Demasiado poco se habla del sobrecoste que la investidura de Pedro Sánchez va a suponer a cuenta del Estado de Derecho y de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado que, además de poner muchas de las casi novecientas víctimas mortales del terrorismo etarra, evitaron en infinidad de ocasiones que los asesinos engrosasen esa cifra con más inocentes.

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Apenas comentamos la incoherencia discursiva de quienes, para justificar los pactos de investidura con los herederos parlamentarios de la banda terrorista, alientan por un lado a pasar página sobre los crímenes de ETA, mientras que por otro pactan la aprobación de normas que persiguen indemnizar a miembros de la banda terrorista por abusos no necesariamente reconocidos en resolución judicial.

Llámenme mal pensada, pero pareciera que no se trata de pasar página, sino de reescribir la historia sobre ETA que en ésta se cuenta. Esta suerte de revisionismo histórico no sólo pretende justificar los pactos de investidura con Bildu, sino también aplacar la conciencia colectiva del grupo socialista ante acuerdos que pretenden resarcir a costa del erario público a quienes, a día de hoy, ni tan siquiera son capaces de condenar la ejecución por ETA de sus compañeros de filas ni de colaborar con el esclarecimiento de los casi en torno a 300 asesinatos pendientes.

La evidencia empírica de este proceso revisionista y de su relación directa con la investidura de Pedro Sánchez es la ley 5/2019, de 4 de abril, de modificación de la Ley 12/2016, de 28 de julio, de reconocimiento y reparación de víctimas de vulneraciones de derechos humanos en el contexto de la violencia de motivación política en la Comunidad Autónoma del País Vasco entre 1978 y 1999; llamada coloquialmente ley de abusos policiales.

La terminología empleada en la ley es una oda al eufemismo legislativo y político que intenta disimular lo que en realidad es una auténtica concienciación por la vía normativa de la realidad del relato abertzale, dotando de sentido político a la sangre derramada por los terroristas

Se trata de una ley que, en resumidas cuentas, habilita a una “comisión de valoración” ajena al poder judicial, cuyos miembros son designados directa o indirectamente por políticos del gobierno vasco, a resarcir económicamente a aquellos que denuncien haber sufrido abusos policiales (tortura) con “motivación política” entre los años 1978 y 1999, sin que para ello sea necesaria la existencia de una resolución judicial que acredite la realidad de los abusos. Se trata, según la exposición de motivos de la propia ley, de “construir una memoria crítica” del pasado que reconozca a todas las víctimas porque, afirma, estas “han quedado sin cobertura en la legislación actual”. En definitiva, según la propia ley, “cuando se haya producido una vulneración de derechos humanos en un contexto de la violencia de motivación política, entre el 29 de diciembre de 1978 y el 31 de diciembre de 1999, en el ámbito de la Comunidad Autónoma de Euskadi, esta ley viene a reconocer y a reparar a las víctimas, con el ánimo de que sean tratadas de forma justa y equitativa”.

La terminología empleada en la ley es una oda al eufemismo legislativo y político que intenta disimular, tras terminología jurídica y la referencia constante a los derechos humanos, lo que en realidad es una auténtica concienciación por la vía normativa de la realidad del relato abertzale, dotando de sentido político a la sangre derramada por los terroristas y poniendo en cuestión que España fuese un auténtico Estado de Derecho en el que la tortura policial no era perseguida.

Mediante la proclamación de un “derecho a la verdad”, lo que se pretende es construir una realidad distinta a la judicial que, sorteando a los tribunales y a las garantías inherentes al proceso penal, permita reconocer en vía administrativa la existencia de un delito del que se deriva la condición de víctima del denunciante y el derecho a ser indemnizado con hasta 390.000 euros. Se trata, en definitiva, de construir un nuevo relato que concluya que los terroristas fueron también víctimas al tiempo que se señala como victimario al colectivo que más sufrió los envites del terror: las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado.

Que la vigencia de esta ley está estrechamente vinculada con el apoyo del nacionalismo vasco a la moción de censura y a la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno tras las elecciones de abril es algo difícilmente rebatible. Aunque la ley inicial se aprobó en el año 2016, el gobierno de Mariano Rajoy presentó un recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional en el que interesaba la suspensión de la entrada en vigor de la ley. Es importante destacar que, aunque por regla general la admisión a trámite de un recurso de inconstitucionalidad no produce la suspensión automática, ésta si tiene lugar cuando es el presidente del Gobierno quien recurre una ley de una Comunidad Autónoma, siempre que lo solicite expresamente en la demanda.

Pues bien, una de las exigencias de los nacionalistas vascos para apoyar la llegada de Pedro Sánchez a Moncloa fue, precisamente, la retirada del recurso interpuesto por el anterior gobierno contra dicha ley. En agosto de 2018 Pedro Sánchez, ya como presidente, desistió del recurso exigiendo únicamente la modificación de la redacción de una serie de artículos que podían afectar a los datos de terceros, pero que en modo alguno afecta a lo sustancial.

Es cierto que esta ley, modificada, ha sido nuevamente recurrida ante el TC por Ciudadanos y por el Partido Popular, pero por desgracia el único recurso que lleva aparejada la suspensión automática de la vigencia de la norma autonómica es el del presidente del Gobierno. Es decir, la ley vasca de abusos policiales ya se encuentra en vigor y el gobierno vasco incluirá una partida destinada a cubrir estas indemnizaciones en los presupuestos del próximo año; lo que pone de relieve la importancia de la retirada del recurso por parte de Pedro Sánchez.

Como sociedad civil no deberíamos asumir con normalidad que un órgano administrativo altamente politizado suplante potestades que corresponden al poder judicial para construir un relato alternativo. Una investidura no vale un Estado de Derecho.

Foto: Valentin Salja


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