Uno de los mitos más queridos por tradicionalistas de izquierda y derecha es el de que el progreso moderno, una de cuyas máximas expresiones es la Revolución Industrial (o Primera Revolución Industrial) del siglo XIX, fue responsable del desarraigo de grandes bolsas de población. Centenares de miles de personas habrían sido forzadas a desvincularse de la tierra, de sus lugares de origen y sus lazos familiares.
Así, por culpa del progreso, habría comenzado a tomar forma un insidioso individualismo en detrimento de los tradicionales vínculos comunitarios. Los individuos, arrancados de su comunidad, se convirtieron en meros peones al servicio de grandes intereses económicos, olvidando sus tradicionales costumbres y creencias.
Las personas, gracias al acceso a mejores bienes y servicios y a la posibilidad de prosperar, creerían ser más libres, independientes y dignas, pero en realidad habría ocurrido justo lo contrario
Este desarraigo, proyectado a lo largo de casi dos siglos, habría sido el germen del corrosivo individualismo de las sociedades actuales. Un individualismo que no atiende a la distinción entre el bien y el mal, sólo al beneficio, y donde la masificación y el capitalismo alienan a los individuos. Las personas, gracias al acceso a mejores bienes y servicios y a la posibilidad de prosperar, creerían ser más libres, independientes y dignas, pero en realidad habría ocurrido justo lo contrario: el desarraigo las habría convertido en sujetos solitarios y amorales esclavos del modelo productivo.
Lamentablemente, este redondísimo relato manifiesta un olvido sorprendente. Simultáneamente a la Revolución Industrial tuvo lugar un suceso de enorme trascendencia: el movimiento de cercamiento (enclosures).
El movimiento de cercamiento fue un proceso de transformación de la propiedad y uso de la tierra que se desarrolló principalmente en Inglaterra y Escocia durante los siglos XVII al XIX. Este fenómeno consistió en la privatización y cercamiento de tierras comunales, que hasta entonces habían sido usadas de forma colectiva por campesinos para actividades como la agricultura y el pastoreo.
Las tierras comunales (common lands) pasaron a manos privadas, generalmente de terratenientes adinerados. Los campesinos, que previamente tenían derechos de uso, se vieron despojados de estos derechos. Mediante cercas o setos se marcaron los nuevos límites de propiedad privada. Y se introdujeron técnicas agrícolas más avanzadas y un uso más intensivo del suelo, priorizándose la cría de ganado y la producción para mercados en lugar de la subsistencia.
Inglaterra y Escocia fueron los epicentros de este movimiento. En Inglaterra, los cercamientos comenzaron desde la Baja Edad Media, pero se intensificaron en los siglos XVII y XVIII, alcanzando su apogeo con las Enclosure Acts del Parlamento británico. Irlanda, aunque en menor medida, también experimentó transformaciones similares relacionadas con la consolidación de tierras. Procesos análogos ocurrieron en otros lugares de Europa Occidental, pero con diferencias locales, como en Francia o Alemania.
Los grandes sucesos y transformaciones de la humanidad, aun suponiendo grandes saltos adelante, nunca han sido ideales. Siempre han tenido contrapartidas positivas y negativas
Se estima que cientos de miles de personas fueron desplazadas, aunque es difícil determinar una cifra exacta por la inexistencia de modelos estadísticos. Muchos campesinos pobres perdieron el acceso a tierras y se vieron obligados a emigrar a las ciudades o a países como Estados Unidos, Canadá o Australia. En Inglaterra, entre los siglos XVII y XIX, se cercaron unos 6,8 millones de acres (aproximadamente 27.000 km²).
El movimiento de cercamiento contribuyó decisivamente al crecimiento de la población urbana, ya que los campesinos desposeídos se vieron obligados a emigrar a las ciudades en busca de trabajo para no perecer por hambre.
Estudiar la Revolución Industrial sin tener en cuenta este otro gran suceso simultáneo no sólo distorsiona el entendimiento de la idea moderna de progreso occidental, da lugar a una inversión radical de la realidad. La Revolución Industrial no arrancó a las personas de sus comunidades, privándolas de sus costumbres y creencias. Fue el movimiento de cercamiento lo que provocó el desplazamiento y desarraigo de centenares de miles de personas. La Revolución Industrial, con sus horribles fábricas y factorías, si acaso, se convirtió en su refugio, la alternativa al hambre.
