Para los muchos millones de españoles que jamás han sufrido en sus carnes los fragores de una guerra (la inmensa mayoría) y que hasta hoy apenas hacían otra cosa que ocuparse legítimamente de sus asuntos, ha llegado la hora de aprender lo que significa el concepto de “propaganda totalitaria de guerra”. Basta con ver, a cierta distancia ideológica, lo que los medios nos están ofreciendo de sol a sol estas semanas. Desde los estudios de televisión, mediante decenas de sesudos debates plagados de expertos y “celebridades”, se nos alecciona en la gravedad de la crisis y la bondad de los gestores. Se alaban sus pretendidas virtudes, se disculpan sus posibles errores y se estigmatiza a todo aquel que ande con el paso cambiado. El dictado es bien sencillo: ellos deciden a qué temer, cómo reaccionar ante el miedo y a quién se debemos dirigirnos en caso de pánico oficialmente desatado.

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La alarma generada por la pandemia caracteriza a nuestra clase mediática en esencia, servil a los protagonistas de sus filias, inmisericorde con los sujetos de sus fobias y dispuesta a reventar aplaudiendo y babeando, aunque el resultado final de la actual situación pudiera ser una dictadura tecnocrática camuflada de “plan quinquenal de salvación nacional”. Ya tenemos a la sociedad perfectamente atomizada en casa y a merced, casi sin alternativa, de la omnipotencia de los medios al servicio de una llamada élite de progreso.

Seguimos pendientes de nuestra pantalla confiando en que el aparato burocrático que tan caro nos sale solucionará todo lo que le pase a los demás. En última instancia, todo lo que pueda pasarme a mí

¿Sin alternativa? Siempre podemos escondernos detrás del smartphone o el tablet, en busca de la terapia adecuada al aislamiento forzoso. Aunque sepamos que puede ser una verdadera adicción, recurrimos a Twitter, Facebook, Instagram, Snapchat, Candy Crush y decenas de miles de otras aplicaciones en busca de distracción o, lo que es peor, de reafirmación en el angosto túnel desde el que percibimos la realidad… por un efímero chute de dopamina. Alguna neurona suelta en mi cabeza me reprochó durante horas la inusitada importancia que le di a la anunciada restricción de libertades en Internet … desde mi reclusión y renuncia a muchas de mis sacrosantas libertades. Cuando desapareció la perplejidad y mi lóbulo frontal empezaba a recuperar el mando, aparecieron por detrás la amargura y la impotencia.

Pero estábamos hablando de la propaganda mediática. El virus nos ha dejado sin actividad parlamentaria, sin control parlamentario de la acción de gobierno, a los pies de unos gestores de dudosa competencia … y pendientes apenas de la siguiente rueda de prensa, el siguiente discurso motivacional, los números. No vemos familias sufriendo la pérdida de uno de los suyos, no vemos enfermos postrados, no vemos ataúdes, … no vemos la verdad. No nos la muestran y, frágiles, tampoco la reclamamos. Seguimos pendientes de nuestra pantalla confiando en que el aparato burocrático que tan caro nos sale solucionará todo lo que le pase a los demás. En última instancia, todo lo que pueda pasarme a mí. Apagamos el ordenador y encendemos la televisión. No olvidamos el móvil.

Y entre clics y botones apenas nos damos cuenta de la vertiginosa velocidad con que hemos renunciado a una larga lista de derechos que se habían ganado a un altísimo precio durante siglos: el derecho a la libertad de reunión, el derecho a la educación, el derecho a la libre circulación, la libertad de enseñanza e investigación, la libertad de ejercer una profesión, la libertad de comercio, la libertad de viajar… Recuerden: todos estos derechos no se han suspendido por un día o por dos, sino por un período indefinido, siempre bajo la indicación explícita de que las cosas podrían ponerse mucho más difíciles. ¿Y qué hacemos? Esperar devotamente a la próxima rueda de prensa. A las preguntas diseñadas – o filtradas- por el asesor del gobierno, a las respuestas estudiadas del preguntado. Y sobre ese sofrito, nace un nuevo debate de expertos desde el que recordarnos que debemos estar convencidos de que lo que hace nuestro gobierno está bien. Tiene que estarlo, después de todo nuestros dirigentes acaban de pagar 15 millones de euros a ciertos medios por su fidelidad en el relato.

El control y la subordinación de los medios de comunicación es un aviso, apenas un “preview” de lo que el poder del Estado, en las manos equivocadas, puede hacer con nuestra percepción de la realidad. Sí, nuestra salud está en peligro, pero nuestra libertad también. Hay quienes dudan de que las medidas adoptadas sean las adecuadas, o las mejores. Temo que las alternativas serían más arriesgadas y de peores resultados. Las restricciones actuales a la libertad son proporcionales a la seriedad de la amenaza, pero en ningún caso deben mantenerse por más tiempo del necesario.

Llamen a los medios, escriban cartas a los periódicos: pregunten a qué está esperando el gobierno para hacernos test masivos de anticuerpos, para saber cómo evoluciona el proceso de inmunización comunitaria y así poder hacer una previsión de cuándo nos van a devolver las libertades que hemos puesto en sus manos, pero que sólo nos pertenecen a nosotros. Porque sin esas libertades será imposible producir. Y sin producir será imposible evitar la pobreza. Y la pobreza mata. Igual que el virus.


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