Tras unas elecciones pueden pasar dos cosas, que quien se tiene por triunfador tenga una mayoría clara y entonces se aceleran los trámites para la investidura o que, lo que ahora empieza a ser más frecuente, se entre en una etapa de duración incierta en que las cábalas se adueñan del imaginario público mientras los candidatos en liza se dedican a declarar que ellos han ganado las elecciones.
En este último caso suele haber una cierta división de opiniones acerca de si será necesario repetir las elecciones, pero, como es lógico, los que creen más probable alzarse con el botín recuerdan que los electores ya han hablado y los que no lo ven tan claro suelen dar a entender que pudiera ser.
Lo que ocurre en esas largas semanas de expectativa es que la política entra en una fase de discreteo, poco a poco se apagan las luces, nadie parece hablar con nadie y se procura que la opinión pública se canse y comience a ocuparse de otras cosas. Todo esto forma parte de la liturgia de las elecciones parlamentarias, las que no eligen directamente a un presidente de gobierno, y no sirve de mucho lamentarse de que sea así, pero puede ser interesante reflexionar sobre algunas de las propiedades de la política que muestran mejor su carácter en estas épocas de relativa penumbra que en etapas electorales o en los momentos en que se ejerce el gobierno.
La elección de los miembros del Consejo del Poder Judicial está encomendada constitucionalmente a las cámaras, pero estas se han sometido de buena gana al palacio de la Moncloa y a Génova y ni siquiera han incluido nunca en su orden del día un somero examen del asunto
Lo primero que vemos en estas circunstancias es que la supuesta capacidad de elección que se atribuye a los electores entra mansamente en una vía muerta. Ya no se habla del electorado ni se repite que ya ha elegido, lo que es una buena oportunidad para caer en la cuenta de dos cualidades de las políticas democráticas que, en otros momentos son menos claras.
En primer lugar, que el electorado como tal no existe, por mucho que los analistas se empeñen en tomarle la palabra, y, en segundo término, que el poder tiende siempre a concentrarse en manos de unos pocos, lo que de manera habitual conlleva el peligro de que el poder en su conjunto acabe estando en manos de uno solo, a poco que el interesado sea suficientemente atrevido y no tenga demasiados escrúpulos.
Los electores han hablado, se dice, pero en este caso el término hablar se emplea de manera abusiva, porque lo que realmente ha sucedido es que unos cuantos electores, aproximadamente seis de cada diez, han depositado una papeleta en la urna pensando en ganar y, en la mayoría de los casos, se encuentran con el chasco de que son otros los que parecen haber conseguido la victoria. Esto se ve con mucha claridad cuando se escuchan las infinitas interpretaciones que hacen unos y otros del suceso: cuando se dice, por ejemplo, que la abstención ha operado en beneficio de los rojos o de los azules, o se afirma que ha triunfado el eje X o el eje Y u otras especulaciones similares.
Lo que ha sucedido, en realidad es que los electores se retiran a sus habitaciones y llega la hora de los políticos. Los elegidos comienzan entonces la verdadera partida, una liturgia que, con frecuencia, nada o muy poco tiene que ver con lo que previamente han dicho a los electores. Es su hora, tienen un libreto escrito por el resultado electoral, pero eso es sólo un punto de partida. Los políticos son como esos directores de teatro que se sienten capaces de representar Romeo y Julieta como si fuera una conversación entre premios Nobel de Física sobre la naturaleza precisa de los fermiones.
Tras la toma de posesión de los escaños se empieza a representar la función, que normalmente se ha pactado fuera del parlamento, o se va a pactar con el parlamento expectante y se lleva a cabo entre los muy pocos que están en condiciones de decidir, tres o cuatro, a lo sumo. Por lo general estos pocos se las arreglan para establecer la situación en la que sientan que salen mejor librados. Se trata de un momento excepcional en el que los que llamaríamos problemas reales desaparecen por completo y sólo se negocia el precio de los apoyos; es la política en su aspecto menos defendible, aquello que el gran Miguel de Espinosa describió como la simpatía del poder hacia sí mismo.
Los ciudadanos tienen derecho a sorprenderse de dos cosas, la primera que esa negociación se haga a oscuras, el ejemplo máximo lo tuvimos en la negociación entre Sánchez y Puigdemont para la investidura del primero, y la segunda que, a la conclusión de esos pactos penumbrosos, los partidos puedan decir y defender cosas muy distintas a las que dijeron y defendieron mientras pedían el voto. Como diría Pedro Sánchez, se trata de un cambio de opiniones.
No podemos confundir la política con un parvulario en el que solo se dicen cosas bonitas y bondadosas, se trata de una sensata advertencia de Hannah Arendt, pero sí tenemos derecho a advertir que esas prácticas ponen en serio riesgo a la democracia misma porque subvierten de algún modo reglas básicas. Recientemente ha repetido Michael Ignatieff que la democracia consiste siempre en un debate sobre la democracia misma, sobre sus reglas, pero lo que no puede ser es que, de manera taxativa, se reduzca la democracia a pactos de conveniencia de los que previamente nada se ha dicho a los electores, o peor, que se les ha dicho nunca se harían.
No cabe discutir la capacidad de acuerdos entre parlamentarios, pero sí es necesario advertir que cuando esa práctica acaba por serlo todo entonces no solo se desvirtúan las elecciones, sino que los parlamentos dejan de representar al pueblo para convertirse en oficinas de gestión del ejecutivo, algo que no está en los libros. En España hemos llegado tan lejos en este asunto que conviene alarmarse bastante y basta con un ejemplo obvio: la elección de los miembros del Consejo del Poder Judicial está encomendada constitucionalmente a las cámaras, pero estas se han sometido de buena gana al palacio de la Moncloa y a Génova y ni siquiera han incluido nunca en su orden del día un somero examen del asunto.
Un experimentado político me advertía recientemente de que en España llevamos tiempo reduciendo la legitimidad a la voluntad del ejecutivo y de ahí que el presidente de gobierno haya podido declarar constitucional, tras las elecciones y por su pura conveniencia, una amnistía para los responsables de graves atentados al orden constitucional condenados tras juicio ejemplar y piadoso por el Tribunal Supremo, una posibilidad que le parecía claramente anticonstitucional mientras pedía el voto.
Decía Ortega que la política era todo un edificio incluyendo los sótanos, pero convendría caer en la cuenta de que en la España de ahora mismo solo se hace política, casi exclusivamente, cuando se está al abrigo de la mirada del público y que eso sólo puede conducir a una muerte lenta de la democracia.
Foto: La Moncloa.
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