Se cumplen en estos días cuarenta años del intento de golpe de Estado que ha pasado a la historia como el 23-F o el asalto al Congreso de Tejero, por el nombre de la acción más llamativa y el conspirador más mediático. De hecho, aún hoy día, para la mayor parte de la gente no interesada en el tema a nivel profesional (historiadores, periodistas o políticos, principalmente) se sigue vinculando la fecha emblemática del 23-F tan solo con la imagen un tanto folclórica de un guardia civil con mostachos que se encarama a la tribuna del Congreso pistola en ristre y grita aquello de “¡Quieto todo el mundo!” Visto desde la atalaya actual, parece tan España cañí, que da hasta risa y despierta la imagen de un pasado felizmente superado. ¿O no?
Vayamos por partes. Para empezar el 23-F no fue Tejero, ni el asalto de los guardias civiles a la sede de la soberanía nacional, ni el estado de excepción declarado por Milans del Bosch en la III Región Militar, ni los tanques en las calles de Valencia… O, para ser precisos, no fue solo eso, ni todos esos acontecimientos, con ser importantes, constituyeron la esencia del golpe. Como suele decirse, en imagen tópica pero no por ello menos persuasiva, todo aquello no fue más que la punta del iceberg. Lo importante, lo trascendental, era todo lo que estaba abajo. Con la perspectiva que da el tiempo, hoy podemos sostener ese aserto con absoluta contundencia. Pero, paradójicamente, aún hoy día, es mucho lo que desconocemos acerca de todo aquello que no salió a la superficie.
Los fantasmas de la historia son muy juguetones. Les gusta, por ejemplo, jugar a travestirse. A estas alturas del siglo XXI parece indudable que hemos dejado atrás las tentaciones militaristas. Y, sin embargo, ¿quién nos lo iba a decir?, hemos sustituido un golpismo por otro
Esto, para empezar, provoca una discrepancia irresoluble entre quienes dicen que se conoce lo fundamental y solo quedan cabos sueltos y los que, en el extremo opuesto, usan la anacrónica actitud española de clasificar como reservados sine die importantes documentos públicos para sostener todo lo contrario. En suma, no podemos saber si lo que se oculta es trascendental o anecdótico, aunque el propio hecho de la ocultación dispara las especulaciones más osadas. Ya desde hace tiempo, esta opacidad documental dio pie a que nacionalistas vascos y catalanes por una parte y la izquierda más radical por otra, construyeran un 23-F a la medida de sus intereses, presentando a Juan Carlos I no como el salvador de la democracia, sino como el gran urdidor del golpe en la sombra.
La propaganda machacona de los sectores políticos citados ha calado en buena parte de la opinión pública, ante la –cuando menos- inhibición del PSOE actual y la torpeza, que parece consustancial, al discurso –por llamarle algo- del PP. El resultado último de ese proceso es una piedra más arrojada al decrépito andamiaje del despectivamente motejado “régimen del 78”. Lejos de representar, como antaño se pretendía, la epifanía de la democracia, el desenlace del fallido golpe sería un oscuro amaño de truhanes para seguir chupando del bote. El triunfo de unos y el peaje que otros pagaban gustosos convergía en legitimar de facto en la cúspide del sistema la institución monárquica que Franco había prescrito –“atado y bien atado”- para después de su desaparición.
La mayoría de los españoles no suscriben esa disquisición, como es obvio, pero es de justicia reconocer que no lo tienen fácil para combatirla, dado que la interpretación canónica tiene más agujeros que un queso gruyer y, encima, se ve lastrada, como antes expuse, por el secretismo que rodea todo el asunto. Por no saber, no se sabe siquiera si se conservan o se han destruido las grabaciones de todas las conversaciones que tuvieron lugar en torno al famoso día de autos. El gran problema que tenemos en este país es que se nos ha mentido tanto por todas partes que todo aquello que intente pasar por versión oficial de algo despierta, como mínimo, todo tipo de sospechas. Pedro Sánchez no es más que la apoteosis –por ahora- de esta tendencia, que viene de muy atrás.
He leído en estas últimas semanas dos excelentes libros sobre el 23-F, nada escandalosos ni sensacionalistas, sino todo lo contrario, resultado en ambos casos de la labor concienzuda de sendos historiadores de prestigio, Juan Francisco Fuentes y Roberto Muñoz Bolaños. El primero de ellos se titula 23 de febrero de 1981. El golpe que acabó con todos los golpes (Taurus). El segundo, como puede apreciarse en su propio título, va más allá del 23-F e inserta este episodio en las tramas golpistas del período: El 23-F y los otros golpes de Estado de la Transición (Espasa). Son dos obras muy distintas, no ya en su contenido específico, sino hasta en su sentido último, porque el de Fuentes es una síntesis y el de Bolaños un estudio más meticuloso que casi le triplica en extensión.
