandonado al colectivismo, nos ha faltado conciencia y espacio para que los sujetos pudiesen emprender sus propios proyectos vitales, multiplicándose las injusticias. A medida que el individuo ha ganado protagonismo en la historia —allá donde ha ocurrido—, nuestras vidas han ido mejorando. Importa sobremanera el prójimo, y somos mejores cuando convivimos con otros; pero la disolución de la individualidad en el Estado o la tribu propende al crimen: la historia es testigo.

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La dignidad inviolable y supremamente valiosa de todo individuo es uno de los jalones indudables de la historia moral de nuestra especie. Frente al individuo premoderno, que no se concebía sino parte de un todo, el moderno asume un proyecto personal de vida, se siente responsable de él y se entiende no por adscripción a un grupo, sino en sus propios e íntimos términos. Así es como el individuo ha pasado a ser tanto el fundamento moral como el organizativo de las sociedades occidentales. Al resultado lo ha llamado Taylor en La Era secular «el yo impermeabilizado», que es «esencialmente el yo que sabe de la posibilidad de desvinculación», para lo malo y para lo bueno. No obstante, la última fase de ese proceso de individuación, la posmoderna, está atravesando considerables complicaciones; estamos pasando por una especie de enfermedad del crecimiento.

El derecho a la expresión se entroniza como el rey de los derechos. De repente, la democracia ya no son las instituciones, ni hay una ética que la sustente, ni importa la emancipación real del pueblo; la democracia es sencillamente votar

Robert Bellah se refirió en Habits of the Heart a un «giro expresivista» en la cultura moderna. A esa enfermedad posmoderna la llamamos individualismo expresivo, y amenaza con quebrar las sociedades libres y devolvernos a pesadillas totalitarias. Esta forma de individuación patológica es una forma fuerte de presentismo: muertos el pasado y el futuro, queda el éxtasis de la novedad perpetua. Importa el talento, no la profesionalidad, la chispa, no el esfuerzo, el titular de hoy, no la historia imperecedera; lo único constante de la posmodernidad parece ser su hostilidad hacia la constancia. El bien —añadirle «común» es incurrir en un pleonasmo; el bien, a secas— desaparece, y con él la verdad, la honestidad y la confianza, y se imponen el consumismo, la batalla cultural y de los sexos y la vida paródica. Solo se conjugan dos tiempos verbales, el presente histérico y el presente eufórico, y la vida personal y civil se hace cada día más tensa y absurda.

El individualismo expresivo se inclina al subjetivismo absoluto. Se vende como humanismo ad libitum y desactiva la acción por el bien ofreciendo a cambio superioridad moral y una invencible decepción por el mundo. De la comunidad al egoísmo y el postureo: se declara la autarquía individual y lo social pasa a ser una prolongación de la vida privada (y entonces necesitamos una app estatal para «conciliar», por ejemplo). Triturada la solidaridad, cada individuo queda a la deriva, y cada relación es un pacto de promoción recíproca. «Da vergüenza ser feliz a la vista de ciertas miserias», decía La Bruyère; «fracasado el que parezca menos», grita Instagram.

El derecho a la expresión se entroniza como el rey de los derechos. De repente, la democracia ya no son las instituciones, ni hay una ética que la sustente, ni importa la emancipación real del pueblo; la democracia es sencillamente votar. Sabemos que la idea romántica de que no hay autenticidad sino en lo espontáneo es falsa, pero no importa; ya no se nos juzga por lo que hacemos, sino por cuánto sentimos. La ética se descubre basada y resuelta en felicidad. Esta innovación también es romántica: «Concededme la felicidad, y volveré a ser virtuoso», le dice a Víctor Frankenstein su criatura, según la imaginó Mary Shelley. «Doquiera que mire, veo felicidad de la cual solo yo estoy irrevocablemente excluido», gime el monstruo. La felicidad se exige (como hoy exigen sexo los incels), y la ética es solamente su escudero.

Poco a poco, ser moral pasa a ser un deportivo sumar, contribuir de pasada a la felicidad ajena, pero sin mancharse las manos. Sabemos que la idea no está funcionando, y no solo porque, obviamente, el bien se resienta, sino porque tampoco somos más felices. Sorpresa: el fin de la culpa trae consigo un festival de ansiedades. Algarabía en las grandes farmacéuticas y en los Consejos de Ministros: el individuo hiperconectado es el individuo desvinculado, solitario a la fuerza, debilitado. Como sustituto al pecado personal y a modo de necesaria catarsis, el individualismo expresivo inventa el pecado colectivo. Mientras que el pecado individual, en su acepción religiosa o secular, sin duda existe (DRAE, 2ª acepción: «Cosa que se aparta de lo recto y justo, o que falta a lo que es debido»), el pecado social es una invención truculenta. Disculparse por ser blanco, occidental, varón o cualquier otra cosa no es más que moral-espectáculo. Todas esas performances, esos actos de contrición, esos ahistóricos mea culpa que presenciamos tras el execrable asesinato de George Floyd en mayo de 2020 son inanes. La generosidad, la valentía y la compasión son siempre individuales; paradójicamente, hay que sentirse parte de una historia compartida para interiorizarlo.

