Que las regulaciones son trampas no es ninguna novedad, ya lo sabía el habilísimo Conde de Romanones cuando decía, hace ya un siglo, “Ustedes hagan la ley, que yo haré el reglamento”.

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Lo que resulta sorprendente es que al tiempo que se promueve, desde todas partes, pero sobre todo desde la izquierda más supuestamente radical, una sistemática sospecha hacia los políticos, no se haya caído en la cuenta de que muy peores que estos, y más duraderas, son las regulaciones que ellos producen sin cesar.

Buena parte del engaño con el que se somete a los electores a responder sobre alternativas trucadas está precisamente en las regulaciones, en el hecho de que se espere que una más, la preferida de cada cual, arregle algo que no hará nunca otra cosa que estropearse a medida que aumente el frenesí regulatorio.

Con las regulaciones en la mano se puede hacer, como decía Quevedo del dinero, con las piedras pan, un pan mentiroso, pero que muchos consumen con delectación. Los efectos principales de este placebo político son dos, el primero dejar la ley en suspenso, al albur de procedimientos que casi siempre acaban en nada, lo que otorga al político una serie de posibilidades en cadena, la dilación, el embrollo, el recurso a procesos de tramitación absolutamente impenetrables, una forma de eludir cualquier responsabilidad en último término.

El segundo efecto es todavía más pernicioso, porque consiste en establecer una serie de controles y procedimientos que a la postre solo sirven para crear dificultades a los que menos pueden, y dar, por el contrario, ventajas adicionales a los que están perfectamente instalados y pueden absorber esos nuevos costos para inmediatamente endosarlos a los terceros que así han conseguido eliminar del campo de su competencia.

Que el gobierno regule más cualquier cosa es el mecanismo seguro para garantizar un alza de precios sin mejora real

Lo grave de este último aspecto, que es casi ineluctable, es que, en muchas ocasiones, estos efectos no son perceptibles a primera vista, se toman su tiempo precisamente para garantizar que todo quede no igual sino un poco mejor para los que controlan el asunto. Que el gobierno regule más cualquier cosa es el mecanismo seguro para garantizar un alza de precios sin mejora real, el mecanismo perfecto para que paguen el pato los supuestos beneficiarios.

En realidad, quienes más debieran temer las regulaciones son los más débiles, que, por el contrario, son muy frecuentemente, víctimas  del engaño más pueril, en la medida en que piensen, por ejemplo, que si un gobierno se pone duro con los bancos eso les beneficiará de alguna manera, ignorando el hecho decisivo de que los poderes financieros se las arreglarán, de uno u otro modo, para que los más ingenuos e indefensos acaben pagando de sus bolsillos las alegrías intervencionistas y demagógicas del mejor intencionado de los gobiernos, suponiendo que alguno de estos intervencionistas de pacotilla realmente lo hubiese sido.

Bastaría con caer en la cuenta de lo mal que les va ahora mismo a los Bancos y otras especies de poderosos que se han visto sometidos a las continuas amenazas regulatorias, décadas llevan haciéndose tirabuzones con el acero de los cañones de esos vocingleros.

La regulación creciente es el reino de la arbitrariedad sin control, y eso no pasa solo en las cuestiones de fondo puramente administrativo y fiscal, sino, para desgracia de las democracias poco maduras, en cuestiones que afectan a los derechos políticos y a la igualdad ciudadana.

En España, el mejor ejemplo posible de esa iniquidad lo constituye el trato que los sucesivos gobiernos, supuestamente pro bono pacis, vienen tributando a fuerzas políticas desleales con los intereses nacionales más básicos e irrenunciables.

Hemos visto cómo el señor Sánchez ha soltado casi dos mil millones de euros a la Generalidad de Cataluña sin ninguna clase de control por parte del Congreso

Recientemente hemos visto cómo el señor Sánchez, que preside de manera accidentada el gobierno de España, ha soltado casi dos mil millones de euros a la Generalidad de Cataluña sin ninguna clase de control por parte del Congreso y de la manera más reglamentaria y oscura que quepa imaginar. Cualquiera podría preguntar si no estarían mejor empleados esos dineros en arreglar el transporte ferroviario en Extremadura o, todavía más simplemente, en tratar de no aumentar la deuda que ha de pagar las generaciones futuras que son las que, por definición, nada podrán decidir nunca sobre un gasto que va a caer sobre sus espaldas.

