En marzo de 2024 tuvo lugar en el Emmanuel Centre, en Westminster, el debate ¿La inmigración es buena para Gran Bretaña? moderado por Katy Balls, de The Spectator. Los ponentes contrarios a la moción fueron el comediante Konstantin Kisin y al politólogo Matthew Goodwin, y los favorables, el cofundador de Novara Media, Aaron Bastani, y Polly Toynbee, de The Guardian. La entrada no era libre, había que pagar 20 libras. No era demasiado pero tampoco una ganga. Sin embargo, la sala Auditorium, la de mayor capacidad del centro (900 asientos), cubrió su aforo por completo.

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Una doble vara de medir

Para aquellos que tengan curiosidad por saber cuál de las dos posturas se llevó el gato al agua, diría que, objetivamente, fueron los ponentes contrarios a la inmigración masiva los que resultaron más convincentes, especialmente Kisin, que supo expresar sus puntos de vista de forma directa, con ejemplos pertinentes y pinceladas de ironía y humor.

No hace falta ser científico social para deducir que un flujo de esta intensidad y sostenido en el tiempo hace muy difícil la integración. Si, además, la cultura, costumbres y creencias de muchos de los que llegan chocan frontalmente con las del país de acogida, entonces la integración se convierte en mera entelequia

Curiosamente, Konstantin Kisin es inmigrante. Nació en Moscú. Sus padres lo enviaron a estudiar a Gran Bretaña en la década de 1990, cuando tenía 11 años. Desde entonces hasta hoy Inglaterra ha sido su hogar, pero no el de sus padres, que siempre han residido en Rusia.

A propósito de esta circunstancia, Kisin contó a la audiencia que su madre había solicitado un visado para visitarle en Reino Unido y poder conocer a su primer nieto, pero las autoridades se lo denegaron. El mismo año que la madre de Kisin vio frustrado su deseo de viajar a Londres, 34.000 inmigrantes cruzaron la frontera de forma irregular. ¿Y qué hicieron las autoridades al respecto? Sencillamente, incrementaron las ayudas destinadas a atenderlos.

Sobre esta doble vara de medir, Kisin declaró: “Llevo viviendo en este país el tiempo suficiente como para saber que no hay mayor delito en Gran Bretaña que saltarse la cola. Sin embargo, eso es exactamente lo que está sucediendo”. A continuación, dijo que Reino Unido gasta ocho millones de libras diarias en hoteles para alojar a los irregulares. “Estoy seguro de que la mayoría de estas personas son personas normales que están aquí para buscar una vida mejor”, añadió, “pero no hay ninguna razón para que vengan contra nuestra voluntad y rompiendo las reglas que todos los demás deben respetar”.

Consecuencias imposibles de ocultar

Es cierto que en las sociedades cuyos miembros han decidido tener pocos hijos o directamente no tenerlos, la falta de relevo generacional puede generar graves problemas económicos. La solución fácil y a corto plazo es la política de fronteras abiertas.

Durante la pandemia, los países que cerraron sus fronteras sufrieron daños económicos graves por falta de flujos migratorios. Por ejemplo, Canadá llegó a tener más de dos millones de empleos sin cubrir por cortar radicalmente el flujo de inmigrantes mejicanos. Sin embargo, como toda solución fácil y con visión de corto plazo, el remedio puede acabar siendo peor que la enfermedad, especialmente si el perfil de demasiados inmigrantes resulta incompatible con la cultura y reglas locales. Es el temido choque cultural.

Para neutralizar este choque, los legisladores británicos han establecido una maraña de leyes que constriñen la libertad de expresión. Y lo han hecho apoyándose en conceptos demasiado amplios y sujetos a interpretación como el “delito de odio”, la “incitación a la violencia” o la “seguridad nacional”.

Ya en octubre de 2018, la Comisión de Derecho anunció que llevaría a cabo una amplia revisión de los delitos motivados por el odio para explorar cómo hacer que la legislación fuera más eficaz y considerar si debería haber características protegidas adicionales, lo que ha dado lugar al endurecimiento de las leyes. De este endurecimiento se derivan las recientes detenciones y severas condenas de varios ciudadanos por sus comentarios en redes sociales. Pero los debates, lejos de desaparecer, han proliferado. La razón es que la preocupación de los británicos respecto de la inmigración masiva, especialmente la musulmana, es genuina y no se limita a la extrema derecha.

Esta preocupación contrasta con la actitud de buena parte de los políticos y gobernantes, y también de los medios de información oficialistas, que se niegan no ya a normalizar este debate, sino que siquiera reconocen como legítimas las inquietudes de una parte creciente de la sociedad. Ocurre que las autoridades pueden negar la realidad durante un tiempo, pero no pueden ocultar las consecuencias de la realidad. Sin embargo, el gobierno laborista parece empeñado en ocultarlas responsabilizando a la extrema derecha y a la interferencia de potencias extranjeras en las virulentas reacciones contra la inmigración.

Puede que las tumultuosas manifestaciones antiinmigración estén lideradas por la extrema derecha, incluso es bastante probable que los servicios de acción exterior rusos estén contribuyendo a exacerbar los ánimos para alimentar al caos. Sin embargo y pese a todo, la preocupación de los británicos es real y consistente, no un producto de la manipulación. Aunque el establishment se empeñe en ignorarlo, Gran Bretaña entró hace tiempo en la fase de las consecuencias que son imposibles de ocultar.

¿Dónde estaban econdidos todos esos policías?

