Cuando en octubre de 2016 Pedro Sánchez renunció a su acta de diputado para recorrer España en coche, nadie habría predicho que terminaría aparcándolo en el palacio de La Moncloa. Entonces era la perfecta imagen del perdedor, del político paria al que todos daban por amortizado. En realidad, lo primero que Sánchez hizo no fue recorrer las polvorientas carreteras de España, sino viajar hasta Los Ángeles, California, con la familia al completo, y pasear por Beverly Hills.
De aquella huida a las playas de Santa Mónica y Malibú, lugares predilectos de los famosos, pocos se acuerdan. De ahí que en su lugar haya terminado prevaleciendo la idílica imagen del sufrido y joven líder socialista, cuya audacia inauidita le ha llevado a ser presidente. Una especie de adaptación del cuento de La Cenicienta a la cutre política española.
Pero los cuentos, cuentos son. La “operación Pedro Sánchez” no surge de la aguda inteligencia del personaje. En ella confluyen numerosos intereses. Cierto es que todo apunta a que fue vendida con grandes dosis de oportunismo como instrumento para desbloquear una situación política que, con Mariano Rajoy de presidente, no tenía solución. Pero hasta ahí llega la audacia. En esta adaptación de La Cenicienta no hay buenos y malos, tampoco audaces o pusilánimes. Todo es mucho más prosaico. Aquí el protagonista es el statu quo, y su proverbial visión de corto plazo, que una vez más ha hecho de la necesidad virtud.
Una coalición de intereses
Es verdad que cuando Pedro Sánchez hizo públicas sus intenciones, parecieron saltar todas las alarmas, pero en realidad el flujo de información ya circulaba en los despachos. Lo que podía interpretarse como una audaz blitzkrieg, era en realidad un inevitable asalto al poder donde no iban a faltar aliados. La temeraria idea de un gobierno socialista en franca minoría, a merced de nacional-separatistas y comunistas, se transformó a gran velocidad en una operación plausible donde encajaban diferentes intereses.
La prueba de vida exigida al PSOE no tardó en ser proporcionada: los presupuestos pactados no se desvirtuarían. Lo que fue acompañado de información puntual sobre las intenciones del nuevo gobierno. No habría experimentos, al contrario, se prometían nombres confiables: un ejecutivo de técnicos o, como publicaba con su proverbial diligencia el portavoz del régimen, el diario El País, “un gobierno de expertos”. Así, como por ensalmo, la Bolsa se dio la vuelta y la prima de riesgo dejó de tensionarse.
De pronto, Pedro Sánchez, el tipo del recalcitrante “no es no”, dejaba de ser blanco de mofas y descalificaciones y pasaba a ser adulado por todos o casi todos
De cara al establishment, las piezas encajaban. Sólo faltaba un toque de simpatía para ganarse al público. Dicho y hecho, Sánchez añadiría al elenco un par de nombres mediáticos y ajenos a la política, gente encantadora: Pedro Francisco Duque, “el astronauta español” y Màxim Huerta, “el cuenta cuentos”. Un golpe de efecto del que los medios sacarían muchos clics. Duque y Huerta, los dos ministros florero, ayudarían a reforzar la imagen desenfadada del nuevo gabinete, serían la guinda que el pastel necesitaba para ganarse el favor popular, con la cooperación, claro está, de unos medios siempre atentos a la dirección en la que sopla el viento.
El regreso del hijo pródigo
De pronto, Pedro Sánchez, el tipo del recalcitrante “no es no”, dejaba de ser blanco de mofas y descalificaciones y pasaba a ser adulado. En un abrir y cerrar de ojos se convertía en un político audaz y “más listo de lo que parece”. El odioso Mariano Rajoy estaba fuera, se atenuaba la alargada sombra de la corrupción que se había cernido sobre el Régimen del 78 -aunque luego volvería con más fuerza- , y lo más importante, el nuevo gobierno socialista, libre de las exigencias de los votantes de Centro Derecha, podría buscar un apaño al problema catalán.
Como contrapartida, Sánchez tuvo luz verde para convertir la moción de censura en una moción instrumental en perjuicio de Ciudadanos y Podemos. El PSOE recuperó el poder por la puerta de atrás, apuntándose en su haber la defenestración de un presidente al que ya nadie quería y que, sin embargo, parecía inamovible. Así pues, casi todos salieron ganando… o tal vez no.
Políticos sin control
No fue así. En el mejor de los supuestos, se podría hacer valer la nueva y extraña mayoría parlamentaria para sacar adelante una moción de censura, pero nunca para gobernar y aplicar un programa que en realidad nunca han votado los electores y que, para colmo, constantemente es negociado con una amalgama de fuerzas con pretensiones que van desde la disolución de la comunidad política (la nación española), hasta la imposición de alguna suerte de violencia política. Sin embargo, las reglas son las que son. Y precisamente este es el problema: con estas reglas, en la práctica, el Parlamento es más una cámara de apaños que de representación.