Hay bastantes diferencias entre ambos libros, pero por las limitaciones de un artículo como este, me ceñiré a citar un par de ellas, las que me parecen más relevantes. Para Fuentes, el 23-F fue un complejo entramado de operaciones militares –“un circo de tres pistas”, cuando menos-, en las que el denominador común era siempre el general Armada. Sin negar esta interpretación ni el protagonismo del mencionado militar, Bolaños pone el acento en que la llamada “operación Armada” –aunque aquí también sería más preciso el uso del plural- era una conspiración de carácter eminentemente civil que de modo subsidiario se serviría de apoyo castrense. Solo cuando se torcieron las cosas y no hubo más remedio, el ruido de sables pasó a primer plano.
De ser así –y Bolaños hace un repaso prolijo de todas las maniobras políticas entre 1980 y 1981- la mayor parte de las fuerzas políticas del momento estaban como mínimo informadas –cuando no algo más- de la trama del golpe. Ello explicaría que el proyectado gobierno de Armada contara como vicepresidente con Felipe González, con el dirigente del PCE Ramón Tamames como ministro de Economía o con Enrique Múgica, Javier Solana, Peces-Barba y Solé Tura en otros ministerios. De modo complementario, ello permitiría entender el impostado cierre de filas tras el rocambolesco desenlace del 23-F, la defensa a ultranza de una versión oficial con múltiples lagunas y la negativa a hacer públicas las conversaciones habidas en las horas álgidas de la crisis.
La segunda gran diferencia entre ambos libros se refiere al papel del rey hoy emérito. Fuentes juega una buena baza para exonerar de responsabilidades al monarca: si realmente amparaba la operación Armada, le hubiera bastado proponerlo como jefe de Gobierno tras la dimisión de Suárez, sin necesidad de violar la Constitución. Bolaños es más crítico con el papel desempeñado por la Corona: no responsabiliza al rey del 23-F, ni mucho menos, pero considera que antes de la fecha fatídica promovió y apoyó con imprudencia las maniobras conspirativas y durante el asalto al Congreso su postura fue, como poco, dubitativa y pusilánime. El historiador sugiere que la mera publicación de sus gestiones en aquellos momentos sería letal para su imagen de salvador de la democracia.
Hay otras muchas cuestiones polémicas y mal conocidas del 23-F, como el papel del CESID y los servicios secretos, pero todo eso es ya pasado y solo importa a los historiadores. El aspecto que hoy más puede interesar al ciudadano de a pie es el relativo a la significación del 23-F en la historia reciente de España y sus posibles implicaciones –si las hubiera- en el país que ahora somos. La percepción más extendida podría resumirse así: una España democrática plenamente integrada en Europa –el ideal de incontables generaciones de españoles- ha dejado atrás de modo definitivo los pronunciamientos –término, por cierto, que hemos exportado a otros idiomas-, las asonadas, los golpes y las interferencias militares que han caracterizado nuestra trayectoria contemporánea.
Quizá hace solo unos años podíamos haber dicho lo que figura en el título de uno de los libros citados: el 23-F pasará a la historia como el golpe que acabó con todos los golpes. Adiós, militarismo, adiós para siempre. Tal vez solo un lustro atrás podríamos haber afirmado que los españoles habían terminado por asumir que el sistema constitucional y la convivencia democrática pasaban por el respeto a las normas –nunca perfectas, pero sí perfectibles-, de tal manera que nuestras aspiraciones, fuesen las que fuesen, se canalizaran pacíficamente por las vías legalmente establecidas. Esa, al fin y al cabo, es la base de la democracia, ni más ni menos. Y en esto llegó el procés. 2017 nos retrotrae a 1981. El 1-O es nuestro 23-F posmoderno. Pero, en el fondo, ¡tan castizo!
Los fantasmas de la historia son muy juguetones. Les gusta, por ejemplo, jugar a travestirse. A estas alturas del siglo XXI parece indudable que hemos dejado atrás las tentaciones militaristas. Y, sin embargo, ¿quién nos lo iba a decir?, hemos sustituido un golpismo por otro. Sin renunciar, empero, a un cierto folclore: Puigdemont, por ejemplo, podría ser el moderno Tejero en esta nueva farsa. Ahora bien, la cuestión esencial es otra y no es para tomársela a broma. El 23-F fue el momento más crítico de la transición. Mal que bien, seguimos adelante. Hizo falta determinación y coraje. Me pregunto con cierta zozobra si aquí y ahora estamos preparados para el nuevo desafío.
Foto: Antonio Marín Segovia.