Wesley Winter, un periodista freelance británico, decidió ser testigo de las protestas que tuvieron lugar en Middlesbrough, una de las muchas que se produjeron en toda Inglaterra entre el 2 y el 4 de agosto. Después de los acontecimientos en Nottingham, las tensiones aumentaron, lo que llevó a manifestaciones más intensas durante toda la noche. El domingo 4 de agosto se perfilaba como uno de los días más turbulentos. Y Winter quería ser testigo de lo que sucediera en la manifestación de Middlesbrough.

Allí Winter tomará contacto con una multitud heterogénea. Observará a jóvenes que vandalizan automóviles y rompen ventanas de edificios, aparentemente, por mera diversión. Se topará con miembros de organizaciones de extrema derecha que le mirarán amenazantes, animándole a desaparecer. Pero también descubrirá que mucha gente corriente se manifiesta porque se siente traicionada por la clase dirigente.

Durante años, las autoridades se han desentendido de lo que sucede en Middlesbrough, al igual que en otros mucho municipios, del mismo modo que se han desentendido e incluso han tratado de ocultar los abusos sistemáticos durante años a menores tuteladas en la ciudad de Rotherham, con más de 1.150 víctimas potenciales, y cuyos siete condenados tienen nombres nada occidentales.

De repente, los habitantes de Middlesbrough, como los de otras muchas ciudades y suburbios, se han visto rodeados por centenares de policías que actúan contra ellos sin distinguir entre los grupos de alborotadores y los que se limitan a protestar. ¿Dónde estaban todos esos policías cuando la delincuencia empezó a dispararse en su ciudad? ¿Por qué en las manifestaciones de musulmanes apenas hay control policial?, se preguntan los teessiders.

Disfruta de la inmigración mientras yo juego al golf

Por si esto no fuera suficiente, la ciudad de Middlesbrough, hasta ayer olvidada, ha sido seleccionada para el emplazamiento de un complejo de refugiados. Primero les dijeron que en él se acogería a 400 inmigrantes, poco después eran 800 y finalmente se informó que el complejo proyectado albergaría a 5.000. Esto ha provocado que incluso los más moderados o los que tienen sentimientos encontrados respecto de la inmigración se echen las manos a la cabeza. Con apenas 140.000 habitantes, ya hay en Middlesbrough bastantes problemas de seguridad como para sumar 5.000 irregulares deambulando por sus calles.

Winter pregunta a un afable anciano, que ha salido a la puerta de su casa para contemplar a la muchedumbre, si está de acuerdo con los motivos de la manifestación. El anciano duda porque criminalizar a los inmigrantes, en general, le resulta excesivo. Parece una buena persona. Winter le informa entonces sobre la intención de establecer en su vecindario un complejo para albergar a 5.000 inmigrantes ilegales. Al principio, el anciano entiende que Winter dice 500. “Hombre, 500…”, intenta responder mientras chasquea los labios. “No, 500 no. 5.000”, le corrige Winter. “¡¿5.000?!”, exclama el anciano espantado.

Middlesbrough es el típico ejemplo de pequeño municipio agrícola que se convirtió en una pujante ciudad a principios del siglo XIX gracias a la revolución industrial y al desarrollo del ferrocarril. Pero también lo es del posterior ocaso industrial. Hoy, Middlesbrough suele estar en los primeros puestos de las listas de «peores lugares para vivir». Desde que la acería cerró, demasiada gente pasa buena parte de su vida en el bar, y la ciudad se ha ido degradando sin remedio.

Para los medios de información, lo que ocurre en Middlesbrough es producto del racismo, la xenofobia y la islamofobia que impregna a sus empobrecidos pero orgullosos vecinos. Sin embargo, un antiguo residente de Middlesbrough emigrado a Londres, advierte: «Si la gente supiera lo que es vivir así, echándose a la bebida o haciendo cosas peores, no nos atacarían. No serían tan crueles».

Desde que arrancó el siglo XXI, el flujo migratorio hacia Reino Unido no ha hecho otra cosa que aumentar. Sólo en 2023 el saldo neto fue de 700.000 personas, 100.000 más que en 2022. Y para 2024 se estima que será aún mayor. No hace falta ser científico social para deducir que un flujo de esta intensidad y sostenido en el tiempo hace muy difícil la integración. Si, además, la cultura, costumbres y creencias religiosas de muchos de los que llegan chocan frontalmente con las del país, entonces la integración se convierte en mera entelequia. Si a esto añadimos que la inmigración irregular tiende a concentrarse en los lugares más asequibles, es decirn los más económicos, y que estos a su vez suelen ser los más empobrecidos y conflictivos, tenemos la mezcla perfecta para que, tarde o temprano, se produzca el estallido social.

A menudo me pregunto si la política migratoria europea habría sido la misma si los inmigrantes, en vez de establecerse en las zonas más deprimidas, hubieran podido instalarse en las proximidades de los elitistas colegios privados donde los políticos matriculan a sus hijos o al lado de sus discotecas preferidas, o a la vuelta de la esquina de sus casas, o dentro de sus urbanizaciones, o colindando con sus clubes de golf, restaurantes favoritos y residencias veraniegas. Sospecho que de haber sucedido de esta forma los dirigentes europeos habría experimentado el mismo síndrome que afectó a Ursula von der Leyen, cuando los lobos devoraron a su pony favorito. Al fin y al cabo, nada es más persuasivo que experimentar en propia carne las consecuencias de la realidad.

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