La mejor manera de dignificar la política es convertirla en un campo en el que, en lugar de luchar con cualquier clase de armas, se contienda de manera intencionalmente racional. Sin llegar al extremo optimismo de Leibniz que sugería que se podrían zanjar las disputas filosóficas calculando, y reconociendo que la política es un campo emocionalmente áspero, no estaría de más recordar que una democracia sin buenos argumentos tenderá a no diferenciarse demasiado de una dictadura más o menos benevolente. Como decía Erich Fromm, la libertad de opinión tiene sentido solo a condición de que exista la capacidad de pensar por cuenta propia, y esa capacidad de pensar con libertad es lo primero que perece ante una política de ignorancia inducida, de mentira sistemática.

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Hay dos formas muy peligrosas de la ignorancia política, y se encuentran en relación directa de dependencia.  En primer lugar, está la ignorancia respecto a lo que se debate, la ignorancia pasiva, que es una cualidad que, además de florecer espontáneamente, puede ser avivada hasta el extremo por los métodos de propaganda sentimental perfectamente conocidos. Ese tipo de ignorancia suele ser sistemáticamente promovida cuando los partidos piensan que favorecerá sus intereses. Dicho así, suena simplemente a astucia, a que, como escribe Hannah Arendt, “nadie ha colocado a la veracidad entre las virtudes políticas”.

En España estamos ahora mismo ante una avalancha electoral casi sin precedentes y una pregunta inteligente que se podrían hacer los electores es muy simple ¿se creen lo que nos dicen? Claro está que no es una pregunta al alcance de cualquiera, porque los políticos mienten cuando piensan que son muchos los que esperan oír esas mentiras como quien asiste a una epifanía, como la confirmación de que nuestro mentiroso merece un apoyo incondicional, aunque mienta al decir que nos dice la verdad, porque sin él desaparecería cualquier esperanza de este mundo.

Exhumar al dictador se ha ofrecido como signo de vitalidad de una forma de socialismo incapaz de modernizarse y que exige creer en lo que no se ve

Este tipo básico de mentira puede subsistir porque es funcional, y es interesante hacer notar que se trata de una clase de embustes con el que se combate, por así decir, por delegación, puesto que no se miente nunca sobre cosas difíciles de ocultar, sino sobre arcanos ideológicos, sobre fantasías, lo que, de paso, sirve para que la gente aparte su mirada de lo que realmente le interesa y se adscriba de manera incondicional al angelical ejército de su preferencia, pero también porque las mentiras de un signo sirven para fomentar las del signo contrario, de forma que, al final, los argumentos tienen una especie de doble uso: complacen a propios e irritan ajenos, es decir, fomentan el enfrentamiento, que es el clímax en el que mejor pueden subsistir la trapacería demagógica.

Todo esto es bien conocido por el ciudadano mínimamente avisado, y forma parte de una teatralización de la política que es bastante inevitable. Pero hablaba al principio de dos formas de ignorancia, y si la primera es la que hace posible el ciclo habitual de embustes, ante la segunda forma nos encontraríamos no solo con el cálculo de que la veracidad puede ser poco rentable, sino con el cultivo sistemático de un tipo de mendacidad como forma de asentarse en el poder, y con ello, con el hecho de que muchos políticos llegarían a ser completamente incapaces de un juicio crítico sobre sus propias posiciones, es decir que podrían pasar con facilidad de la condición de mentirosos a la de ciegos, porque habrían llegado a ser víctimas de sus falsedades y dejarían de ser mentirosos para ser, simple y rotundamente, ignorantes de una categoría más sofisticada que la del personal de a píe, una nesciencia que requiere ejercicios y preparación, y no está al alcance de cualquiera.

