Herodoto en su famosa historia nos cuenta un episodio acaecido en los prolegómenos de la llamada Segunda Guerra Médica que enfrentó al imperio aqueménida contra una coalición de ciudades-estado griegas, comandada por la legendaria Esparta. Jerjes I, el mayor soberano conocido en aquel tiempo, preparaba una invasión de castigo contra aquellas diminutas ciudades griegas que habían osado desafiar su poder apoyando la insurrección de las ciudades jonias que buscaban recuperar su libertad frente al despotismo oriental. Herodoto nos cuenta como multitud de ciudades griegas, enfrentadas ante la amenaza de su total aniquilación por parte de un colosal ejército, sucumbieron al despotismo de Jerjes I y accedieron a rendir tributo al sátrapa oriental.
Convencido Jerjes de que nadie en su sano juicio lucharía contra un ejército que comprendía a los temidos arqueros, conocidos como los 10.000 inmortales, decidió otorgar una última oportunidad a la díscola Esparta. Para ello envío a su temido general Hidarmes, que ostentaba el mando de la guardia real, a ofrecer a Esparta un acuerdo irrechazable: a cambio de su neutralidad durante la invasión, el magnánimo y todopoderoso Jerjes I respetaría la dignidad de la legendaria Esparta, permitiendo que ésta gozase de una tímida autonomía sobre una pequeña extensión de terreno en la región de Mesenia. Herodoto nos traslada en su brillante obra la heroica y sarcástica respuesta que recibió tan insigne representante de la tiranía más grande de aquel tiempo
“Sabes perfectamente en qué consiste la esclavitud, pero todavía no has saboreado la libertad y desconoces si es dulce o no. Realmente, si la hubieras saboreado nos aconsejarías pelear por ella, no con lanzas, sino aun con hachas”.
En esta respuesta se condensa el motivo último que llevó a aquella aguerrida y orgullosa ciudad griega a vencer, tras una cruel y sangrienta guerra, al imperio más grande conocido hasta entonces: su determinación por preservar su libertad y su forma de vivir. A esta primera gran victoria de la libertad frente al totalitarismo le siguieron otras muchas a lo largo de la historia, pero en todas ellas siempre resonó con fuerza esa inquebrantable determinación por preservar una libertad amenazada por un totalitarismo que se presentaba como una fuerza irresistible contra la que toda lucha es fútil.
El consenso es una pura quimera. Lo que la izquierda denomina estar en el consenso y la moderación es un neologismo para referirse a la aceptación acrítica de sus postulados
El pasado 8 de marzo se celebraba en el llamado día internacional de la mujer la segunda huelga general feminista de la historia de nuestro país. Con un despliegue mediático como nunca se ha visto antes, todas y cada de las televisiones generalistas, radios , periódicos y partidos políticos, con alguna honrosa excepción, nos han intentado convencer a todos y cada uno de nosotros de que el cambio del paradigma, desde una supuesta sociedad patriarcal y agresiva con las mujeres, es ya irreversible, que todo relato o disidencia que cuestione la única verdad oficial del nuevo gran hermano feministas está irremediablemente condenado al fracaso.
Se nos repite, por activa y por pasiva, que el feminismo ha de ser transversal y que su versión maximalista encarnada en una suerte de nueva lucha de sexos, debe pasar a formar parte de nuestra herencia cultural, política y jurídica. Como Hidarmes les decía a los espartanos, los altavoces mediáticos del feminismo culturalista proponen al centro derecha un acuerdo razonable: renunciar a los principios liberales de la autonomía del individuo frente al estado, la igualdad ante la ley o la independencia del poder judicial, frenos al poder cuya preterición anhela el feminismo más radical, a cambio de la posibilidad de disfrutar de un espacio político autónomo en un nuevo orden social, político y cultural que aspira a hegemonizar el feminismo culturalista.
La izquierda radical y el feminismo culturalista en particular saben a la perfección que el sueño de un centro derecha de amplio espectro como el que inició el Partido Popular a finales de los ochenta ya no es posible. Entonces cabía la posibilidad de la indefinición ideológica sobre la base de un proyecto reformista que acabara con los desmanes del felipismo. En ese espacio ideológico cabían tanto los conservadores, como los democristianos, los socialdemócratas desencantados con la corrupción sistémica del PSOE e incluso la España desinteresada por la política. Eran los tiempos del derrumbe del llamado socialismo real, del descrédito de las ideas comunistas, del llamado fin de la historia que parecía señalar a la democracia liberal de libre mercado como la única alternativa viable para configurar lo que el pensador Karl Popper denominaba una sociedad abierta.
Hoy en día las cosas han cambiado radicalmente. El capitalismo es cuestionado tanto por la izquierda clásica como en buena medida por la llamada derecha alternativa, el feminismo ha logrado resignificar el sentido común logrando presentar su odio de género como una forma de reparación histórica contra la mujer, los debates morales como los de la homosexualidad, el aborto o la maternidad subrogada dividen a la sociedad e incomodan profundamente a los políticos de derechas y de centro cuando son cuestionados sobre los mismos.
En este escenario de postpolítica, donde hay una división cada vez más marcada entre las élites políticas, culturales y económicas y la ciudadanía, la indefinición ideológica ya no es posible. El consenso es una pura quimera. Lo que la izquierda denomina estar en el consenso y la moderación es un neologismo para referirse a la aceptación acrítica de sus postulados. En este escenario la izquierda introduce en el discurso los temas que incomodan a la derecha, como el pescador hace uso del cebo. Enfrentada a la tesitura, quien quiera hacer política fuera del sistema axiomático establecido por el discurso de la nueva izquierda, sólo tiene dos posibilidades. Una es convertirse en una oposición blandita, “vegetariana” que no cuestiona los nuevos consensos, que acuden al reclamo de la bendita tolerancia, en la línea clásica de los J.S Mill o Locke, para reivindicar su derecho a existir.
Esta ha sido la deriva que ha tomado Ciudadanos: cultivar la inanidad del centrismo. Intentar ganar elecciones en la postpolitica desde la indefinición ideológica se antoja tan difícil como lograr la llamada cuadratura del círculo o lograr la vieja aspiración de la alquimia de encontrar la llamada piedra filosofal. Las modernas democracias, como la sociedad en su conjunto o la naturaleza, es una totalidad abierta, recursiva, siempre moldeándose y reconfigurándose, como pone de manifiesto el llamado pensamiento de la complejidad de autores como Edgar Morin o la llamada autopoiesis del biólogo Humberto Maturana.
La idea de consenso se parece al indecidible que decía Derrida o la “antinomía Kantiana”. Algo que la razón no puede desvelar por sí misma, sin incurrir en un razonamiento aporético. Precisamente, como apunta Derrida en su planteamiento acerca de la “deconstrucción”, porque todo se da de una manera no estable, abierta a varias posibilidades (muchas de ellas contradictorias), es posible la moralidad. Ante la ausencia de alternativas inequívocas, uno se compromete hacia el futuro con arreglo no a certezas sino a compromisos éticos e ideológicos.
Este tiempo de postpolítica no es un tiempo de certezas, ni de análisis demoscópicos. Es un tiempo de optar por opciones morales, por principios. Justo como los Espartanos hicieron ante la proposición “irrechazable” de Hidarmes. Nos va la civilización en ello. Es por ello imprescindible que el centro derecha y en general, todos aquellos que quieran preservar nuestra libertad y modo de vida, asuman la segunda opción: la espartana.
Foto: Christopher Burns