El feminismo de nueva ola es un movimiento eminentemente identitario y, por definición, excluyente. Sólo las mujeres que asumen sin matices la condición de víctimas de un sistema heteropatriarcal son aceptadas en la colmena, en la que no cabe la mujer libre, considerada como individuo.

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Para ser considerada disidente basta con negarse a asumir axiomas como la violencia institucional contra la mujer o la culpabilización de los hombres contemplados como un colectivo, con rechazar que el culpable del delito sea otro distinto a quien cometió los hechos o con rebelarse ante los intentos de subvertir la presunción de inocencia y las garantías procesales en función del sexo del acusado. Quienes nos hemos atrevido a cuestionar el dogma, hemos sido directamente tildadas de machistas y hasta de colaboracionistas del patriarcado victimario, cuando lo cierto es que no hacemos más que señalar una obviedad: que sus propuestas y planteamientos ponen en cuestión el mismísimo Estado de Derecho y los derechos y libertades fundamentales.

Es un juego perverso con el que determinadas opciones políticas de izquierda persiguen apropiarse del feminismo, despojándolo de sus fundamentos liberales y revistiéndolo de rasgos tribales, transformando la colaboración libre en adhesión absoluta y la pluralidad de ideas en un ideario tasado, en dogmas con los que alimentar a la mente colmena de la que quieren que todas formemos parte. Se trata de una colmena que protege a sus miembros y que premia a los más fieles con puestos próximos al trono, que persigue que quienes nos rebelamos, nos negamos a someternos acabemos identificando sus postulados herméticos e incuestionables con los del feminismo y finalmente reneguemos de él: pero si lo hacemos, perdemos.

La cruda realidad es que las mujeres, consideradas como un colectivo, sólo somos víctimas de estos nuevos feministas identitarios, que nos quieren sumisas y obedientes dentro de su colmena, para así agitar el avispero cuando les convenga electoralmente

Esto no es nada novedoso: son las mismas colmenas que antaño intentaron construir en torno a la lucha de clases o el guerracivilismo y que ahora, tras extraer de aquellas toda la miel, pretenden edificar en torno a movimientos civiles transversales que gozan de la simpatía ciudadana, si bien esta vez mimetizando los métodos de otras colmenas, las de los nacionalistas, que se han revelado extremadamente útiles para obtener un enorme rédito político de la división social. Así, mientras los identitarios nacionalistas usan como elementos de victimización en torno a los que cohesionar a la colmena rasgos como la etnia, el origen o el idioma; los identitarios de género utilizan el elemento de sexo para justificar la división social de la que se nutren y distinguir entre buenos y malos, entre mujeres víctima y hombres verdugo.

Para ello se valen de un relato altamente efectista pero escasamente efectivo, que traslada el debate al terreno ideologizado e inoperante del reconocimiento legislativo cuestionando la existencia de derechos ya reconocidos, evitando así debatir en el terreno que realmente importa: el de su implementación, que es en el que de verdad se podrían tomar decisiones que incidirían positivamente en la vida de las mujeres. Pero ésta requiere de unos recursos ingentes que no están entre sus prioridades: el relato victimista es mucho más barato y les acorta el camino para obtener el provecho que persiguen.

La cruda realidad es que las mujeres, consideradas como un colectivo, sólo somos víctimas de estos nuevos feministas identitarios, que nos quieren sumisas y obedientes dentro de su colmena, para así agitar el avispero cuando les convenga electoralmente. Porque somos sus instrumentos para alcanzar el poder, su excusa para colonizar las instituciones y acceder a cargos que de otra forma difícilmente conseguirían. Pero que no nos quepa duda de que, una vez conseguidos sus objetivos, nos tratarán como a un trapo usado.

Yo me niego a ser su víctima ¿y usted?

Foto: AraInfo


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