Piensen ustedes en un reproche relativamente reciente, cuando alguien se dirige a su adversario y le dice: “mientes y lo sabes”. Cabe pensar que el que así hable sea un tonto que ignore que no se puede mentir sin saber que se miente, pues toda mentira es un engaño consciente, pero me inclino por suponer que esa expresión, literalmente absurda, equivale en realidad a decir: “ahora estás diciendo no el tipo de mentiras admisibles por el común de tus crédulos, sino una mentira extraordinaria, especialmente oportunista e inadmisible, desleal en el juego que nos traemos”; en mi opinión, la expresión denota el convencimiento de que el político puede llegar a ser realmente inconsciente del tipo de mentiras que adopta en su credo de conveniencia, y de que su rival ya no le cuestiona sobre esas mentiras básicas, convencido como está de que su adversario, como el mismo, tiene perfecto derecho a ser sistemáticamente ignorante acerca de las mentiras que dan sentido a su posición, un poco como se supone que el acusado tiene derecho a mentir en su defensa.

Esas falsedades básicas, que nunca se discuten, juegan un papel esencial porque impiden a muchos electores suponer que el político cuyas trolas prefiere asumir sea un desalmado, y de ahí que pueda seguir prestándole su apoyo sin mayores problemas morales. Así, por ejemplo, cuando un comunista defiende la libertad, está diciendo a sus votantes algo falso de toda falsedad, pero necesita un mínimo de credibilidad que perdería si dijese una verdad algo más compleja, por ejemplo: “nosotros los comunistas siempre reprimiremos la libertad, pero mientras no estemos en el poder nos conviene seguir defendiendo la libertad porque nos ayuda a alcanzar el poder y a hacer la revolución”. Es decir, que, a todos los efectos, podemos considerar que el comunista que defiende la libertad es más un ignorante que un mentiroso, o, tal vez mejor, que no le importa ser tenido por ignorante mientras eso le permita seguir siendo un mentiroso persuasivo.

¿Existe en realidad esa ignorancia inducida, sistemática, tozudamente opuesta a cualquier criterio de verificación, a cualquier debate no trucado por el apasionamiento y las convenciones acerca de la decencia y la bondad de ciertas posiciones que no cabe discutir? Sin duda, es, por ejemplo, lo que encontramos cuando alguien desdeña pensar, debatir, el mero hablar, incluso, respecto a posiciones que considera dignas de absoluta reprobación y cuyo rechazo le otorga la credencial moral necesaria para poder seguirse sintiendo miembro activo y prominente de su peculiar cofradía de elegidos.

Hay posiciones públicas que obligan a reconocer la existencia de esa zona de ignorancia invencible y prejuiciosa que funciona como una especie de fe que no cabe someter a ningún tipo de escrutinio. Terminaré con un ejemplo español que me parece muestra del caso. El Gobierno de Pedro Sánchez se ha empeñado desde su toma de posesión en mover a Franco de su tumba. No creo que pasen de diez en un millón los españoles, incluyendo también a la izquierda radical, que hubiesen elegido esa acción si se les diese a escoger entre una docena de metas posibles, en el caso de que de ellos dependiese. Ni creo que esa estúpida fijación con un cadáver, por revestido que esté de fajines, medallas y rodeado de hachones, les de un solo voto que no hubieran tenido en caso contrario.

¿A qué pues? Me parece que esa iniciativa pretende cumplir en el imaginario pedriano una función parecida a la que se atribuye a los milagros en el credo religioso, no probar que la fe sea verdadera, sino mantenerla. La exhumación de Franco actuaría como signo de una verdad olvidada de la que el resistente Pedro ha querido hacerse vivo estandarte, de la vitalidad y la memoria de esa izquierda inmortal, que, al revés que el Cid, gana batallas no después de muerto, sino al previamente muerto. Y por eso, si la exhumación no llegase a consumarse, tampoco sería un fracaso, porque afirmaría la promesa de renovación de un horizonte perdido, de la misma manera que la creencia en los milagros protege a la fe de la desesperanza. Exhumar al dictador se ha ofrecido como signo de vitalidad de una forma de socialismo incapaz de modernizarse y que exige creer en lo que no se ve, pero eso apenas parece tener importancia mientras queden profetas decididos a derrotar al maligno.

Foto: Sigils


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web