El entramado jurídico-constitucional de las distintas democracias es bastante similar, si bien nunca del todo idéntico. Su funcionamiento efectivo registra diferencias harto notables que hacen que su vida política discurra de forma peculiar. Estas diferencias se centran en el papel de las fuerzas y partidos políticos. Los partidos son una realidad casi universal pero muy diversa, porque su funcionamiento, su idiosincrasia y su protagonismo dependen mucho más de la historia peculiar de cada lugar que de las definiciones jurídicas e institucionales, y, en consecuencia, no responden a un modelo ideal más o menos común, salvo, tal vez, en algunos de sus principales vicios.
Si existe otra característica propia de los partidos políticos, además de su universalidad, es su mala fama, algo que los acompaña desde su nacimiento y que hereda, de alguna manera, la pésima imagen de las facciones y de la política misma, muy en especial cuando se contempla desde la simplicidad y pureza de la teoría o de la moralidad. La razón de fondo es bastante simple de expresar: de una u otra manera, un objetivo básico de toda política es el fortalecimiento y enriquecimiento de la unidad, de aquello que se tenga de forma indisputable por un bien común, mientras que la mera existencia de partidos expresa no solo las dificultades de la empresa, sino una apariencia de oposición a ella, porque se aquilatan en una sustancial discrepancia sin la que no podrían subsistir.
Los partidos prestan servicios necesarios, pero pueden convertirse en un mal si no se atienen con pulcritud a los principios que los legitiman, y eso no es algo que pueda regularse por entero mediante leyes
Los partidos no tienen ninguna especial facilidad para sustraerse a una ley muy general que muestra cómo cualquier empresa creada para satisfacer demandas del mercado, sin las que carece de cualquier viabilidad, tiende a actuar en exclusivo beneficio de sus directivos y/o propietarios, lo que invierte el sentido y la vocación original del negocio, una mutación que suele acogerse a la idea de que el fin de la empresa es, en realidad, la creación de valor para sus accionistas. El provecho propio está, por supuesto, en el principio de cualquier iniciativa, pero es razonable cuando sigue a la prestación de un servicio, cuando es una retribución, y empieza a ser menos defendible cuando se reduce a un fin en sí mismo.
En la acción política tienen enorme importancia dos principios prácticos, uno el de imprevisibilidad, el hecho de que, por así decir, nadie pueda comer a la carta porque es obligado el plato del día. En la vida política no se pueden escoger ni los escenarios ni los problemas, que surgen de forma continua y abrupta con diversos ritmos temporales, pero de tal modo que la previsión es poco más que un deseo piadoso, por eso pudo escribir Ernst Cassirer que «en política se vive siempre sobre un volcán. Hay que estar preparado para súbitas convulsiones y erupciones». No es fácil estar seguro ni siquiera de lo que podría ocurrir en las próximas horas.
El segundo principio se apoya en una experiencia casi universal que, en el fondo, imita una cualidad esencial de la vida, a saber, que siempre acaba mal, aunque también sea verdad que siempre continúa para los que nos ven morir o desaparecer y por eso la política es en conjunto creadora, aunque para cada sujeto hay significado un fracaso, el final de una ilusión. Los éxitos políticos son por naturaleza pasajeros y volátiles, una doble cualidad que se acentúa de forma muy fuerte en las sociedades contemporáneas en las que lo efímero y lo espectacular forman una pareja bastante corrosiva.
La persistente mala fama de los partidos políticos fomenta una de las amenazas que afectan a las democracias: que la tendencia a comparar los casos reales con modelos ideales, con auténticos imposibles, incluso, junto con la convicción de que las propias opiniones y valoraciones son las más atinadas y correctas, lleven a muchos a concluir más deprisa de lo razonable que esta democracia no lo es en absoluto. Ese peligro se hace presente cuando los partidos acaban por ser casi insensibles a nuevos fenómenos sociales que exigirían ajustes y análisis más sofisticados que el tran-tran ideológico al que tienden las grandes organizaciones. En este caso, la desafección a los partidos puede mutar en desafección a la democracia.
Los partidos prestan servicios necesarios, pero pueden convertirse en un mal si no se atienen con pulcritud a los principios que los legitiman, y eso no es algo que pueda regularse por entero mediante leyes, sino que requiere de dos condiciones imprescindibles: en primer lugar que los electores sean más sensibles a lo que los partidos hacen que a lo que dicen, a cualquier propaganda, y, en segundo término, una ética política exigente por parte de los líderes, dirigentes, militantes y simpatizantes sin la que se hace difícil que puedan contribuir a la vida política de manera positiva y estimulante. Vale aquí lo que dijo Karl Popper a propósito de las instituciones, que solas nunca son suficientes si no están atemperadas por las tradiciones.
El deseo de vencer es el mayor estimulante de la actividad de los partidos, pero es fácil ver que una victoria electoral puede ser ambrosía para un partido al tiempo que puede significar un mal paso para todos, o casi todos. El juicio que pueda merecer en cada caso esta anomalía práctica depende de muchos factores, pero nadie podría negar, por ejemplo, que las aplastantes victorias electorales del partido nazi supusieron un resultado fatal para Alemania. Las apologías de la democracia como el mejor de los sistemas tienden a olvidar que las bondades de un método, incluso los valores morales que en él se depositan, pueden perecer cuando se ponen al servicio de fines políticos perversos.
La responsabilidad de los partidos consiste en evitar que puedan suceder estas cosas, pero no siempre lo hacen, porque resulta más económico jugar con las cartas marcadas y estimular las actitudes ciudadanas que llevan a lo contrario de la reflexión y la crítica, a manipular los sentimientos, a agrandar los agravios y a suscitar el miedo que paraliza y lleva a depositar una confianza inmerecida en quienes prometen acabar con los temores. Los partidos pueden decidir jugar a la baja, todos tienen la tentación de hacerlo de alguna manera, pero cuando actúan así abren un frente peligroso, porque siempre aparece alguien por el extremo capaz de mayores enormidades, lo que puede llevar a que los electores, que no siempre son un dechado de virtudes, maximicen sus egoísmos y apuesten por alguna fórmula que, en la práctica, otorgue un plus de representatividad y de poder político a sus peores intenciones.
Los partidos políticos tienden a convertirse en organizaciones ajenas a la sociedad a la que se supone representan y en las que se implanta una moral sectaria que los vuelve muy vulnerables a la corrupción. Cuando eso sucede, la sociedad tendría que reaccionar castigando a los partidos y creando nuevas fuerzas políticas, lo que supone, como mínimo, un esfuerzo muy largo y sostenido sin resultados ciertos y asumir, en consecuencia, un período largo de inestabilidad y toda suerte de retrocesos. Para evitarlo, sería muy conveniente que la Ley obligase a los partidos a celebrar congresos abiertos y mejor todavía sería que se vieran obligados por decencia y/o por costumbre que los delegados o compromisarios en dichos congresos sean elegidos por votación secreta entre los militantes y/o simpatizantes del partido y que los candidatos a cargos electos sean votados en condiciones de igualdad y con garantías de limpieza, pero se impone la pregunta: ¿quién le pone el cascabel al gato?
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Este artículo recoge algunas ideas de un libro a punto de aparecer en las próximas semanas: J. L. González Quirós, La virtud de la política, Unión Editorial, Madrid.
Foto: Hassan Pasha.