El hecho de que las mentiras no sean cuerpos escasos en la comunicación política parece en principio poco sorprendente. Al fin y al cabo, la comunicación política es, ante todo, comunicación estratégica. Siguiendo al sociólogo Niklas Luhmann (1927-1998), en el sistema político no se trata de encontrar la verdad, sino de manejar la cuestión del poder (Die Politik der Gesellschaft, Frankfurt/M. 2000) La comunicación política es en gran medida comunicación de poder, que sirve para imponer ideas y criterios a los demás. Tan amplio como es el campo de la comunicación política, también puede serlo el de la mentira política, dependiendo de quién mienta, a quién se le mienta, en qué contexto y, sobre todo, con qué finalidad. No les voy a hacer una relación de mentiras de nuestros gobernantes actuales: sean ustedes los que escojan sus mentiras favoritas y sus mentirosos de salón y pasen las unas y los otros por el tamiz de las siguientes líneas.

Publicidad

Podemos clasificar como «mentiras» actos comunicativos muy diferentes. El Diccionario Filosófico germano define la «mentira» como una «afirmación calculada para engañar, que oculta o distorsiona lo que la persona que la dice sabe sobre el asunto en cuestión o lo sabe de forma diferente a como lo dice» (Philosophisches Wörterbuch, Stuttgart 1991). En primer lugar, la mentira, incluso en política, es nada más y nada menos que un acto de habla, un juego de lenguaje. La mentira puede incluso describirse como un «arte». Sólo en un segundo paso se plantea la cuestión de si la mentira se convierte en un problema y en qué condiciones. Aquí, el contexto de la política y la democracia, la mentira y sus consecuencias juegan un papel central.

Desarrollar una cultura de la honestidad en estos tiempos «posfactuales» es un proyecto de gran envergadura. Pero es la única labor que puede evitar que la «era posfactual» se convierta en una «era post-democrática»

La pregunta sobre si hay mentiras buenas y malas fue respondida de forma decisiva por el filósofo Immanuel Kant (1724-1804). Se opuso por principio a la justificación de la mentira, tanto en la política como en otros ámbitos, y se pronunció con vehemencia y amplitud contra cualquier excusabilidad de la mentira, aunque con ella se pudiera evitar un gran daño (Immanuel Kant. Obras Completas, Tomo. VIII, Frankfurt/M. 1968), pues los mentirosos, según él, violan el precepto social que otorga a todos el derecho a la veracidad de los demás. Con respecto a la política, Kant dijo: «Aunque la frase la honestidad es la mejor política, la política en la práctica, por desgracia, contradice ese enunciado con mucha frecuencia» (Immanuel Kant, Escritos Políticos).

Esta rígida posición encontró una importante oposición, sobre todo por parte de la filósofa y publicista Hannah Arendt (1906-1975). Criticó duramente los intentos de encubrimiento y engaño del gobierno estadounidense durante la guerra de Vietnam, pero al mismo tiempo razonó que la mentira era un componente indispensable, incluso necesario, de la política. Su argumento central era que la esencia de la política es la confrontación entre opiniones y la capacidad de alcanzar consensos. Sin embargo, las verdades no permiten discutir las opiniones. El discurso político, argumentó, está ahogado por la pretensión de la verdad; «desde el punto de vista de la política, la verdad es despótica» porque niega el derecho a tener otras opiniones. Arendt argumentó que «cualquier pretensión de verdad absoluta, que pretenda ser independiente de las opiniones de la gente, pone el hacha en las raíces de toda política y en la legitimidad de todas las formas de gobierno» (Hanna Arendt, Verdad y Mentira en la Política, Munich 1987) El mentiroso, para Arendt, no bloquea el proceso político, sino que, en primer lugar, lo hace posible.

