Tengo que confesar que me gusta más escribir sobre asuntos generales que sobre hechos concretos, y eso me hace pensar que no soy periodista, pese a que haya emborronado unas cuantas páginas de papel y digitales en lo que se suelen llamar periódicos. De todas formas, este es un criterio anticuado pues cada vez es más frecuente que los que se consideran informadores envuelvan los hechos que debieran narrar en una notable nube retórica. Pondré un ejemplo sencillo de lo que trato de decir: los que peinamos canas nos acordamos de aquellas transmisiones futbolísticas de la radio en las que el narrador seguía al curso de la pelota y el de los que la disputaban, lo hacía con notable emotividad y sus oyentes imaginábamos la acción sin demasiadas dificultades. Ahora, sin embargo, cuando se oye lo que dicen los que hacen de locutores en una retransmisión del mismo género, ya no siguen la pelota ni a los peloteros, sino que glosan con gran enjundia la estrategia de juego, las evoluciones de los sistemas de cada entrenador, lo que cabe esperar del rendimiento de unas tácticas que ellos adivinan, etc. Se les suele llamar comentaristas, es decir unos tipos que sustituyen, ellos suponen que con ventaja, un espectáculo singular por una especie de teoría futbolística compleja acompañada de una buena dosis de big data compuesta con recuerdos tan eruditos como insignificantes sobre la historia del juego, la estadística comparativa, la competición y los clubes en amable discordia. Cuando hay gol se suelen interrumpir, pero no siempre.
Parece que la información sufre un secuestro nietzscheano, pues ya no hay hechos que respetar, sino interpretaciones, expansivas nubes de ideología y dogmática que envuelven cualquier información y la valoran, momento en el que se produce el milagro de que ya no interesa nada de lo que pasa porque todo el sistema informativo se dedica a contarnos las interpretaciones del caso con una pluralidad de enfoques que suele ser más aparente que real. Da la impresión de que la información consiste en una iluminación del presente, en dictar sentencia moral y política antes de haber iniciado cualquier clase de descripción, algo que se considera trivial, imagino.
Todo pasa porque nos hemos acostumbrado a que no se nos presente la realidad tal como es y como aparece, sino embutida en una papilla ideológica y sentimental en la que lo único que importa es que nos hagamos adictos al brebaje
Esto ha pasado ad nauseam con el infinito trajín que se ha organizado ante la noticia de que las hijas de Don Juan Carlos se han vacunado en Dubai. Me apresuro a indicar que a mí el hecho no me parece merecedor de la menor atención y, con todo respeto a las opiniones contrarias, lo de criticar a las infantas por vacunarse me parece más propio del cotilleo idiota que impone una prensa sin cabeza que de merecer ningún comentario político o moral, a no ser que se crea que la moral consiste en ver la paja en el ojo de moda sin preocuparse de las vigas comunes. Lo dijo Boyer, país de porteras.
Al margen de esta discrepancia, lo que me parece de interés es que las campañas montadas a partir de tamaña menudencia (pues no sé de qué otra manera calificar el caso cuando padecemos una pandemia muy mal gestionada y nos encontramos en medio de una crisis política y económica de carácter colosal), han conseguido movilizar no solo a los antimonárquicos de oficio, sino a los defensores más acérrimos de la institución en una especie de carrera por mostrar quien daba el argumento exculpatorio más profundo y convincente, sin caer en la cuenta de que el mero comentario de una nadería de este calibre convierte a quien lo hace en participe de un juego tramposo, y, peor aún, de la estupidez que se comete al convertir en asunto de enjundia algo que carece por completo de ella.
Los más conspicuos fariseos del sistema televisivo y de redes sociales han competido en procurar indignación, truculencia y sentimientos de ofensa en quienes o no tienen otra cosa de que preocuparse o son tan necios como para no distinguir lo que realmente debiera interesarles, del trapo que se les pone para que se arranquen como un Pablo Romero. Esta indignación manipulada y de consumo es un producto muy elaborado y nocivo que, por desgracia, muestra un alto nivel de eficacia para manipular los estados de opinión, pero, volviendo al argumento inicial, todo pasa porque nos hemos acostumbrado a que no se nos presente la realidad tal como es y como aparece, sino embutida en una papilla ideológica y sentimental en la que lo único que importa es que nos hagamos adictos al brebaje.
Doy por sentado que este tipo de estrategias debieran fracasar frente a opiniones públicas con un cierto nivel de ilustración, pero da la sensación de que en España pronto se llegará a considerar que es un delito grave no ser analfabeto funcional.
Foto: Rodolpho Zanardo.