En la España reciente, y en esto supongo que no somos ninguna excepción, se ha dado por supuesto que predomina el electorado escorado a la izquierda, y esa es una realidad que se comprueba una y otra vez en las encuestas, más, y en las elecciones, algo menos. La pregunta que habría que hacer es en qué se basa esa preferencia, y temo que no se haga porque la respuesta pudiere resultar un tanto impopular.
La izquierda se presenta universalmente como defendiendo ideales y presenta a la derecha en tanto defensora de intereses, definiéndola, así lo acaba de hacer la líder andaluza de Podemos, como la opción de los ricos que, esto sí es evidente, siempre son menos que los pobres. Ahora bien, esa imagen que debiera acompañarse de una enorme armonía política entre sus proponentes choca de manera estridente con la realidad de sus comportamientos políticos mucho más cercanos al fulanismo y a una incomprensible división que lo que la teoría permite suponer.
Esa tendencia al fraccionalismo y a la división tiene raíces tan profundas como desagradables para la izquierda
Esa tendencia al fraccionalismo y a la división tiene raíces tan profundas como desagradables para la izquierda, y explica tanto su debilidad en las democracias con cierta tradición, como su tendencia a cristalizar en modelos de partido único en los que el autoritarismo del supremo corta de raíz cualquier desviacionismo, como hicieron Lenin, Stalin, o Castro, Chávez y Maduro. De hecho, la izquierda política se lleva mucho mejor con formas de dictadura o de partido casi único, como sucede en China o Venezuela y sucedía hasta hace bien poco en Brasil, que con cualquier forma de democracia liberal, si se hace la excepción de la socialdemocracia europea y de los demócratas de EEUU, formas políticas a las que la izquierda más radical ha tenido siempre por traidoras, pero que, sin embargo, casi siempre miran con el rabillo del ojo cuanto hacen y dicen sus hermanos más asilvestrados.
¿Cómo es posible esa tendencia tan acusada al fraccionalismo? Se trata de una cuestión de índole, en cierto modo, psicológica, porque quienes defienden con ahínco fórmulas que son una mixtura de supuesta ciencia y efectivo dogmatismo, no tienen otro remedio que considerar como desviacionistas a quienes no acaten las decisiones que se toman en función de tan altos ideales. Así se llega a la conclusión de que el líder ha de ser amo y señor, una forma de pensar que nada tiene que ver con lo que se dice defender, puesto que el caudillismo, con todas sus ínfulas y perversiones, que es lo que significa en la realidad esa manera de ejercer un liderazgo incuestionable en función del pueblo, está profundamente reñido con lo que teóricamente justifica cualquier izquierda.
Cuando no se tiene el poder del presidente de China, es muy difícil imitarle, y cualquier Errejón, por ejemplo, puede hacer mangas y capirotes al líder supremo
La democracia, en cambio, para ser efectiva, debe p rofesar ciertas formas de tolerancia intelectual y práctica que chocan con los liderazgos mesiánicos. Cualquiera que haya visto al líder del PC chino asumir absolutamente todos los poderes y hablar, sin titubeo alguno, en nombre de China, de muchísimos millones de personas, caerá en la rotunda incompatibilidad existente entre esa forma, profundamente individualista, de ejercer el poder y su supuesto fundamento. Cuando no se tiene el poder del presidente de China, es muy difícil imitarle, y cualquier Errejón, por ejemplo, puede hacer mangas y capirotes al líder supremo, en especial si este se ha sentido tan seguro de su carisma como para exhibir un casoplón digno del pekinés y perdonarle incautamente la vida al disidente.
Que quien se encarame al poder en la izquierda tienda a buscar, sobre todo, su permanencia e infalibilidad no constituye ningún secreto para cualquier liberal, pero debiera dar que pensar a los votantes que se consideran progresistas. ¿Dónde está la clave de esta contradicción tan notoria entre lo que se dice (luchar por el bien del pueblo) y lo que se hace (instalarse en el poder con el máximo de confort)? La raíz puede encontrarse en que la izquierda de que hablamos se nutre de la evidencia de los problemas (la desigualdad, la opresión, la pobreza, etc.) y se siente liberada de explicar en qué puedan consistir sus soluciones, de hacer cualquier sugerencia que vaya un poco más allá de la negación de los males con que se legitiman. Por eso sus lideres pueden ser inconsistentes y/o cínicos, mientras que es necesario que sus votantes sean ingenuos o crédulos, la misma cualidad moral en la que se apoyará la sumisión ante cualquier contradicción en el desarrollo de las políticas en que han confiado.
La caracterización de un crimen como ‘violencia de género’ llega a hacer que esa cualidad abstracta tenga mayor importancia que el crimen mismo
Sobre la base de esa credulidad moral, la izquierda tiende a sentirse exonerada de cualquier tarea intelectual mínimamente rigurosa, puede seguir cometiendo, al menos, los siguientes dislates:
- Confundir cualquier realidad desagradable con un problema, sin preguntarse si su tratamiento como problema admite solución.
- No se atreve a confesar que haya problemas inmediatamente irresolubles, cosa que disimula de manera irresponsable aumentando el gasto público y creando multitud de entes que se supone sirven a ese fin, aunque en la práctica sirvan únicamente para crear clientes.
- Ignora sistemáticamente la perspectiva de sentido común que enseña a preguntarse si la supuesta solución podría llegar a ser peor que los problemas.
- Se abstiene de aprender de la obvia experiencia de fracaso de políticas similares, porque la culpa del caso siempre se atribuye a otros, jamás a la inanidad de sus ideales.
- Crea las categorías intelectuales que permitan disimular cualquier fracaso, por ejemplo, la caracterización de un crimen como violencia de género llega a hacer que esa cualidad abstracta tenga mayor importancia que el crimen mismo, de forma que valga todo para luchar contra la categoría inventada, aunque la estadística desmienta cualquier mejora efectiva.
- Evita rigurosamente cualquier escrutinio independiente de los resultados y profesa alergia a las cifras y los datos porque el dogma tiene que estar siempre por encima del caso. Cualquier análisis serviría para poner en cuestión las políticas públicas de los supuestos benefactores de la humanidad, y eso sería un desastre.
- Todo ello implica un control cada vez más intenso de los medios de comunicación y del lenguaje, porque necesitan garantizar que el colectivo esté siempre por encima del individuo (retórica), de modo que aunque eso suponga que un individuo lo controle todo (práctica) esa es una realidad que no interesa analizar.
La consecuencia de todo esto lleva a una alternativa inescapable:
- O la izquierda entra en el juego democrático, y evita la dogmatización de sus conquistas, aunque suela hacerlo con muchas reservas, porque asumen que si la izquierda no vence algo va mal en la democracia, y eso le permitiría aprender a convivir con su derrota y a reformular sus posiciones.
- O la izquierda se verá indefinidamente presa del dogmatismo, lo que solo puede conducir a su dominio absoluto o a una fragmentación irreprimible, una lucha de egos en su versión más paradójica y paródica. Lo primero es un riesgo que no cabe desdeñar en las sociedades mínimamente libres, pues la fragilidad de las democracias ya tiene suficientes y alarmantes experiencias de que aprender, mientras que, en ausencia de una conquista del cielo, lo segundo seguirá siendo un circo con varias pistas.
El riesgo de fracaso de las democracias liberales seguirá existiendo mientras los electores de izquierda no se dignen a medir con la misma vara los resultados de unos y de otros, y no se curen de la grave miopía que les hace ignorar que los problemas son comunes y las políticas solo se diferencian en las soluciones que se propongan, y en la eficacia relativa que hayan mostrado.
Foto: Podemos