Si hay algo que no puede sorprender en política es que los líderes se dediquen a tratar de ocultar lo que no les conviene y a repetir machaconamente las ideas que piensan los llevarán a la gloria del poder, ya ven que no digo que mientan ni engañen porque lo que me asombra es que no caigan en la cuenta de que esa conducta tan alejada de la veracidad nunca puede ser más que pan para hoy y hambre para mañana.
No es difícil deducir del caso un par de conclusiones bastante deprimentes, la primera que, digan lo que digan, a los políticos el mañana les parece un cuento chino, son los magos de vivir al día si no a la hora y al minuto. La segunda es que parten de que hay tres tipos de electores, los que siempre les votarán, esos de los que Trump dijo que lo votarían aunque lo viesen asesinando a alguien en la quinta avenida; están luego los que nunca les votarán, así renueven el milagro del pan y los peces, y, por último, los que no se sabe lo que van a hacer que, en el fondo, les importan bastante poco porque los tienen por gente extraña y escasa, irrelevante. Da lo mismo que la realidad social no sea exactamente esa, pero tal es la cartografía práctica del político que conduce a halagar a los propios y a no excitar demasiado a los contrarios no sea que crezcan de repente más de lo previsto.
¿Hasta cuándo seguirá dormida la sociedad española sin caer en la cuenta de que hay algo que marcha muy mal y que está en nuestra mano tratar de cambiarlo?
Este es el panorama que ha traído a lo que venimos padeciendo, una continua ocultación de los datos más reales de cualquier situación, lo que no es extraño en un país que todavía no se ha preguntado a fondo por las desagradables razones que podrían explicar nuestra altísima mortalidad en la reciente pandemia, suele bastar con echarle la culpa al otro, y, para adorno de la situación, una espectacular ausencia de nada a lo que pudiera llamarse un debate político. Todo es propaganda y ruido, asunto en el que sí contamos con especialistas importantes.
El conjunto de datos que más nos encubren son los que se refieren a la situación de España en el mundo, a nuestro progresivo descenso en las distintas escalas de bienestar, productividad y riqueza que hace que estemos en franco retroceso con relación a los países con que soñábamos emparejarnos, cosa que viene sucediendo de forma implacable ya desde hace una larga docena de años. La política que debiera consistir en diseñar planes de mejora comunes en un variado abanico de cuestiones apenas existe y cuando se presenta algo como eso suele hacerse con una economía que recuerda a la de la carta a los Reyes Magos, es decir como si en la realidad efectiva no existiesen ni el dinero, ni la deuda, ni las obligaciones, Jauja a tope.
Otro fenómeno notable de la política usual entre nosotros es que nadie parece estimar necesario hacer la menor reflexión sobre la manera en que se gasta el dinero de todos, incluso en momentos como el presente en el que hay que ser muy millonario para no notar que el alza de precios nos está complicando la vida de manera muy notable y que Hacienda insiste en apretarnos el cuello con la eficacia y devoción que le caracteriza. Parece como si la mayoría de los españoles estuviese convencida de que lo de Hacienda es inevitable y lo de la inflación también, que lo que hay que pedir a los políticos es que no cejen en decirnos buenas palabras, en presentar un panorama harto risueño de tal manera que habría que ser un cenizo para fijarse en que a los políticos les importamos un pito.
¿Hasta cuándo seguirá dormida la sociedad española sin caer en la cuenta de que hay algo que marcha muy mal y que está en nuestra mano tratar de cambiarlo? Me parece que la pasividad política forzada con la que gobernó el general Franco se ha convertido en la pasividad política con la que dejamos a los partidos que hagan lo que les conviene aunque la cosa vaya de mal en peor para casi todos, y no para todos, porque siempre hay tipos listísimos que saben sacar provecho del marasmo general.
Decía Karl Popper que encubrir los propios errores es el mayor pecado intelectual y eso es lo que estamos haciendo todos los que no queremos reparar en que algo marcha muy mal entre nosotros. Está bien que el arte de los políticos consista en disimular los errores, en negarlos o, peor aún, en forzar las cosas para llegar a convertirlas en nuevas verdades, pero es bastante doloroso que los ciudadanos sigamos consintiendo, con una pasividad culposa, este tipo de engañifas que hacen que nuestra vida común vaya cada vez peor, que nos empobrezcamos, que las administraciones públicas y las grandes empresas se carcajeen de nuestras quejas, que el cinismo más atroz se convierta en la norma habitual de conducta de muchos políticos que nos miran como haciendo notar que ellos no tiene la culpa de nada. Lo tremendo es que en parte tienen razón porque una de las cosas que se ha deteriorado hasta la caricatura es su capacidad de representarnos con cierta eficacia, se limitan siempre a hacer lo que manda el de arriba, eso es todo.
Necesitamos recuperar ciertos valores morales que están del todo perdidos porque nos hemos acomodado a un despotismo de apariencia blanda pero implacable que impregna la mayoría de las decisiones de gran parte de la clase política.
La democracia de 1977 se asentó en un clima tal vez ingenuo, pero idealista y entusiasta, y eso llevó a diseñar un sistema en el que la confianza en lo que los políticos harían se dio por descontada y en el que, además, se dotó al presidente del gobierno de una serie de poderes bastante inusual por el miedo a que el sistema resultase inestable. Ya se ve que ha funcionado, pero con excesos. Nuestro sistema ha permitido controlar la opinión pública, asociar al Gobierno de turno con los grandes poderes financieros y empresariales y mantener controlado en manos de muy pocos el conjunto de los resortes del poder.
El cerco al poder judicial se ha hecho para evitar que los jueces puedan actuar como debieran, con independencia y sometidos en exclusiva a la ley, y se permite que los gobiernos de turno empleen los medios de comunicación en su exclusivo beneficio, sin que importe que haya bajado la lectura o que las televisiones apenas sirvan para otra cosa que para la maledicencia y el jolgorio artificial. Basta fijarse en cómo maneja el actual gobierno el CIS para darse cuenta de que la opinión pública solo les sirve si la convierten en un argumento para que seamos todavía más sumisos y obedientes.
Son muchos los que pensarán que no se puede hacer nada contra esto, pero se equivocan. Se puede entender que las personas que vean en la imposición del socialismo el objetivo último estén contentos con lo que pasa, pero me parece que el resto de los ciudadanos no podemos quedarnos cruzados de brazos cuando vemos que quienes debieran representarnos se apuntan con entusiasmo a la piñata que se reparte en las alturas y caen en la tentación de emplear las ideas que dicen defender para fortalecer un sistema de gobierno que hace aguas por todas partes, que nada tiene que ver con algo que pueda ser democrático ni, menos aún, popular. Nadie está obligado a votar en lo que no cree y llega un momento en que parece que solo así algunos podrán despertar de un sueño que se está convirtiendo en una pesadilla para tantos.
Foto: Pablo García Saldaña.