El entramado jurídico-constitucional de las distintas democracias es bastante similar, si bien nunca del todo idéntico. Su funcionamiento efectivo registra diferencias harto notables que hacen que su vida política discurra de forma peculiar. Estas diferencias se centran en el papel de las fuerzas y partidos políticos. Los partidos son una realidad casi universal pero muy diversa, porque su funcionamiento, su idiosincrasia y su protagonismo dependen mucho más de la historia peculiar de cada lugar que de las definiciones jurídicas e institucionales, y, en consecuencia, no responden a un modelo ideal más o menos común, salvo, tal vez, en algunos de sus principales vicios.
Las instituciones de un determinado país pueden servir de modelo a otros, ser imitadas de alguna manera, pues un parlamento, un gobierno o un tribunal ejercen funciones bastante análogas en cualquier sociedad política. De hecho, no es infrecuente la inspiración de las más recientes en las más antiguas y eficaces, puesto que, pese a sus peculiaridades, sus fundamentos se adecuan a esquemas lógicos y jurídicos bastante próximos, aunque en su funcionamiento y reglas menores también dependan de las experiencias históricas y tradiciones de las naciones en que se encarnan.
La conducta de los partidos depende, en primer lugar, de la cultura política imperante en la sociedad, del mismo modo que las ventas de una empresa dependen de hábitos de los clientes, y, en segundo término, de la cultura interna o corporativa que el partido ha ido haciendo suya
Ortega advertía a este respecto contra el ingenuo optimismo de suponer que las instituciones puedan, sin más, adaptarse a paisajes distintos: «Quien quiera trasplantar una institución de un pueblo a otro tendrá que traerse con ella a la rastra aquel pueblo entero y verdadero». Que las instituciones formales puedan implantarse en entornos civilizatorios distintos a los que las han originado es un asunto en el que la experiencia tiende a poner límites severos a la ingenuidad.
Los partidos políticos tienen todavía menos semejanzas que las instituciones jurídicas más comunes y responden mucho más a la diversidad de historias y a las distintas coyunturas políticas que se han ido consolidando en cada lugar; suelen depender más de las tradiciones que de las normas. Las instituciones responden a modelos que permiten realizar análisis comparativos, mientras que los partidos son organizaciones mucho más circunstanciales que, aunque pugnen por cierta institucionalización y se conciban como entidades indispensables en cualquier democracia, no dejan nunca de ser meras agrupaciones humanas sometidas a contingencias que no son del todo formalizables y que varían muy mucho en función de la geografía y de la historia.
Los partidos de uno u otro país no son intercambiables, como lo muestra, por ejemplo, la enorme diversidad de las formaciones que se agrupan en las distintas uniones internacionales que se crean bajo la suposición de que cabe homologar a los partidos en función de su fondo ideológico. El fondo ideológico es un patrimonio que se supone común y estable en muchas de esas organizaciones, pero ha ido cambiando de manera más o menos suave a lo largo de las distintas historias y en todas ellas de diferentes maneras.
Si existe otra característica propia de los partidos políticos, además de su universalidad, es su mala fama, algo que los acompaña desde su nacimiento y que hereda, de alguna manera, la pésima imagen de las facciones y de la política misma, muy en especial cuando se contempla desde la simplicidad y pureza de la teoría o de la moralidad. La razón de fondo es bastante simple de expresar: de una u otra manera, un objetivo básico de toda política es el fortalecimiento y enriquecimiento de la unidad, de aquello que se tenga de forma indisputable por un bien común, mientras que la mera existencia de partidos expresa no solo las dificultades de la empresa, sino una apariencia de oposición a ella, porque se aquilatan en una sustancial discrepancia sin la que no podrían subsistir. En su nacimiento expresan una pluralidad y un disenso esencial que puede verse como una riqueza, como la expresión de una complejidad que no tendría ningún sentido negar, pero en su funcionamiento se apartan demasiadas veces del camino que lleva a la superación de los conflictos potenciales, de manera que si la política se ha podido ver como la continuación de la guerra por otros medios, los partidos no han sido nunca, sin apenas excepciones, los mayores partidarios de la pacificación. No se trata solo de que, en ocasiones, no hayan sabido o no hayan podido evitar las contiendas civiles, sino que han podido llegar ser sus causantes.
Sería muy injusto, sin embargo, cargar sobre los partidos los problemas y las dificultades que ellos expresan, aunque, en ocasiones, no acierten a superarlos. En los partidos juegan siempre dos factores diversos cuya conjunción es difícil de articular: por una parte, la expresión de ideales colectivos que se oponen a los rivales y compiten con las diversas corrientes internas, y, en segundo lugar, la dinámica que surge de la agrupación de personas que se ciñen, en forma más o menos sincera, a esos objetivos con el firme propósito, por disimulado que esté, de lograr cuotas personales de influencia y poder. Decía Lenin que la política empieza cuando comparecen las multitudes y los partidos son una necesidad organizativa e instrumental de las multitudes cuya actuación encauza y modifica de manera constante la vida política de la comunidad.
Los filósofos han solido ver el partidismo como un enemigo de la razón, que se estima universal, de manera que cualquiera que haya promovido una forma ideal de convivencia ha de sospechar de quienes defienden con ahínco un punto de vista que es, casi por definición, interesado y parcial. La existencia de instituciones representativas, que es, en último término, una exigencia del tamaño demográfico de las unidades políticas, hace inevitable que algunas personas asuman esas funciones, lo que trae consigo una inmediata formación de grupos, que da lugar a una división partidista de forma espontánea en las mismas instituciones.
