Vivimos una era de agitación política que recuerda a la que pasó la Europa de entreguerras, aunque las fuerzas que llevaron a la misma ya se estaban larvando desde finales del XIX. Entonces, el declive del liberalismo, la emergencia de las ideologías colectivistas y, como explica Stanley Payne en La Europa revolucionaria, la emergencia de una generación joven y populosa como nunca antes o después se ha dado, entre otros factores, contribuyeron a que la política y la guerra se confundiesen.

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La situación ahora no es tan dramática. En España vemos que ya hay una generación que no tiene a nadie en su familia que le cuente qué es una guerra, y por eso muchos jóvenes adoptan un discurso guerracivilista: por un prurito ideológico que no se enfrenta a una idea aproximada de lo que es una guerra. También por eso el voto de los partidos de ultraizquierda, que son abiertamente guerracivilistas, es muy joven.

La democracia tiene su lógica y ejerce su pedagogía. Pero no todos la asumen. Una parte de la sociedad no acepta que todos tengan derecho a la participación política, no acepta que haya normas comunes, y asume que la política pasa por la destrucción del otro

Pero eso no ocurre en el conjunto de Europa, por un lado porque el fin de la II Guerra Mundial (1945) es algo más reciente que el de la Guerra Civil (1939), pero sobre todo porque la IIGM impuso un conjunto de consecuencias políticas que en gran parte siguen teniendo efectos. Es el caso de la creación de un conjunto de instituciones internacionales abocadas precisamente a evitar el enfrentamiento bélico: las Naciones Unidas o la Unión Europea, entre otras.

Todo ello es parte de un gran principio, conocido de antiguo, llevado ahora al ámbito de las relaciones entre Estados: hay que sustituir las decisiones particulares, basadas sólo en los intereses del momento según lo interpretan los gobernantes de turno, por un entramado de normas y compromisos que nos sujetan a todos, nos obligan a encontrar acuerdos, y evitan que recurramos a la guerra. Si no hay normas, sólo queda la voluntad caprichosa de las partes. Y a la ley jurídica le sustituye la ley del más fuerte.

En el ámbito hobbesiano de las relaciones internacionales es fácil ver este proceso. En el puro ámbito de las normas sociales es más complicado, pero es esencialmente el mismo. Los conflictos entre clanes siempre se pueden resolver por la guerra, pero la guerra es extremadamente costosa y de resultado incierto, por lo que en general conviene evitarla incluso a quienes tengan la razón y cuenten con más medios para librarla.

Hay una alternativa, que es la de llegar a un acuerdo. Ese acuerdo es más fácil si se realiza sobre unos principios que pueden asumir las dos partes; y es más fácil asumirlo si esos principios forman parte de la cultura y se acuñan en normas de obligado cumplimiento; esto es, si forman parte del Derecho.

El cumplimiento de esas normas es un problema. La alternativa de la guerra no siempre es un acicate suficiente. Si el Derecho hace que la violencia sea menor, hacer que se cumplan sus normas exige que una organización tenga una posición de fuerza efectiva, suficiente. Esa realidad, la del poder plantea el problema del control de ese poder; es decir, surge el problema de la política.

Ese problema consiste en responder a varias preguntas: quién tiene ese poder, qué poder puede o debe tener, cómo se puede mantener en el tiempo, etc. No vamos a repasar la historia de las formas políticas, pero lo que nos ha enseñado ese recorrido es que de nuevo hay una sustitución del capricho, de la voluntad arbitraria, por unas normas cada vez más comprensivas.

No planteo la tesis del fin de la historia, pero quizá por el desenfoque de mirar de tan cerca el presente casi parece que hayamos llegado a una forma política que no tiene alternativa, y que es la conclusión última de este proceso de inclusión de todos y sometimiento del ejercicio del poder a unas normas comunes: la democracia de masas.

No acaba aquí la historia, de hecho. La democracia tiene su lógica y ejerce su pedagogía. Pero no todos la asumen. Una parte de la sociedad no acepta que todos tengan derecho a la participación política, no acepta que haya normas comunes, y asume que la política pasa por la destrucción del otro.

Es importante asumir que esa es la realidad, que una parte de la sociedad y de las organizaciones políticas confunden la política con la guerra.

Ante ellos, una parte de los políticos moderados recurren a explicar las virtudes de la democracia, el Estado de Derecho, la Constitución, y los acuerdos. Es un esfuerzo vano. Lo único que se puede hacer es reconocer la actitud de estos políticos, denunciarla y luchar contra ella sin reservas. O política y guerra o política y paz. Esta es la disyuntiva.

Foto: Stijn Swinnen.


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