Agustín Laje es licenciado en Ciencia Política por la Universidad Católica de Córdoba (Argentina). Fundador y director de la Fundación Centro de Estudios LIBRE, es columnista en distintos medios de comunicación y autor de los libros “Los mitos setentistas” (2011), “Cuando el relato es una Farsa” (2013), “El libro negro de la Nueva Izquierda” (2016), en coautoría con Nicolás Márquez, y “La batalla cultural. Reflexiones para una Nueva Derecha” (2022). Hablamos sobre su último libro, “Generación idiota: Una crítica al adolescentrismo”.
Generación idiota señala el camino emprendido en muchas sociedades occidentales, enfermas de wokismo, hacia la “sociedad adolescente”. Además de idiota, ¿podríamos hablar de una generación perdida?
La generación idiota está perdida en su incapacidad de mirar más allá de su propio ombligo narcisista. Ese insoportable narcisismo, a menudo disfrazado de políticas woke y poses progresistas, produce una cerrazón absoluta que se pierde en sí misma. Esto lo vemos, por ejemplo, en fenómenos de lo más variados, como los safe spaces de determinadas universidades, la caracterización del “discurso de odio” para cancelar toda idea que no se ajuste a la hegemonía progresista, el dominio del principio de la autopercepción como medida de toda realidad posible, y el consiguiente fin de la verdad como un discurso que proyectamos hacia una realidad que se ubica (también) fuera de nosotros (esto es lo que podríamos llamar “posverdad”).
Este odio por la verdadera diversidad (la diversidad de pensamiento, de creencias, de ideas, de posicionamientos políticos) pierde definitivamente a la generación idiota, mientras ella se seduce a sí misma creyendo que la diversidad avanza simplemente porque podemos teñirnos el cabello de verde, sentirnos en un cuerpo equivocado o acostarnos con alguien del mismo sexo y celebrarlo (como enorme proeza) un mes entero cada año.
En una sociedad basada en el adolescentrismo, ¿qué lugar ocupan la vejez y la infancia?
Absolutamente ninguno. Por un lado, el adolescentrismo se basa en una regla general, que podríamos sintetizar como “lo nuevo es bueno, lo viejo es malo”. La vejez se le presenta a una sociedad adolescéntrica como algo esencialmente malo, en muchos sentidos distintos, pero similares al mismo tiempo: el viejo está fuera de moda; el viejo trae consigo una moral que, debido a la aceleración del cambio social, ya habría quedado desfasada; el viejo está tecnológicamente desactualizado, en una sociedad marcada precisamente por lo exponencial del cambio tecnológico; el viejo, finalmente, en su proximidad a la muerte, recuerda la finitud de la vida, en una sociedad donde la muerte equivale al fin absoluto.
Respecto de la infancia, muchos sociólogos y politólogos han denunciado en las últimas décadas una suerte de “proceso infantilizador”. Pero el infante es demasiado inocente y puro como para confundirlo con el idiota adolescéntrico que domina nuestro entorno cultural y político. El infante, tal como nos indica su misma etimología, carece de voz. El infante es un carenciado: no puede autodeterminarse, ni pretende siquiera hacerlo. El idiota adolescéntrico pretende, al contrario, una completa autodeterminación que deja, sin embargo, incompleta o mutilada, en cuanto le falta siempre el componente de la responsabilidad individual.
Toda la actual obsesión sexual que existe (y que cada día se descubre con más radicalidad) con la infancia se debe a ese especial odio y desprecio que el idiota adolescéntrico le guarda a la idea de una fase de la vida en la que el individuo de la especie humana viva bajo el ordenamiento de las autoridades de su familia. Recuerde todas esas teóricas feministas de los 70, por ejemplo, deseosas de aniquilar toda autoridad familiar sobre los niños.