Conviene también recordar que la Iglesia desempeñó un papel significativo en el contexto del movimiento de cercamiento, tanto como propietaria de tierras como institución influyente en la sociedad, aunque su participación variaba según el país y las circunstancias específicas.
Por supuesto, en el siglo XIX y principios del XX, los derechos de los trabajadores eran prácticamente inexistentes, nada que ver con los actuales. Pero tampoco, antes del movimiento de cercamiento, el trabajo en el campo era idílico. Los campesinos trabajaban de sol a sol, prácticamente sin descanso ni libranzas, ni desde luego jubilación. El trabajo infantil no se consideraba un abuso, sino una necesidad. Los hijos, tan pronto como podían caminar y desarrollaban una mínima fuerza física, eran incorporados al trabajo. De hecho, los hijos se tenían fundamentalmente por dos razones, como fuerza laboral y como salvaguarda de los padres en la vejez.
Da igual el momento de la Historia que se analice. Los grandes sucesos y transformaciones de la humanidad, aun suponiendo grandes saltos adelante, nunca han sido ideales. Siempre han tenido contrapartidas positivas y negativas. Por eso, para entenderlos y valorarlos en su justa medida, atendemos a sus consecuencias, al balance entre lo positivo y lo negativo.
Nadie en su sano juicio reniega de la medicina moderna, por más que en ocasiones provoque negligencias, dé lugar a pruebas médicas fallidas o ponga en práctica tratamientos con peligrosas contraindicaciones. Podremos discutir acaloradamente algunos de sus aspectos polémicos, pero sabemos que antes de su desarrollo e implantación generalizada, la mortalidad infantil oscilaba entre el 30 y el 40%, y la esperanza de vida de quienes tenían la fortuna de no morir durante el parto o de críos, apenas alcanzaba los 50 años.
El libre albedrío en el cristianismo es la creencia de que los seres humanos tienen la capacidad dada por Dios para elegir libremente entre el bien y el mal, y para tomar decisiones morales que afectan sus vidas y su relación con Dios
Resulta muy fácil atacar a las sociedades actuales desde la comodidad de sus beneficios, disfrutando de la calefacción para no pasar frío en invierno y del aire acondicionado para no sofocarse en verano, de los medios de transporte modernos, los sistemas de salud, los restaurantes, las fiestas, el ocio, los viajes de placer… ¿Estarían dispuestos nuestros acomodados tradicionalistas a regresar al pasado para recuperar su virtuosismo comunitario a cambio de renunciar a su estupendo estilo de vida? Ya respondo yo: no. Y en caso de que lo hicieran, bastaría un par de semanas de privación de todas sus comodidades para que se arrepintieran.
Sin embargo, insisten en sostener que nuestras sociedades son aberrantes porque han abjurado del virtuosismo comunitario, y que las raíces de este mal están en el liberalismo y su concepto de libertad. Para ello, hacen un retrato del liberalismo reduccionista, como si realmente existiera un liberalismo escolástico que ha permeado la sociedad con una eficacia sobrenatural.
Como si fuera una señal, un guiño con el que Dios nos previene, muchos de estos recalcitrantes orates tienes aspecto de niños grandes y malcriados. Son el paradigma del burgués acomodado que, gracias a los beneficios de la sociedad moderna, puede dedicar su tiempo, con encantador cinismo, a renegar de sí mismo, de sus propios vicios y placeres y estilo de vida. No me los imagino privándose de sus restaurantes favoritos, yendo a pie a todas partes sin recurrir a confortables medios de transporte, arando la tierra de sol a sol y soportando las viejas dolencias que la medicina moderna ha erradicado. Si esa tremenda calamidad cayera sobre ellos, es seguro que su intelecto habría discurrido en una dirección muy diferente. Muy probablemente habrían devenido en defensores de un liberalismo tanto o más fanático que el tradicionalismo lúdico que promocionan por la gracia de su vida liberal y moderna.