Arendt vio la segunda característica de la política en la acción. Se orienta hacia el futuro y se esfuerza por superar, cambiar y, en última instancia, destruir el estado actual. La mera proclamación de la verdad no hace sino consolidar lo que ya existe. «Los hechos no son en absoluto necesarios para la acción que decide cómo proceder». La mentira, dijo, es acción pura y dura porque pretende cambiar lo que es. La política, según Arendt, tiene la importante tarea de eliminar y destruir lo viejo para dar paso a la acción nueva. A ello contribuyen las mentiras. «La veracidad nunca se ha contado entre las virtudes políticas porque, de hecho, tiene poco que aportar al verdadero negocio político de cambiar el mundo y las circunstancias en que vivimos».

Ya en el siglo XVI, el filósofo y político Nicolás Maquiavelo (1469-1527) había formulado un enfoque para justificar las mentiras políticas que parece liberar a los gobernantes de cualquier restricción moral. Pueden mentir, engañar, romper promesas, engañar deliberadamente a sus súbditos. Pero al hacerlo, se comportan de forma bastante moral. «Debes entender esto como que un príncipe, y especialmente en un gobierno recién establecido, no puede hacer todo lo que los hombres piensan que es bueno, sino que a menudo debe, para la preservación del Estado, violar la fidelidad, la clemencia, la humanidad y la religión» (Niccolò Machiavelli, Der Fürst -Il Principe-, Leipzig 1924). Al hacer tal mal -y Maquiavelo llamó explícitamente a tal acción del príncipe crimen o «maldad»- un gobernante persigue un propósito superior: la razón de Estado, la cohesión del Estado y la preservación del orden social. El bien del Estado, argumenta Maquiavelo, obliga al príncipe a comportarse de una manera que sería reprobable para los individuos. Así, la ética del cargo domina sobre la ética del individuo. Al mentir, el gobernante viola la moral individual, pero sirve así a una moral estatal superior.

En este punto, se puede aplicar la distinción realizada por el sociólogo Max Weber (1864-1920) entre la ética de la conciencia y la ética de la responsabilidad: Según Weber, la ética de la conciencia se comporta de la manera que sugiere su ética absoluta. Sin embargo, la ética de la responsabilidad tiene en cuenta las consecuencias previsibles de los actos a la hora de tomar una decisión. Trasladado a la mentira: la veracidad no pertenece a las máximas de acción de un ético de la responsabilidad, si esto lleva a consecuencias problemáticas en el caso concreto. El propio Weber menciona la siguiente constelación: una ética absoluta podría sugerir que un Estado debe publicar documentos que le incriminen en el sentido del deber de decir la verdad. «El político comprobará que en el éxito no se promueve la verdad, sino que ciertamente se oscurece con el abuso y el desencadenamiento de la pasión» (Max Weber, La Política como Profesión, 1971). La mentira y el secreto podrían ser, pues, ordenados, y la veracidad y la apertura irrestricta, a su vez, irresponsables.

Weber y Maquiavelo distinguen así la ética del individuo privado de la ética del funcionario político. Lo que puede ser deseable del individuo en su papel de cónyuge o amigo, por ejemplo, no necesariamente se espera del individuo como político. El responsable político puede enfrentarse a la situación de tener que equilibrar valores morales contrapuestos. Y entonces puede ser que la mentira tenga un valor moral más alto.

Entonces, ¿están permitidas las mentiras en política? En determinadas circunstancias, las mentiras pueden estar justificadas, por ejemplo, si evitan un daño considerable. Pero mientras que la mentira sistemática es lo propio de una dictadura, una cultura de la mentira puede convertirse en un problema sustancial en una democracia. No sólo porque una buena política debe basarse en hechos para evitar tomar decisiones equivocadas y perjudiciales. Además, la mentira política está en contradicción con varios elementos democráticos fundamentales: Confianza, control y transparencia.

La democracia moderna es siempre una democracia representativa. Una gran parte de las decisiones las toman los representantes políticos de los ciudadanos. La democracia representativa se nutre de la relación de confianza entre estos representantes, por un lado, y los representados, por otro. No en vano, a los representantes políticos se les llama fiduciarios (diputados). Las personas representadas deben confiar en que los administradores aporten sus intereses de forma efectiva al proceso político. La confianza se alimenta de la credibilidad asumida.

