Al observador atento, si está desacostumbrado al paisaje de las ciudades españolas, le llama la atención la brusquedad con que terminan las ciudades. Fuera de nuestras fronteras, el paisaje está marcado por una graduación en la urbanización del territorio. Con independencia de cómo se llamen los términos municipales, el área metropolitana es típicamente muy amplia. La ciudad se desparrama, y pierde intensidad a medida que se aleje del centro. Es como si, paralela a la gravedad, operase también aquí una fuerza que es inversa a la cercanía al centro, aunque con una regularidad un tanto azarosa.
Las recias ciudades españolas no terminan en una disolución paulatina. Terminan de forma abrupta, como si sus confines alcanzasen milimétricamente los confines de un barranco. Sólo que lo que les impide continuar no es un accidente geográfico, sino un accidente político. En nuestro país se construye allí donde el proceso político designa que se puede hacer. Aquí sí, fuera de aquí, no.
Simplemente con quitar de las manos de los políticos la decisión del uso del suelo, el precio de la vivienda se iba a contar en sueldos brutos al año
Esta situación causa muchos problemas. Decretar que sobre todo el territorio está prohibido crear valor, salvo que la Administración de turno lo permita le otorga a estas organizaciones públicas un poder enorme. Crear valor con sólo tomar una decisión es un foco de corrupción. En realidad, como decía aquí (¡coño!), “no es que haya corruptos en la política. Es que hacer política con la economía es una forma de corrupción”.
Hay una forma de reducir la corrupción y aliviar el enorme coste que tiene la vivienda en las economías familiares, que es darle la vuelta a la situación. Dejemos que los políticos se entretengan decidiendo qué espacios deben quedar protegidos, por tal o cual criterio, y que los propietarios del suelo decidan cuál es el mejor uso que le pueden dar. Simplemente con quitar de las manos de los políticos la decisión del uso del suelo, el precio de la vivienda se iba a contar en sueldos brutos al año.
En la actualidad, los españoles tienen que dedicar de seis a siete años de sueldo bruto, íntegro, a comprar una vivienda. Fotocasa, para hacer el cálculo, compara el precio medio de una vivienda de 80 metros cuadrados con el sueldo medio. Pero, como es fácil de entender, en esa cuenta un salario de 40.000 euros cuenta el doble que uno de 20.000; y por eso el salario medio (26.028) no es representativo.
Sí es representativo el salario mediano (20.920 en 2020, último año para el que hay datos). El salario mediano es el del español medio. Es decir, si ordenamos a los españoles por salarios, el que deja por encima y por debajo de él al mismo número. Si lo comparamos con el valor medio de España para una casa de 80 metros cuadrados, como hace el portal, resulta que el español medio tiene que dedicar 7,8 sueldos íntegros.
Pero de ese sueldo hay que pagar unos impuestos que el Estado no va a dejar de cobrar porque el trabajador diga que lo quiere destinar íntegramente a comprar una casa. Si calculamos el sueldo neto del español mediano (en 2020, porque en 2022 sería un poco superior), resulta que es de 17.533 euros. Y entonces tendría que dedicar 9,4 sueldos netos íntegros. Y no comprarse ni una botella de agua.
El funcionamiento básico del mercado es suficientemente conocido como para no tener que reconstruir todo el armazón de ideas que explica su funcionamiento. Sabemos que el precio no “mide” la escasez, pero que es mayor cuanto más escaso es un bien o servicio. Es decir, que, dada la oferta del bien, cuanto más se aprecie su consumo o uso, mayor será el precio.
Sabemos que, en el proceso de producir bienes, los empresarios tienen que detraer recursos de otras partes de la economía. Los compran, y al precio que pagan lo llamamos coste. Porque el coste es el valor de los otros usos de esos recursos.
Sabemos que los empresarios buscan el beneficio. Es decir, buscan que el precio al que venden sus productos (el valor de lo que ellos aportan al mercado) sea mayor que los costes (el valor de los proyectos que ellos han frustrado porque se han quedado con los recursos productivos). Y sabemos, por tanto, que el beneficio es un indicador de cuán bien está gestionando un empresario los recursos que hay.
Sabemos que, si un empresario obtiene beneficios realizando una actividad, ampliará su producción (construcción, en el caso de las casas). Y que otros correrán a hacer exactamente lo mismo. De modo que el beneficio indica que hay una gran necesidad de ese bien. Y que, por un lado, es una señal de lo que hay que hacer, y por otro es un premio a quien lo hace. Que, además, pone en las manos de quien obtiene beneficios más recursos de los que tenía.
Sabemos que en la medida en que aumente la oferta, y se vayan satisfaciendo necesidades, las siguientes unidades que se oferten al mercado tendrán que colocarse a un precio más bajo. Es decir, que el aumento de la oferta rebaja el precio. Bien, pues esto es lo que ocurriría con la vivienda, simplemente vetando a los políticos la capacidad de decidir dónde puede construirse.
No es lo único que puede o debe hacerse. Es necesario que la base de todo el sistema, que es la propiedad, sea segura. Y en estos momentos no lo es. Especialmente en el caso de las viviendas destinadas al alquiler. El control de precios tiene efectos perversos. No es el último de ellos dejarle claro al dueño de la vivienda que no lo es del todo; es más, que una parte importante del uso del inmueble (la determinación del precio del alquiler), no le pertenece. A corto plazo, los efectos negativos no se notan, pero a medida que pasa el tiempo y hay que remozar las viviendas, invertir en ellas, o tomar la decisión de construir nuevas viviendas, éstos empiezan a verse.
De todos modos, hay efectos negativos a corto plazo. Los dueños de viviendas han subido de forma apresurada los alquileres, en previsión de que el Gobierno podría decidir congelarlos. Desde 2019, el alquiler ha subido en España un 16% (un 5,1% en Madrid).
La nueva ley de vivienda solidifica los males de la actual regulación, y añade otros. Los dueños de las viviendas evitan alquilarlas a los grupos “vulnerables”, porque ello supone perder el control sobre la misma. Ya hay un límite por abajo que es demoledor para los trabajadores que menos ganan: el salario mínimo es inembargable. Esto quiere decir que, si un inquilino gana el salario mínimo, puede no pagar y el inquilino no tiene medios para lograr que le cobre, aunque medie una decisión judicial. Simplemente, le ha entregado su vivienda, a cambio de nada. Y sigue teniendo que pagar la comunidad, los impuestos y demás. ¿Es tan extraño que para los jóvenes les resulte imposible encontrar una vivienda en alquiler?
Foto: Michael Dziedzic.