No voy a entrar en disquisiciones sobre las verdad o falsedad de lo que personajes, como Juan Manuel de Prada, interpretan como “raíces del mal”. No creo en dogmas liberales o iliberales. Me interesan más los hechos que las hipótesis pretendidamente filosóficas. La libertad es un principio. Y como tal, su práctica está expuesta a excesos, errores y efectos negativos. Pero este riesgo no la inhabilita. De hecho, el libre albedrío en el cristianismo es la creencia de que los seres humanos tienen la capacidad dada por Dios para elegir libremente entre el bien y el mal, y para tomar decisiones morales que afectan sus vidas y su relación con Dios. Por tanto, son libres de defender sus ideas, pero también lo son de equivocarse. Incluso son libres de falsear la realidad para que encaje con sus ideas. Esa es su elección moral.
Pero si les interesara averiguar la verdad, habrían caído en la cuenta de que ese individualismo que consideran patológico no hunde sus raíces en el liberalismo, sino en la “teoría de la individualización” o de la “independencia individual” promovida desde el Estado. Esto es lo que ha alienado al individuo en beneficio de una idea del bien colectivista; es decir, comunitaria. Lo que hoy tenemos no es el resultado de un sistema capitalista netamente liberal. Esa posibilidad se truncó muy tempranamente, cuando, tras la Gran Guerra, la acción política occidental derivó hacia un intervencionismo creciente.
La tendencia a abandonar a los abuelos, ya sea en residencias de ancianos o a su suerte en sus casas, no es una inspiración liberal. Surge del convencimiento de que el Estado se hará cargo de ellos, que es su responsabilidad
Fue entonces, con el Estado de bienestar moderno y sus políticas sociales, cuando surgió la teoría de la individualización que provocaría el debilitamiento de las estructuras sociales tradicionales de clase, género, religión y familia. Los ingenieros sociales consideraron que las tradicionales interdependencias (hombres-mujeres, padres-hijos, vecinos-comunidades) constituían un sistema de opresión estructural. Y que, para eliminarlo y que los sujetos fueran realmente libres, el Estado debía proporcionar los recursos y servicios necesarios para que las personas no tuvieran trayectorias vitales predefinidas, sino que pudieran decidirlas por sí mismas. Ocurre que no fueron más libres. La eliminación de las interdependencias entre sujetos dio paso a una intensa dependencia del Estado.
Hoy, por ejemplo, la tendencia a abandonar a los abuelos, ya sea en residencias de ancianos o a su suerte en sus casas, no es una inspiración liberal. Surge del convencimiento de que el Estado se hará cargo de ellos, que es su responsabilidad. El bienestar de los mayores no depende ya de la generosidad y lealtad de sus hijos, sino de la prestaciones públicas y universales, como la asistencia social, la sanidad y las pensiones.
Lo mismo cabe decir de la relación entre hombres y mujeres. El sentido de su interdependencia se vacía en favor de la interpretación estatal de sus roles. Con los hijos sucede en buena medida igual. La tutela efectiva del Estado en materia de enseñanza, mediante la educación pública y obligatoria, ha distorsionado las relaciones padres-hijos y su jerarquía. Muchos padres creen realmente que el Estado es el responsable de la educación de sus hijos, no ellos. Confunden educación con enseñanza. Incluso consideran que el Estado también debe hacerse cargo de su manutención o, cuando menos, subvencionar los comedores de los colegios.
La libertad poco tiene que ver con esta visión de la sociedad. Las personas en general se han vuelto individualistas y egoístas porque han sido educadas en la idea de que el Estado de bienestar llenará todos los vacíos, que se hará cargo de todo, de nuestros padres y nuestros hijos, de nuestras parejas y de nosotros mismos.
Ser libre implica ser responsable y asumir las consecuencias de tus decisiones. Si la libertad y la responsabilidad fueran de la mano, en vez de eliminar la segunda en favor de la dependencia del Estado, las personas se valorarían mucho más unas a otras y estarían menos solas. Serían, en definitiva, menos individualistas en el peor sentido del término.
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