“La democracia está funcionando correctamente”
No, nuestra democracia no está funcionado correctamente, desde luego no para el ciudadano de a pie. El parlamento, ni ahora ni antes, está reflejando fielmente sus inquietudes. Sin embargo, desde el día en que aquella moción de censura salió adelante, se ha querido trasladar a los ciudadanos la idea de que la democracia ha funcionado correctamente. Que el relevo del Gobierno se produjo dentro de los cauces oportunos. En definitiva, que todo fue perfectamente democrático. Y técnicamente lo fue. Pero eso no debería ocultar la realidad: que las reglas de esta “democracia” son, por decirlo muy suavemente, francamente mejorables.
En realidad, Rajoy no era una anomalía sino la consecuencia lógica de un modelo perverso. Las enseñanzas que se pretendan extraer de su conducta son, se quiera o no, muy limitadas. Refundar el Centro Derecha dentro de este estado de cosas, como proponen algunos, es un brindis al sol. Y lo mismo cabría decir de la refundación de lo que aún hoy llamamos izquierda. Los partidos políticos no son agentes al margen de las deficiencias del modelo político; al contrario, son su máxima expresión. Por eso, las nuevas formaciones surgidas al calor de la crisis, también las supuestamente subversivas, terminan adaptándose. Y sus líderes son acomodados dentro del esquema de Poder, algunos en chalets con parcelas de 2.000 metros cuadrados.
Para que una democracia funcione adecuadamente, hace falta algo más que votar cada cuatro años una lista cerrada
En política, los valores y, sobre todo, las supuestas virtudes personales tienden a palidecer frente a los incentivos, sus inercias y sus círculos viciosos. Por eso, para que una democracia funcione adecuadamente, hace falta más que votar cada cuatro años una lista cerrada. Si el modelo político es una máquina de generar incentivos perversos, los resultados serán perversos también. Esto es algo que ni el más necio politólogo puede discutir.
Sin embargo, todo esto brilla por su ausencia en unos análisis que se ciñen exclusivamente a la buena o mala voluntad del sujeto, a sus bondadosos o aviesos fines. Un menú informativo saturado de hidratos de carbono y pobre en proteínas, donde la política es reducida a una confrontación entre buenos y malos, valientes y cobardes, inteligentes y necios, progresistas y reaccionarios. Este pueril planteamiento se derrama de arriba abajo, como lluvia fina, calando a buena parte de la opinión pública.
Un traje a la medida del statu quo
Los medios de información han dedicado ríos de tinta a retratar tanto al lamentable y ya casi olvidado Rajoy como al oportunista de Sánchez, siempre desde una perspectiva tribal e interesada, cuidándose mucho de hurgar en la verdadera herida y desvelar a sus lectores que la democracia es lo de menos: que aquí todos juegar al juego del poder sin ánimo alguno de cambiarlo. La misión de los medios es adaptar el cuerpo del debate a las costuras de este traje tan estrecho, donde la crítica al sastre está tácitamente prohibida. Ni cambio de régimene, ni golpe de Estado: lo que estamos viendo es el régimen de siempre llevado hasta sus últimas consecuencias. Para que no lo veamos, los cronistas nos mantienen entretenidos con sus análisis y crónicas cortesanas, con sus habilidades de comadres.
Tampoco es una verdad absoluta, si acaso fragmentaria, que los políticos son el reflejo del votante. Es el modelo el que proyecta las formaciones políticas que padecemos. Y estas, a su vez, nos suministran presidentes como Zapatero, Sánchez o Rajoy, cuya misión no es gobernar, sino sostener un sistema de acceso restringido a la política y a la economía, en el que prevalece el clientelismo, la compra masiva de voluntades y el despilfarro.
Justificar los fallos del modelo político aludiendo a los vicios de la sociedad es coger el rábano por las hojas. El pretexto de unas élites acomodadas que culpabilizan a eso que llaman “sociedad”, situándose al margen o, peor, por encima de ella. Es, en definitiva, la forma en que la inteligencia media, esa inteligencia mediocre y servil elude su responsabilidad endosándola al currito. Lo dijo Margaret Thatcher, no hay tal cosa como la sociedad. Hay individuos, hombres y mujeres, y hay familias.
La socorrida disyuntiva de si fue antes el huevo o la gallina, es decir, si la “culpa” es de la sociedad o de la clase política, es una broma. El huevo no es más que la forma en que la gallina se reproduce. Si el huevo no existiera, la gallina se reproduciría de otra forma. En cambio, sin gallina no habría huevo.