La identidad de grupo es algo que, como muchas otras cosas en nuestras sociedades modernas, ha sido ocupada y manipulada por eso que denominamos Estado. Tiene, ciertamente, raíces naturales: la familia, el entorno cultural-religioso, incluso el paisaje, son factores que se conforman para la creación de un entorno que solemos identificar como “el nuestro”. Sin desarrollo en un medio social, sea este cual fuere, el hombre no es hombre. Pero desde ese natural de todo ser humano como ser social ni es necesario establecer fronteras entre grupos sociales diferentes, ni la “sociedad” tiene ningún tipo de derecho sobre cada uno de los individuos que la componen más allá de la racionalidad de la ley.

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Un niño nace en el seno de un grupo social. El niño no firma ningún contrato de ningún tipo que habilite a ese grupo social a constituirse en acreedor. Es más, un grupo social no es un ente independiente del individuo con capacidad de acción, a no ser que una institución (el Estado, por ejemplo) se atribuya a sí mismo la función de “representante y comandatario único y absoluto” de la sociedad. La institución o estructura que se adjudica el papel de representante de la sociedad no es más que un subgrupo social cuyos individuos pretenden dominar al resto. Por ello, la verdadera solidaridad social es un obstáculo para todo Estado. Las tradiciones locales y las estructuras familiares se encuentran en clara oposición con la voluntad homogeneizante del Estado y son, por ello, eliminadas o minimizadas.

Las nuevas fronteras

En el momento en que estamos convencidos de que debemos ayudar (llevar a otro por el “buen camino”) a alguien, nos auto concedemos permiso para saltarnos las fronteras de su esfera privada y convertirlo en objeto de aquellas medidas correctoras que nosotros creemos que son las mejores. De esta manera aparece una nueva “intimidad”, nacida de la eliminación de fronteras personales, caracterizada por una nueva frontera: la frontera entre aquellas personas que se comportan conforme a la “norma social” (lo políticamente correcto) y las que no lo hacen. Todo aquel que se diferencie en alguna forma de lo aceptado socialmente será objeto de medidas sociales de ayuda con la única meta de readaptarlo a lo convenido (a lo conveniente).

El individuo necesita recuperar sus fronteras privadas, su capacidad para tomar decisiones vitales y, por consiguiente, recuperar la responsabilidad perdida

Esta paradójica eliminación de fronteras (las personales) por la creación de otra nueva (la social) alcanza incluso los niveles más profundos de privacidad. Marta se queja de que su amigo Julio es un “macho” que pierde demasiado tiempo con sus amigotes y que esa forma de ser es definitivamente anticuada. No se para a preguntarse si el haberse enamorado de Julio tal vez sea consecuencia de que precisamente ella no está dispuesta a mantener una relación más estrecha con un hombre. Mide su relación con un rasero social, un estándar público, en lugar de hacerlo desde sus propias necesidades.

Para la mayor parte de los humanos la necesidad de compañía es absolutamente básica. En las relaciones de pareja el día a día y las necesidades de cada uno de los participantes son las que marcan las fronteras de lo que no es común. La necesidad de “no soledad” nos lleva a formar también grupos más grandes, para mejor alcanzar determinados objetivos. Las relaciones en grupos más grandes también necesitan fronteras. Cualquier característica de un individuo que no afecte a las metas para las que se ha agrupado debe permanecer en el ámbito de lo puramente privado. Si el hecho de llevar un pañuelo en la cabeza, o un crucifijo en el pecho, no afectan a la capacidad de una clase para aprender matemáticas, no es competencia de nadie ayudar a quien porta -voluntariamente- el pañuelo o el crucifijo a integrarse mejor en una cosmovisión social predeterminada: eso es un asunto puramente privado.

Las diferentes formas de agrupación presentan diferentes niveles para el establecimiento de las fronteras personales. Si la portadora de un pañuelo en la cabeza se enamora de alguien que no acepta la exhibición de signos religiosos, encontrará serias dificultades para mantener la relación o mantener intacta su frontera particular. Pero ello sigue sin ser asunto del profesor de matemáticas, ni de la clase de matemáticas. Tampoco de la escuela.

En nuestra sociedad posmoderna las cosas son diferentes. Dado que hemos derribado las fronteras de lo particular nos convertimos cada uno de nosotros en entes públicos frente a cualquiera de los otros. Ya no hay nada secreto o personal. Cualquiera puede exigir que no se lleven pañuelos en la cabeza o crucifijos en el pecho … y si la mayoría está de acuerdo (bendita democracia y sus malos usos) lo privado pasa a ser de interés social, público. A cambio, cada individuo recibe la atención de la sociedad, no de forma personal, de forma anónima mediante ayudas estatales y las estructuras del estado. Quien tiene problemas de subsistencia no recibe ayuda del vecino, pero tal vez tenga derecho a recibirla de la burocracia.