Pero eso sería pensar en serio en la política que llevamos, en la ley como regla de juego que no puede saltarse ninguna disposición caprichosamente, sería casi tanto como dejar a los políticos sin margen de maniobra, porque ya se lo decía con claridad ese estadista que fue Rodríguez Zapatero al melifluo Solbes, paradigma del apaño presupuestario, “sin dinero (del que pagarán nuestros hijos y nietos) no se puede hacer política”.

La única manera de respetar realmente las leyes es dejarlas que puedan ejercer sus benéficos efectos sin atosigar su cumplimiento con una infinitud de reglamentos tan perversos como absurdos. Claro es que la cultura política que haría posible ese ideal es estrictamente contraria al principio de arbitrariedad, a esa manera de entender la representación política y la legitimidad de las urnas, como una especie de derecho ilimitado a trastocarlo todo.

Volvamos al ejemplo catalán, que es deslumbrante en su condición teatral, barroca y surrealista, es decir, españolísima. Resulta que el Estatuto vigente no se podía modificar con menos de dos tercios del parlamento regional, ni, por supuesto, la Constitución española, pero eran tan grandes las ganas de Puigdemont y compadres de hacer algo fantástico que bastó una muy mínima mayoría parlamentaria para abolir el Estatuto, saltarse la Constitución española y proclamar una República que no ha podido ser ni siquiera bananera.

No cabe mayor ignorancia de lo que es el respeto a la ley  que convertir a la Constitución y a la ley en su conjunto en papel mojado, en un reglamento que cualquier regulación puede cambiar si el que gobierna así lo desea

Ahora proponen, además, que los tribunales se sometan a sus deseos, que su rebelión no cuente para nada y que, por supuesto, se implante realmente su república soñada sin que nadie se altere, pacíficamente, seguramente para evitar que las milicias populares catalanas tengan que volver a derrotar de manera vergonzosa y fulminante a ese tigre de papel que es el Estado según sus delirantes designios reglamentistas. No cabe mayor ignorancia de lo que es el respeto a la ley ni mayor confusión interesada, convertir a la Constitución y a la ley en su conjunto en papel mojado, en un reglamento que cualquier regulación puede cambiar si el que gobierna así lo desea.

Claro es que todo ese zafarrancho de despropósitos no servirá para nada positivo, a no ser que algún estadista mesetario decida jugar a lo grande y les conceda por lo barato lo que no saben alcanzar en ningún mercado político legítimamente democrático, quiero decir, si se les continúa dando favores y excepciones como esos casi dos mil millones que se acaban de embolsar para que quien yo me sé pueda permanecer en los jardines de palacio algunas semanas adicionales.

Casi me da vergüenza escribirlo, pero es obvio que las triquiñuelas, regulaciones, exenciones, tratos de favor, trampas y otros dispositivos de excepción, sí favorecen a alguien: naturalmente, a quienes los pueden promulgar tras haber conseguido engañar a un número suficientemente amplio de personas.

En el caso de los supremacistas catalanes, es claro que en su alocada ensoñación han conseguido muy poco de lo que pretendían y han puesto en píe los mecanismos de alerta y protección de toda la Nación (con mayúscula), y del mundo entero, más allá de los comentarios de algún periodista memo y/o a sueldo del aparato de propaganda que absurdamente les seguimos pagando, de forma que hasta ellos saben que no ha habido choque de trenes, que se han roto las narices contra un muro lo suficientemente sólido.

Las leyes no existen para dar más poder a quienes tienen el honroso derecho y el deber de representarnos y gobernar, sino para limitarlo severamente

A pesar de haber padecido y padecer gobernantes muy lamentables, los españoles podemos estar relativamente tranquilos porque esas argucias reglamentarias de un parlamento regional no prevalecerán contra nosotros.

Desgraciadamente, todavía no podemos decir lo mismo del sinnúmero de arbitrariedades, como la maldición de los coches Diesel, la infausta y caótica regulación de los servicios de alquiler de automóviles con conductor,  o las infinitas y contradictorias normativas que nos acechan en cualquier negocio, sobre las que todavía no nos hemos caído del guindo: nos haría falta un Puigdemont que las llevase al absurdo indubitable, pero los beneficiarios del barullo regulatorio suelen ser más astutos que el peregrino líder separatista de los catalanes enloquecidos.

Tanto el delirio político de los supremacistas como todos los disparatados regímenes regulatorios nacen de una misma fuente, el olvido de que las leyes no existen para dar más poder a quienes tienen el honroso derecho y el deber de representarnos y gobernar, sino para limitarlo severamente y por muy buenas razones.

Foto: Stefan Steinbauer


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web