El “eterno adolescente” representaría, como bien señala en su libro, el ideal del “superhombre” o del “hombre nuevo”. ¿Es Greta Thunberg el mejor ejemplo de la sociedad adolescente y las redes sociales su “reino de los cielos”?
Es un ejemplo muy relevante por las magnitudes de su mediatización. Lo que revela Greta es algo que está, en realidad, por fuera de ella, a saber: que nuestra cultura está dispuesta a creer que una adolescente va a ser el principio de salvación de un apocalipsis climático. Greta, en sí misma, constituye un personaje muy poco interesante. Mírela cuando, por fin, ha sido consultada en las calles por periodistas con los que no había pactado y arreglado previamente su entrevista: la pobre chica no podía responder ni una sola de las inteligentes preguntas que se le formulaba.
Lo interesante, en todo caso, es ver cómo las élites utilizan la imagen de la adolescencia, encarnada en Greta, para dirigir a las masas hacia determinadas expectativas, temáticas, slogans, emociones, etcétera. Todo esto no se hace solo con el poder de las redes sociales, ya que Greta, en rigor, no es un personaje de redes: es un personaje construido por las principales corporaciones multimediáticas.
Hay un vídeo de hace unos años donde un joven blanco de 1,65 se presenta como una mujer asiática de 1,80 y una mayoría de universitarios acepta su percepción de la realidad. Tras cambiar nuestro sexo a voluntad, ¿ha llegado el momento de cambiar la edad? ¿El culto a la adolescencia abre la puerta de los transedad?
La disolución del sexo como principio de realidad abre ciertamente la puerta a la disolución de cualquier otra característica identitaria. La que sea. Piénselo así: si la materialidad del sexo (esto es: su realidad fisiológica, anatómica, genética, etc.) se ha derrumbado como realidad del sexo frente a las presiones de la ideología de género (esto es: constructos culturales en torno a la sexualidad y, últimamente, autopercepción como criterio definitorio de la identidad sexual), ¿por qué no podría derrumbarse cualquier otro criterio que, como el de la edad, ni siquiera presenta una materialidad tan acuciante? En efecto, la edad depende del paso del tiempo. Pero el tiempo parece ser algo mucho menos material que el sexo como biología. Si este último ha caído, ha sido desplazado como realidad del sexo, ¿por qué no podría caer el tiempo como realidad de la edad?
El mismo ejercicio cabe hacer con cualquier otro rasgo de la identidad personal. Por ejemplo, la nacionalidad. Si la nacionalidad es definida políticamente por el Estado, y en ese sentido es mucho menos material (y, por tanto, evidente) que el sexo como biología, ¿por qué no podríamos hacer caer también ese principio definitorio en virtud de la autodefinición por vía de la autopercepción de la identidad nacional? Suena absurdo, pero responde a la misma lógica.
Dedica un capítulo a la moda y la veneración por lo nuevo. Pero la moda y lo nuevo son cada vez más efímeros, ¿son la insatisfacción, tan propia del adolescente, y el consumo los estímulos de la Generación idiota?
En efecto, la moda es cada vez más efímera, y por eso resulta tan importante para dar cuenta del vacío. La moda sólo existe en la medida en que cambia; depende, digamos así, de un autosabotaje permanente. Cuando todos “se ponen a la moda”, la moda ya no puede cumplir su promesa de otorgar algún viso de identidad.
Usted habla de “insatisfacción”, propia del adolescente, y creo que por ahí va la cosa, aunque yo lo complementaría con el problema de la identidad. ¿Insatisfacción respecto de qué? Insatisfacción respecto del yo; respecto de quién o qué cosa soy yo. La adolescencia, según Erik Erikson, es un estadio caracterizado por la ausencia de una identidad bien definida. El adolescente “va a los tumbos”, porque no sabe todavía quién es él realmente. Pues bien, creo que con nuestra cultura está pasando exactamente lo mismo, sólo que a un nivel sociológico.
