Se cuenta que Clemenceau respondió a los que le preguntaban cuál sería el juicio posterior sobre la gran guerra que esperaba no se dijera que Bélgica había invadido Alemania y cuesta trabajo reconocer que se pueda llegar a modificar un acontecimiento tan nítido, pero el caudaloso río del tiempo puede acabar por borrar toda clase de fronteras entre lo que ha sido verdad y cualquier falseamiento.
Ante la criminal invasión de Ucrania ordenada por Putin no cabe ese tipo de mixtificaciones, pero, en cambio, asoman por aquí y por allá las invenciones más risibles para encontrar justificación a la barbarie. Muchas de ellas se pretenden apoyar en la historia, es decir que sin esperar a que el tiempo pueda sepultar la verdad, pretenden que lo que en realidad ocurre es lo contrario de lo que vemos con nuestros ojos y sentimos con nuestros corazones.
Decía Isaac Rabin que las ideologías que defienden el asesinato acaban convirtiendo el asesinato en ideología y esto es lo que sucede con esta suerte de dogmáticos antiliberales, que acaban haciendo de sus prejuicios antioccidentales una verdad que no necesita defensa
La historia que se cuenta es que, sin que los ucranianos puedan desmentirlo, Ucrania pertenece al la Rusia eterna, de forma que Putin no solo no estaría invadiendo un país soberano sino rescatando a los ucranianos de las garras del Occidente depredador. Ha habido quien ha llegado a considerar que Moscú representa a una nueva Roma y que lo que está haciendo Putin es rescatar a los ucranianos de la conquista de los bárbaros. ¿Y quiénes son los bárbaros? Pues está claro, los políticos de las “decadentes democracias” que pretenden enarbolar la defensa de la libertad cuando no hacen sino someter a su despótico dominio a los ciudadanos de las decadentes y corruptas naciones europeas. De los EEUU, ni hablemos, porque son, en este análisis, el germen corruptor de tanta maldad y tanta necedad, el mismísimo demonio.
Otros defensores menos necios de estas teorías tan delirantes como falsas consideran que el régimen corrupto de Kiev es una especie de ectoplasma de la estrategia neocon norteamericana, que, al parecer ni Trump ni Biden han conseguido enterrar del todo. Tiene bemoles reprochar la corrupción de Kiev para defender que la agresión putinesca es la consecuencia de la virtud imperante en un régimen ejemplar en el que todos los ciudadanos disfrutan por igual, al parecer, de los beneficios y las riquezas de su patria.
El gran temor de estos personajes que añoran el estalinismo y lo confunden con la verdadera libertad es que Occidente elimine los restos de las viejas virtudes comunistas que puedan quedar en Ucrania para llevar a cabo una reconversión económica salvaje y hacer de esta nación un gigantesco mercado para los más variopintos productos, es decir justo lo que parecen querer los ucranianos solo que visto con las gafas deformantes de un dogmatismo demente.
Este análisis tan lerdo solo se puede comparar con los que sostienen que ayudar de alguna manera a los valientes ucranianos puede contribuir a una exacerbación del conflicto que nos aleje para siempre de la pax romana que, de forma tan seductora y generosa ofrece Putin, por supuesto que sin egoísmo alguno.
Decía Isaac Rabin que las ideologías que defienden el asesinato acaban convirtiendo el asesinato en ideología y esto es lo que sucede con esta suerte de dogmáticos antiliberales, que acaban haciendo de sus prejuicios antioccidentales una verdad que no necesita defensa y que creen legítimo imponer por las armas y duela a quien duela. ¿Es que cabe ignorar el valor de los ucranianos que han venido a Europa a buscar oportunidades de trabajo y dignidad cuando lo dejan todo y vuelven a su patria para pelear junto a sus hermanos con riesgo cierto de morir? ¿Son agentes de la CIA? ¿Son malhechores e ignorantes?
La única verdad de este caso es que, sea cual fuere la historia que haya detrás, hoy por hoy Ucrania es una nación independiente y cuyos ciudadanos quieren mantener esa independencia por pura dignidad y porque no creen que quepa esperar nada de Putin, ni siquiera si pretendiese hacerles dones, y mucho menos si les manda a sus tanques y aviones, amenazando además con la bomba nuclear si los ucranianos no se vuelven razonables y se pliegan a los designios del dictador.
Invocar la historia para defender los privilegios de cualquiera es tanto como ignorar la realidad del progreso y de los cambios positivos que se registran en la historia de todas las sociedades, salvo en aquellas en las que la fuerza irracional de los tiranos las mantiene con la inalterable pasividad de las estatuas. Ucrania es un país que está empezando a saborear las ventajas de la libertad y la democracia y que no tiene ningún deseo de caer de nuevo bajo la cínica dictadura nacionalista que ha acabado remplazando en Rusia al poder soviético.
Tampoco cabe presentar la cruel invasión del ejército ruso como un conflicto entre Rusia y Ucrania, entre pueblos, en efecto, hermanos. Porque no es Rusia quien invade Ucrania sino un ejército dominado por Putin y su camarilla y que se ha venido prestando a ser el último recurso del dictador, como pasó por un tiempo en España, alguien que tiene que engañar a su pueblo y a sus soldados, con mentiras tan burdas como que hay una amenaza nazi tras la frontera ucraniana, o que él, en nombre de la Rusia eterna, tiene derecho a restablecer unas fronteras imperiales que, tras la caída de la URSS, se han modificado de manera sustancial por las diversas fuerzas de cambio que mueven la historia en aquellos lugares en que la política consigue superar la parálisis dictatorial.
Putin pretende ejercer el derecho a ser un Estado imperial poderoso, y a apropiarse de los recursos que necesite para cumplir ese destino, que imagina glorioso, aunque haya que matar a centenares de miles de personas que viven sus vidas de manera independiente de las ensoñaciones de un caudillo alucinado. Putin pretende que el acceso al mar Negro, la poderosa agricultura ucraniana y sus recursos minerales, le den lo que no es capaz de conseguir poniendo en marcha su propio país, como pone de manifiesto que la gran nación rusa tenga una economía apenas algo mayor que la española con una población que multiplica por más de tres la nuestra.
El mundo entero y, desde luego Europa, se juega mucho si no se consigue que esta cruel invasión le salga muy cara al líder ruso. Y este es el problema mayor a que nos enfrentamos, a que hay que evitar que Putin pueda ganar, pero, por desgracia, Putin no está en condiciones de renunciar a alguna clase de victoria. En la resolución favorable de esta peculiar antinomia nos jugamos mucho más de lo que a primera vista nos pudiera parecer.
La guerra será larga y dolorosa y es muy probable que nos exija más de lo que ahora mismo podamos imaginar, pero, pase lo que pase, debiéramos alzar la voz contra los sofistas que confunden la libertad con la esclavitud y creen que al atender sus torpes trabalenguas alcanzaremos la única virtud que les parece digna de loa, el sometimiento incondicional a lo que ellos nos digan y a lo que Putin, auténtico vigía de su lunático paraíso, nos ordene con la inocente intención de restablecer el orden subvertido por la diabólica y equívoca libertad.
Foto: Anatoly Gray.