Las divisiones políticas son más antiguas que los partidos, de forma que es razonable ver en esas divisiones casi inevitables el origen natural de los partidos; sin embargo, los partidos políticos modernos derivan no tanto de divisiones sociales como de las divisiones discursivas de las distintas facciones que han aparecido en los parlamentos, de forma muy especial desde el momento en que estos han pasado de ser un contrapoder a ejercer funciones de gobierno, es decir, a tomar decisiones que vinculen a otros.
Maurice Duverger señaló que los partidos que ahora conocemos tienen un origen todavía más reciente, pues nacen en la segunda mitad del xix aunque, ya en 1911, habían justificado de sobra la mala fama que les adjudicó Robert Michels en su libro sobre las tendencias oligárquicas que se dan en cualquier grupo y que condicionan la función ideal que los justifica. Sin embargo, este tipo de tendencias fomentan un sesgo que resulta favorable a la moderación, en opinión de Michels, aunque tienden a poner la organización al servicio de sí misma, es decir, de sus líderes. La literatura en torno a la organización de los partidos ha analizado lo que en ellos ocurre para mostrar que las decisiones y estrategias que adoptan no son fruto de la pura lógica derivada de los fines que proclaman, puesto que en ellos actúan diversas fuerzas e intereses que entran en conflicto y generan dinámicas que se acaban imponiendo a la razón de fondo de su existencia.
Los partidos no tienen ninguna especial facilidad para sustraerse a una ley muy general que muestra cómo cualquier empresa creada para satisfacer demandas del mercado, sin las que carece de cualquier viabilidad, tiende a actuar en exclusivo beneficio de sus directivos y/o propietarios, lo que invierte el sentido y la vocación original del negocio, una mutación que suele acogerse a la idea de que el fin de la empresa es, en realidad, la creación de valor para sus accionistas. El provecho propio está, por supuesto, en el principio de cualquier iniciativa, pero es razonable cuando sigue a la prestación de un servicio, cuando es una retribución, y empieza a ser menos defendible cuando se reduce a un fin en sí mismo.
Al igual que no todas las empresas se comportan del mismo modo, los partidos tampoco actúan, aun menos en forma exclusiva, conforme al modelo previsto en ninguna teoría organizativa. Su conducta depende, en primer lugar, de la cultura política imperante en la sociedad, del mismo modo que las ventas de una empresa dependen de hábitos de los clientes, y, en segundo término, de la cultura interna o corporativa que el partido ha ido haciendo suya a lo largo de los años y que explica su forma de adoptar las decisiones, de escoger a los candidatos y los procedimientos de organizar las tensiones internas que culminan en los cambios de política y de liderazgo.
Como instituciones mixtas que son, es decir, que no son entidades privadas ni tampoco organismos públicos, sino una curiosa y variopinta mezcla de ambas categorías, su actuación se ve afectada al tiempo por el acierto o el desacierto de decisiones propias, pero, sobre todo, por cambios en el clima político imperante que ellos han contribuido a crear, pero que no pueden manejar ni modificar a su gusto.
En la acción política tienen enorme importancia dos principios prácticos, uno el de imprevisibilidad, el hecho de que, por así decir, nadie pueda comer a la carta porque es obligado el plato del día. En la vida política no se pueden escoger ni los escenarios ni los problemas, que surgen de forma continua y abrupta con diversos ritmos temporales, pero de tal modo que la previsión es poco más que un deseo piadoso, por eso pudo escribir Ernst Cassirer que «en política se vive siempre sobre un volcán. Hay que estar preparado para súbitas convulsiones y erupciones». No es fácil estar seguro ni siquiera de lo que podría ocurrir en las próximas horas.
El segundo principio se apoya en una experiencia casi universal que, en el fondo, imita una cualidad esencial de la vida, a saber, que siempre acaba mal, aunque también sea verdad que siempre continúa para los que nos ven morir o desaparecer y por eso la política es en conjunto creadora, aunque para cada sujeto hay significado un fracaso, el final de una ilusión. Los éxitos políticos son por naturaleza pasajeros y volátiles, una doble cualidad que se acentúa de forma muy fuerte en las sociedades contemporáneas en las que lo efímero y lo espectacular forman una pareja bastante corrosiva. Cualquier político que imagine un final glorioso de sus tareas estará muy cerca de sufrir una doble decepción muy fuerte, la que llega de forma inevitable con su retirada y la que, en el mejor de los casos, le causará la sensación de haber sido un incomprendido.
Los partidos políticos tratan de sobreponerse a las realidades de ese tipo que dibujan el escenario de la vida política, la imprevisibilidad, la fugacidad, el desconcierto, la inconsecuencia, el fracaso y la ingratitud. Esto explica que su realidad efectiva pueda llegar a ser muy cambiante, hasta el punto de que les quepa en algún momento abandonar del todo la inspiración ideológica original; pero explica también la extraña tendencia de los partidos a negar su historia, a no asumir como tales los errores cometidos tratando siempre de ocultarlos, una tentación que suele agravar y prolongar el coste político inmediato que se hubo de pagar por ellos.
Hasta aquí un retrato sucinto de la imagen común de los partidos, pero mis amables lectores, echarán en falta, sin duda, alguna referencia al caso español. No teman, la haré, pero será objeto de mi post en Disidentia de la próxima semana.
P.S. Este post recoge algunas ideas expuestas en las páginas de mi libro La virtud de la política (Unión Editorial, Madrid 2021) en las que desarrollo más extensamente este asunto.
Foto: Elissa Garcia.