Si la web no miente, el número de personas aforadas en España, es decir aquellos que tienen el privilegio de ser juzgados por tribunales especiales y se ven protegidos por las instituciones a que pertenecen es realmente desaforado. Dejando aparte a los miembros de los ejércitos y las fuerzas de seguridad, que son cientos de miles, los aforados políticos pueden cifrarse por encima de 15.000, un número de pesadilla que indica que muy a nuestro pesar soportamos la carga de un privilegio tan extendido como inaudito y que carece de parangón con lo que sucede en el resto de las democracias a las que decimos querer parecernos.
Si preguntamos por el fundamento de semejante disparate es posible encontrar algunos argumentos deslavazados que malamente ocultan el verdadero fondo del asunto, que nuestros políticos están muy dispuestos a lo que sea menos a ser iguales al resto de los ciudadanos, ¡hasta ahí podíamos llegar! Esta distinción tan cruda entre ellos y nosotros no sirve para nada bueno, es disfuncional y contribuye a que la idea que los españoles nos hacemos del funcionamiento de la política y de la misma Justicia sea entre mala y pésima.
Ya está bien de apretar el dogal a la gente, de abrumar con nuevos impuestos y de confundir con leyes y promesas que se quedan en nada. España necesita confiar en la política y en quienes la protagonizan, pero hace falta una verdadera cruzada contra los políticos vagos, inútiles y corruptos
Basta con fijarse en lo que sucede estos mismos días ante nuestro pasmo. Resulta que el exministro Ábalos que está aforado por seguir siendo diputado tiene la suerte de no tener que someterse al mismo trato judicial que sus compinches hasta que el Tribunal Supremo no presente la petición de suplicatorio, ¡vaya nombrecito! y suplique al Congreso de los Diputados que le autorice a procesar al exministro. Como es obvio, si el Congreso tiene que autorizar, bien podría negarse, aunque no sea probable que así ocurra, pero sí cabe apostar a que se dará el gustazo de tener al Tribunal Supremo esperando su respuesta un par de mesecitos o tres, cuestión de pedagogía acerca del poder y quién lo tiene en realidad. ¿Se imaginan qué pasaría si se quisiese procesar a un presidente de Gobierno, a Sánchez, por ejemplo? No es difícil pensar que el Congreso cerraría filas ante esa politización de la Justicia y se negaría en rotundo, no vaya a ser que los jueces salgan adelante con la idea de que nadie está por encima de la ley.
En España no se niega el principio de la igualdad de todos frente a la ley, pero se hace lo imposible para que no sea aplicable a ninguno de ese enorme escuadrón de gentes que han hecho de la política su modus vivendi y han convertido la distinción respecto al común de los mortales y la práctica de parapetos de todo tipo para que nadie los juzgue en una virtud corporativa del primer nivel.
Muchos personajillos de izquierda han hecho de la lucha contra los privilegios parte importante de su programa, pero se han olvidado de este asunto de los aforamientos en cuanto se han visto con el culo en el escaño. No estaría mal que quienes aspiren a cambiar algo del funcionamiento, tan ineficiente y miserable, de nuestro sistema efectivo de gobierno asumiesen en sus programas la abolición de los aforamientos como medida de higiene elemental.
Aquí practicamos con gran soltura la hipocresía refinada de distinguir la teoría de la práctica en cuanto se trata del modo de vida de los representantes públicos, aquellos que tienen, por ejemplo, el inaudito privilegio de fijarse ellos mismos su propio salario y hasta la cuantía de sus pensiones. Dado que gozamos de una abundantísima presencia de todo tipo de izquierdas en el Congreso cabría pensar que estos idealistas la emprenderían a bastonazos con los privilegios salariales y asistenciales que se les atribuye, esperanza vana.
El idealismo de estos personajes se queda reservado para cuando están por la calle y les conviene hacer manifestaciones contra la casta, pero ya se ha visto que en cuanto pasa a suceder que esa casta les incluye a ellos, las urgencias dejan paso a las conveniencias, a la prudencia y a lo que sea menester para sacarle todo el jugo a la posición conquistada con tanta proclama hipócrita. Es muy difícil pedir a los ciudadanos que tengan una idea elevada de la política y no se dejen llevar por demagogias autoritarias, por ejemplo, cuando tantos políticos se comportan con semejante cinismo.
Las derechas no suelen hacerlo mejor, lo único que cabe decir en su descargo es que, al menos, no se dedican a despotricar contra los beneficios y privilegios que luego se aplican. Sin embargo, es muy de lamentar que los partidos que se consideran de derechas no sepan ver los beneficios que obtendrían de ser, en esta clase de asuntos, un poco más exigentes. Al no hacerlo contribuyen a esa imagen lamentable que se tiene de ellos mismos y sus políticas: “lo único que saben hacer estos es ir a lo suyo, forrarse cuanto puedan y no destacar por nada no vaya a ser que molesten al señorito de turno”.
Ni los aforamientos, ni las ventajas económicas, ni los excesos de personal tienen el menor sentido en una situación como la española que debiera obligar a los políticos a ser ejemplarmente exigentes en sus conductas personales. A veces, por el contrario, parecen nuevos ricos, con sus Iphones y sus tabletas de último modelo, con sus dietas y sus gastos de representación, todo ello, además, sin la menor trasparencia.
Tras casi medio siglo de democracia debiera ser evidente que los políticos tendrían que asumir una reforma de sus privilegios y ajustarse más a planteamientos exigentes y moralmente ambiciosos porque nuestra España necesita ejemplo y modelos de emulación. Una clase política sin un nivel alto de autoexigencia es un factor que ayuda a la decadencia y al desánimo. Se trata de empezar a implantar códigos de conducta que permitan mejorar el nivel de ética cívica que es común, algo muy necesario, pero en especial en épocas de constante crisis como las que estamos viviendo. Es descorazonador que, por referirnos a un caso evidente e inmediato, el desastre organizativo, la irresponsabilidad y la imprevisión que han sido factores decisivos en la horrible desgracia que ha sufrido Valencia no haya traído consigo la menor dimisión. Al parecer todo el mundo lo ha hecho bien y todo se queda en criticar al del partido contrario, una verdadera desvergüenza.
Los políticos han hecho un gran esfuerzo para proteger su misión frente a las oleadas de la demagogia y el populismo, algo que era necesario, sin duda, en una democracia que empezaba. Pero cincuenta años después se necesita otra cosa, mostrar que se está dispuesto a pelear contra la corrupción, a gobernar con seriedad y eficacia y a sujetar el gasto enloquecido al que nos han ido llevando sucesivos gobiernos sin conseguir a cambio nada que merezca la pena.
Ya está bien de apretar el dogal a la gente, de abrumar con nuevos impuestos y de confundir con leyes y promesas que se quedan en nada. España necesita confiar en la política y en quienes la protagonizan, pero hace falta una verdadera cruzada contra los políticos vagos, inútiles y corruptos y eso debe comenzar por renunciar de manera inmediata a los sistemas que apartan a los políticos de la normalidad. Acabar con los aforamientos sería una muestra de que alguien se toma en serio la tarea de prestigiar y reformar la forma de hacer política.
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