La diferencia entre las dos formas de solidaridad, de comprensión de lo social, es muy significativa:

  • la ayuda de los vecinos es un contacto directo, personal. El ayudador conoce el caso, la persona, valora en qué medida puede ayudar y lo hace renunciando a algo suyo. El ayudado percibe agradecimiento y valora el gesto del vecino. El ámbito de la relación es privado,
  • la ayuda burocrática, por el contrario, es algo a lo que “se tiene derecho”, y se basa en criterios abstractos válidos para grandes grupos de personas, lejos del caso particular. Quien mejor sepa manejar la situación legal recibirá más y mejores ayudas. Ya no es necesario atender al vecino, pues lo hacemos vía impuestos y no es necesario prever reciprocidad (tal vez algún día nosotros necesitemos ayuda): tenemos derecho a que nos ayude el estado. Nos convertimos en un poco más egoístas, nos centramos más en nuestra “realización personal” y no sentimos necesidad de vernos como responsables directos de lo común.

Les dirán que la culpa de todo esto es la progresiva individualización y el abandono de los verdaderos valores sociales. ¡Que nos hacemos egoístas! ¡Avariciosos! ¡Descreídos! ¡Insolidarios! Que hemos de regresar a los verdaderos valores que nos hacen humanos… si es necesario mediante las leyes, obligando a todos a vivir según esos valores que “creemos” (o “sabemos” … ¿quiénes?) mejores. Esta receta conservadora de enajenación y super protectorado es compartida por los conservadores de izquierdas y de derechas, aunque varíen los temas: para los conservadores de derechas será necesario volver a recuperar los valores de la familia tradicional (por ejemplo), para los conservadores de izquierdas se trata de perpetuar y mejorar los “logros sociales” (por ejemplo).

Defino nuestra sociedad como la “sociedad del consumo pasivo”. Las personas, en una sociedad estatalizada, no tienen ni la posibilidad de generar por ellas mismas las bases de su “realización personal”, ni deben enfrentarse a las consecuencias de sus acciones. Al final, pierden la voluntad de hacerlo. No estamos ante un problema de “individualización”. Lo que realmente caracteriza nuestra sociedad es la asunción por parte del Estado de los riesgos (es decir, de la responsabilidad). Liberados de “la vida en serio” y sus consecuencias, la individualidad apenas es más que consumo pasivo, conformidad generalizada.

Estructura social de la sociedad estatalizada. La sociedad responde a los intereses de los individuos: su seguridad material, pero la absolutización de esa meta agrede la esfera privada de los individuos y sus otros intereses. En lugar de una estructura represiva aparece una red de instancias burocráticas respondiendo al deseo de reducir riesgos mediante una mejor organización. La diferencia entre formas legales privadas y públicas de estas instancias desaparece.  Se genera una red burocrática incontrolable por la política (por lo tanto, por los votantes) o por el mercado. Como las personas, gracias a la red de instancias burocráticas “sociales” no necesitan responder individualmente de sus actos, aparecen continuamente nuevas y más numerosas “víctimas”: parados de larga duración, receptores vitalicios de asistencia social, … La red del estado se fortalece para atender a los nuevos necesitados.

Estructura psicológica de la sociedad estatalizada.  Como a las personas todo se les presenta “precocinado” y “válido para todos”, es imposible que lo que se les oferta atienda exactamente a sus necesidades particulares (y solamente éstas permiten, mediante la acción individual, una verdadera satisfacción) Siempre queda algo atrás, algo que no es exactamente como nos gustaría que fuese. Algo que no podemos conseguir. Pero ya no existe un enemigo represivo ante el que rebelarse. Somos una democracia social y de derecho …. ante quién rebelarse?  La consecuencia es la resignación o, en casos aislados, la violencia.

A modo de resumen

  1. Cuando la red social estatalista asume la responsabilidad de los errores particulares, el individuo carece de toda posibilidad estructural-social para recuperar su responsabilidad. Desde el punto de vista psicológico carece de toda motivación para hacerlo.
  2. Cuando la solución a los problemas vitales particulares ya no es la propia acción, nos dedicamos en exclusiva a “solucionar” las necesidades menos vitales: diversión y entretenimiento.
  3. Cuando la red social estatal cubre las necesidades de los otros, desaparece la solidaridad. Dado que los individuos productivos pagan esa red social mediante cargas impositivas enormes (bajo amenaza de uso de violencia si no pagan), la motivación a la generosidad disminuye … o desaparece.
  4. Cuando la responsabilidad última está en manos de la red social, el individuo no puede ser dueño único de sus actos. El abandono de la responsabilidad favorece la aparición de violencia.
  5. Mayor presión laboral, mayor paro. Los costes de la red social estatal acarrean sobre todo un aumento del coste salarial. Los exorbitantes costes laborales fuerzan al empleador a buscar trabajadores de alto nivel, que justifiquen el pago de las altas tasas impuestas por el estado. Los otros individuos caen en el desempleo, lo que aumenta el coste de la red social y, por consiguiente, los laborales.

Cualquier solución debe alejarse del debate tradicional derecha-izquierda, de las posturas neoconservadoras, neoliberales o romántico-socialistas. La solución debería tener como meta la devolución al individuo de sus fronteras privadas, de su capacidad para tomar decisiones vitales y, por consiguiente, recuperar la responsabilidad perdida.

Foto: Zoltan Tasi