La idea actual, consistente en que cada uno debe “inventar” su propia identidad, está generando demasiado estrés social, demasiado malestar. Quizás éramos mucho más libres cuando ciertos rasgos identitarios no nos provocaban semejante malestar, porque ya estaban resueltos de antemano.
¿Representa el mundo de la farándula el papel de los nuevos héroes y santos de la Generación idiota?
Mire, ese mundo, por decirlo así, se ha “democratizado”. Me refiero a que la gran promesa del actual sistema de la fama es que cualquiera, sin ningún tipo de criterio mediador, puede también ser famoso. La democratización de la fama destruyó los criterios con los que antes se volvía uno famoso (alguna destreza excepcional, genialidad, sapiencia, heroísmo, santidad, etcétera). La gran promesa de las redes sociales y sus sistemas basados en likes y followers es, precisamente, esa misma: poder ser famoso siendo todo lo común y corriente que soy.
Ahora bien, a esa democratización de la fama le ha seguido una intensificación de nuestra relación con los propios famosos, en el marco de la cual nos vemos más influidos por ellos que nunca. Convivimos con ellos todo el día, todos los días. Aparecen en todas partes. Por eso se les llama ahora, más bien, influencers. De alguna manera, aceptamos que nos influyan: más aún, deseamos ser influidos por ellos porque, en una cultura adolescéntrica, todos deseamos algún día ser también famosos.
La actual vicepresidente del gobierno español, Yolanda Díaz, ha presentado su nuevo proyecto político con el “objetivo de hacer feliz a la gente”. No sabemos que droga, que Soma, va a utilizar, pero ¿no esconden todas estas buenas intenciones el peor de los totalitarismos?
Esconde lo que en mi libro denomino “Estado niñera”, que, en efecto, es una suerte de totalitarismo light. El Estado busca hacerse de la totalidad de la vida del hombre: sus decisiones, sus gustos, sus creencias, sus ideas, sus relaciones, su familia, ¡incluso su misma felicidad! Ya hemos visto esto, por ejemplo, en Venezuela, donde le chavismo supo crear el “Ministerio de la Felicidad”.
Lo nuevo del Estado niñera es que trata a sus súbditos como si fueran, precisamente, adolescentes idiotas. Ya no les roba la libertad en nombre de la “lucha de clases”, en nombre del “espíritu del pueblo”, del “espíritu nacional”, o de lo que fuera que se utilizara como excusa liberticida en los totalitarismos del siglo XX: ahora le roba la libertad en nombre de la propia felicidad de aquel que resulta esquilmado.
Este movimiento idiota viene de arriba, de las élites. ¿Es la Nueva Derecha la rebelión, la respuesta contra este totalitarismo?
De hecho, de esa manera termino el libro, proponiendo un modelo de rebeldía frente al imperio del idiota y, por supuesto, de sus titiriteros: las élites que lo utilizan. Y es que, si hay algo que reproduce el statu quo, el orden establecido, eso es el progresismo globalista. Fíjese qué cómodos que se sienten todos esos neoizquierdistas en los foros de las élites globales; qué cómodos que se sienten con la producción de las grandes corporaciones del entretenimiento; qué cómodos que se sienten con los mensajes que suelen ofrecer las estrellas de la farándula; qué cómodos que se sienten con las fundaciones de los metacapitalistas; qué cómodos que se sienten con los organismos internacionales más poderosos del planeta; qué cómodos que se sienten con los “nuevos valores” de las empresas multinacionales, que venden ideología woke en cada una de sus publicidades; qué cómodos que se sienten en las usinas del establishment académico; qué cómodos que se sienten, en fin, con todo lo que detente poder político, social y económico.
Frente a esta realidad, la Nueva Derecha, más que simplemente “conservadora”, es enteramente subversiva. En efecto, sueña con subvertir el dominio de esas élites. Ojalá ese sueño alguna vez pueda, en algún grado al menos, volverse realidad.
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