La cultura de la mentira amenaza con socavar esta relación de confianza entre representante y representado. La presunción de que los políticos mienten y, por lo tanto, se vuelven imprevisibles para los ciudadanos, pone a prueba la confianza otorgada. La pérdida de confianza conduce a su vez a la alienación y la apatía política y, en última instancia, a la falta de apoyo al sistema por parte de la población. La sensación de que se miente daña la cultura política y pone en peligro la estabilidad de la democracia a largo plazo.

Sin embargo, en la democracia representativa, no sólo la confianza, sino también la sana desconfianza institucionalizada desempeña un papel importante. Separación de poderes, elecciones, controles y equilibrios (los famosos checks and balances): una forma compleja de supervisión mutua de las instituciones, así como el control por parte de los ciudadanos, garantizan que no se abuse del poder. Las mentiras políticas pueden socavar y erosionar estos controles y equilibrios. La falta de honradez sistemática dificulta el control crítico mutuo y eficaz entre las instituciones políticas. Puede dificultar o imposibilitar el control de la élite política. Cuando se llevan cuentas falsas, cuando se niegan responsabilidades, cuando se hacen declaraciones deshonestas, cuando el personal político no tiene que rendir cuentas adecuadamente, en definitiva: sin transparencia no puede haber control.

La transparencia es también un requisito previo para la participación significativa y decidida de la población en el proceso político. La democracia representativa exige que los ciudadanos participen, no sólo votando, sino de muchas otras maneras, ya sea en los partidos o en las asociaciones. La mentira política puede impedir la participación a través de la desinformación o dirigirla hacia canales equivocados y callejones sin salida. Puede devaluar objetivamente el compromiso de los ciudadanos y ahondar la brecha entre las élites políticas y quienes están dispuestos a participar. El problema se hace especialmente vívido durante las elecciones. Si, en el sentido del voto retrospectivo, se trata de decidir a qué partido o candidato votar sobre la base de los fracasos y éxitos políticos del período electoral anterior, se necesita el conocimiento pertinente y veraz de lo realizado durante la legislatura. Incluso en el sentido de la representación promisoria, es decir, si el electorado vota sobre decisiones políticas futuras, necesita saber lo que va a conseguir con su voto (Jane Mansbridge, Rethinking Representation, American Political Science Review 4/2003) Una campaña de mentiras perjudica en consecuencia la calidad de la participación política.

La transparencia es, por tanto, un requisito previo para que los ciudadanos participen políticamente y se formen libremente sus opiniones. O en palabras de la propia Hannah Arendt: «La libertad de opinión es una farsa si no se garantiza la información veraz sobre los hechos» (Hanna Arendt, Verdad y Mentira en la Política, Munich 1987).

Esto nos lleva a los actores más importantes: los propios ciudadanos. Una mentira sólo funciona si se puede encontrar gente que se deje mentir. Ya existe un sano escepticismo hacia la comunicación política. La capacidad de hacer frente a la avalancha de información, de clasificar las noticias, de reconocer los «hechos» inciertos como tales, se convierte en una competencia clave para los ciudadanos en la era de la comunicación política en línea. Se convierten en sus propios gestores de la verdad. Esta competencia política en materia de medios de comunicación debe enseñarse de forma exhaustiva en una etapa temprana. Sí, me refiero a la escuela, donde la neutralidad y la motivación en la formación de criterio propio deben volver a ocupar un punto central del desempeño educador.

En cualquier caso, desarrollar una cultura de la honestidad en estos tiempos «posfactuales» es un proyecto de gran envergadura. Pero es la única labor que puede evitar que la «era posfactual» se convierta en una «era post-democrática».

Foto: History in HD.


Por favor, lee esto

Disidentia es un medio totalmente orientado al público, un espacio de libertad de opinión, análisis y debate donde los dogmas no existen, tampoco las imposiciones políticamente correctas. Garantizar esta libertad de pensamiento depende de ti, querido lector. Sólo tú, mediante el pequeño mecenazgo, puedes salvaguardar esa libertad para que en el panorama informativo existan medios nuevos, distintos, disidentes, como Disidentia, que abran el debate y promuevan una agenda de verdadero interés público.

Become a Patron!