Una de las grandes fuentes del individualismo expresivo es la mentalidad apocalíptica. El advenimiento de la emergencia climática, la constancia de la amenaza atómica y el último recordatorio de la vigencia de las plagas globales se han unido a la muerte de los grandes relatos y la aceleración de las innovaciones para configurar un mundo en el que todo parece permanentemente a punto de acabarse. En las crisis agudas, el ser humano da su mejor y su peor medida. En cambio, la amenaza incesante de una hecatombe —la crisis crónica— es un caldo de cultivo para los cobardes. Vivir sometidos a una incertidumbre global, continua y asfixiante nos aleja de concebir un orden y desincentiva que trabajemos para construirlo. ¿A quién le importa ese cometido, si el mundo está en el umbral de apagarse? Los potentados premodernos, que creían en una continuidad fundamental, dejaban catedrales; los muchos que hoy se sienten apocalípticos se comen y beben sus fortunas.

Los males del individualismo expresivo son hoy por hoy un peligro muy cierto. Decía Francisco Giner de los Ríos hace un siglo que la emancipación del individuo había llevado a un afán de originalidad y a una atomización que era «la sombra que oscurece y perturba aquel bienhechor movimiento». Explicaba Giner que la individuación bien entendida no es un proceso de subjetivación, sino de emancipación, un proceso mediante el que no solo nos independizamos de los demás, sino también de nosotros mismos, «para entregarnos más y más a las cosas». El yo posmoderno aspira a su autorrealización solitaria, repudiando todo deber como una insufrible intromisión en la trayectoria propia. «La teoría sueca del amor»— oímos en la película homónima de Erik Gandini— «dice que todas las relaciones humanas auténticas tienen que basarse en la independencia fundamental entre las personas». Por el contrario, la persona comprometida con su comunidad, independiente pero no aislada, sin dejar de ser digna y en consecuencia de un valor incalculable, se entiende parte de una contigüidad humana que da sentido a su vida. Eso es lo que el individualismo expresivo, para regocijo de mangantes y magnates, está finiquitando.

El lenguaje de este desvarío se viste de razonable y atractivo: la felicidad, el cumplimiento de los propios sueños, el crecimiento personal, encontrar el yo auténtico. El individualismo expresivo sale a diario al balcón del mundo a gritar que todo son victorias. Recientemente y tras veintisiete años de matrimonio, Hugh Jackman y Deborra-Lee Furness anunciaron «la disolución amistosa de su matrimonio». «Nuestro viaje ahora está cambiando y hemos decidido separarnos para perseguir nuestro crecimiento individual», declararon ufanos en un comunicado. Ya no hay sufrimientos, errores ni derrotas, tan solo oportunidades; el individualismo expresivo es exitofílico, algiofóbico y por encima de todo triunfante.

La democracia solo recuperará su pulso si el proceso de individuación desanda el camino extraviado, corrigiendo este individualismo enfermo con una ética del honor y el coraje, esto es, del sentido. La salud mental general no volverá a su cauce hasta que entendamos las causas morales de las disparatadas cifras de consumo de ansiolíticos y suicidios. Para poder mejorar, tendremos que hacer caso a Donoso Cortés y dejar de levantar altares a las causas y cadalsos a las consecuencias. No será necesario renunciar ni a uno solo de los logros materiales y morales que la modernidad y la posmodernidad han traído con el individualismo de la dignidad (del valor inconmensurable de cada ser humano); bastará con recuperar la senda de la individuación razonable. Si persistimos en nuestro error, veremos como las convulsiones se vuelven catástrofes y el rechinar de dientes de transforma en amargos llantos.

«La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada». Todos los empeños nobles se resumen en este: desmentir a Macbeth. El individualismo expresivo aísla a las personas de su pasado y su futuro, volviéndolas irrespetuosas con sus antepasados e insolidarias con las generaciones venideras: presas perfectas de la soledad y consumidoras compulsivas. Exige que renunciemos a nuestras raíces; a cambio, nos promete «opciones», esto es, unas alas que, cerosas como las de Ícaro, se derriten en cuanto nos arrimamos al sol de las contrariedades arduas. Estamos constituidos de una manera distinta, y por eso la vida sin raíces es nauseabunda. Es hora de dejar atrás el individualismo expresivo; solo así lograremos que nuestras vidas no sean un cuento contado por un idiota, sino una hermosa historia compartida que nos hinche el pecho y honre nuestras almas.

Foto: Mariel Reiser.

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David Cerdá García
Soy economista y doctor en filosofía. He trabajado en dirección de empresas más de veinte años y me dedico en la actualidad a la consultoría, las conferencias y la docencia en escuelas de negocio como miembro del equipo Strategyco. También escribo y traduzco. Como autor he publicado ocho libros, entre ellos Ética para valientes (2022); el último es Filosofía andante (2023). He traducido unos cuarenta títulos, incluyendo obras de Shakespeare, Rilke, Furedi, Deneen, Tocqueville, Guardini, Stevenson, Ahmari, Lewis y MacIntyre. Más información en www.dcerda.com