Por las cañerías de las instituciones repta la vieja pulsión censora. Democracia y libertades parecían dos aspectos de lo mismo pero, como en el caso de la economía, nuestras libertades civiles son objeto de mercadeo político y acaban entregándose a los intereses de otros. Es el caso de la libertad de expresión, que está cada vez más amenazada.

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El cerco sobre la libertad de expresión procede de todos los flancos. Uno de ellos es el de los llamados “delitos de odio”. Pongo la expresión entre comillas porque realmente no está claro lo que sean. Más allá de la voluntad censora de lo que piadosamente se llama “el legislador” (eufemismo del encuentro con el poder de los intereses creados y organizados), no es posible definir claramente qué es un “delito de odio”.

Aunque la expresión «discurso de odio» incluya el nombre de un sentimiento, los sentimientos son imposibles de definir en términos jurídicos. Es más, para lo que se quiere cercenar, ni siquiera es relevante que quien profiera ese discurso o esa expresión tenga ese sentimiento o no

Esta es una de las conclusiones de Paul Coleman en su libro Censored. How Eueropean ‘Hate Speech’ Laws are Threatening Freedom of Speech. Los propios promotores de la legislación censora reconocen su incapacidad para articular una definición que atrape a quienes quieren acallar.

En su obra recoge lo que señala una hoja informativa de la Corte Europea de Derechos Humanos: No hay “una definición universalmente aceptada de la expresión ‘delito de odio’”. Y en  2015 la UNESCO reconoció que “la posibilidad de fijar una definición universalmente compartida parece improbable”.

Coleman recoge varias definiciones, y concluye lo siguiente: “Basándonos en los documentos citados, documentos redactados con la única intención de educar al público y aportar una claridad legal, podemos obtener lo siguiente sobre el «discurso del odio»: no se manifiesta necesariamente a través de la expresión del odio y puede parecer racional y normal. Está motivado por el odio, siempre que el odio se dirija a los grupos elegidos por el Estado. Y aunque es imposible de definir, un «discurso de odio» puede incluir denigración, falta de respeto, difamación, opinión negativa, glorificación, negación, trivialización, justificación, condonación, incitación, discriminación, odio, hostilidad e insulto”.

Y es normal que así sea. Para empezar, aunque la expresión incluya el nombre de un sentimiento, los sentimientos son imposibles de definir en términos jurídicos. Es más, para lo que se quiere cercenar, ni siquiera es relevante que quien profiera ese discurso o esa expresión tenga ese sentimiento o no. Además, la comunicación entre personas es creativa y cambiante; no es unívoca necesariamente. Incluso se puede transmitir una idea afirmando la idea contraria, mientras que, como dice otro experto en los delitos de odio, Eric Heinze, “o robas una manzana o no lo haces; no puedes robar una manzana irónicamente”.

Siendo una materia tan abierta a la creatividad, y vista la capacidad del ser humano de hacerse entender por vías muy distintas, y no todas expresadas en un lenguaje hablado o escrito, los “delitos de odio” no pueden tener la claridad en la definición que tienen otros delitos. No es el último de los motivos el hecho de que los “delitos de odio” sean delitos de opinión.

Y si la cuestión es complicada de asir en el plano de los principios, cuando bajamos al ámbito del día a día, entramos en un terreno en el que la claridad y la igualdad dan paso a la arbitrariedad y el juego político. Para entenderlo, vamos a recoger las siete marcas de los “delitos de odio” recogidos por Paul Coleman en su libro.

I Las leyes de “discurso del odio” están redactadas de forma vaga. Coleman estudia en su libro todas las leyes europeas, y se encuentra que una tras otra utiliza una terminología alejada de cualquier precisión. Así, en Alemania es delito cometer un insulto. Y éste se define como “un ataque ilegal al honor de otra persona”. Pero es la ley la que debería definir precisamente qué es ilegal o no, de modo que estamos ante una definición circular. Muchas normas condenan “la incitación al odio”, pero Coleman tiene razón al decir que “no está muy claro qué se entiende” por ese término.

II Dichas leyes tienen un cariz subjetivo. Puesto que actuar con odio o despertar ese sentimiento con dichos u acciones no se puede determinar con signos externos, es necesario recalar en la percepción subjetiva de cada uno. En el caso de Gran Bretaña, los “incidentes de odio” (no penados) los constituyen eventos «que pueden o no constituir un delito penal, que la víctima o cualquier otra persona percibe como motivado por prejuicios u odio». Coleman, tras citar varios ejemplos, acaba diciendo que en este ámbito “la percepción puede convertirse en realidad”. El derecho como magia.

III Las leyes de “discurso de odio” no requieren que se acredite una falsedad. No son, por tanto, como las leyes que condenan la difamación. Valga como ejemplo el artículo 192 del Código Penal alemán, según el cual “si surge la existencia de un insulto, la prueba de la veracidad del hecho alegado o difundido no excluye el castigo”.

IV Estas leyes rara vez requieren una víctima. Es normal, puesto que los delitos de opinión entran dentro de lo que se ha llamado, precisamente, crímenes sin víctima. Coleman dice que en la mayoría de las normas de este cariz “permiten que se inicien enjuiciamientos cuando no hay una víctima, simplemente hay un grupo no identificable de presuntas víctimas”. Y cita un caso especialmente chocante: en Hungría se ha creado el delito de incitar al odio contra “la nación húngara”.

V Dichas leyes sólo “protegen” a unas personas, pero no a otras. Como no hay un daño objetivable, y la definición de qué comportamiento o discurso es punible o no depende de la voluntad política arbitraria, la cuestión de a qué grupos se les “ampara” y a cuáles no depende de la capacidad de ciertos grupos de imponerse en la mesa de negociación con el poder.

VI Su aplicación es arbitraria. No es ya que la definición lo sea, o que sea arbitraria la parte de la sociedad sobre la que recaen estas leyes. Es que su aplicación también lo es.

VII Con frecuencia, estas leyes tienen una naturaleza penal. Aunque estas normas pueden tener un carácter legal vario (códigos de expresión en los campus universitarios, regulación del acoso en el trabajo…), en Europa estas disposiciones tienen cada vez más un carácter penal. Después de lo visto en las otras seis marcas, parece mentira que así sea.

Hemos entregado al poder un instrumento que no está sujeto a una realidad definible, y que tiene la capacidad de censurar una gran parte del discurso público.

Foto: Andre Hunter.


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