Una de las grandes controversias del momento pandémico fue la que se dio sobre la justificación de los estados de excepción que, en distintos formatos y grados, aplicaron buena parte de los gobiernos del mundo. Más allá de que la terminología puede variar, por “Estado de excepción” se entiende la suspensión del orden jurídico, de los derechos y garantías de los ciudadanos por razones, justamente, excepcionales e, idealmente, por un lapso de tiempo acotado. Situaciones de enorme conmoción interior como pudiera ser una guerra civil, amenazas de terrorismo, guerras, etc. son circunstancias de una gravedad tal que podrían justificar que un gobierno aplique esta potestad que para muchos se encuentra en una situación límite entre lo jurídico y lo no jurídico.

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La discusión es riquísima y el filósofo contemporáneo que más la ha desarrollado es el italiano Giorgo Agamben en su saga sobre el Homo Sacer. Dialogando con autores como Walter Benjamin o Carl Schmitt, Agamben toma de este último la idea de que “soberano es aquel que decide sobre el Estado de excepción” para denunciar que detrás de los órdenes jurídicos hay siempre decisión, poder, violencia y un soberano. No casualmente Agamben fue uno de los que más rápidamente salió a afirmar que los confinamientos llevados adelante por los gobiernos y la suspensión de buena parte de los derechos y garantías de los ciudadanos en el marco de la pandemia, abonaban su hipótesis de que, al fin de cuentas, más allá del orden jurídico, estamos a merced de la decisión de un soberano que podrá llevar el nombre de presidente democrático pero que es capaz de actuar con violencia sobre nuestra vida (desnuda). Más allá de que no fueron pocos los que señalaron que Agamben estaba, como mínimo, exagerando, y que era al menos apresurado encontrar una continuidad entre el nazismo, la prisión de Guantánamo y el confinamiento provisorio en el marco de una pandemia, lo cierto es que la discusión acerca de cómo justificar la excepción cobró una centralidad enorme y mi hipótesis es que, aunque no siempre lo observemos, la cuestión de los límites de la excepcionalidad se encuentra detrás de buena parte de los debates actuales.

Excepciones debe haber pero de la misma manera que nadie aceptaría vivir en un país que se encuentre en un estado de excepción permanente, es necesario reducir al mínimo indispensable las excepciones que cancelan discursos disidentes

Pensemos en lo que sucede en el marco de la guerra entre Rusia y Ucrania y observemos cómo la discusión sobre “la excepción” incluye lo que tiene que ver estrictamente con lo vinculado a las decisiones de un Estado pero también las razones que se esgrimen en el debate público. ¿Debe Occidente, excepcionalmente, censurar los canales de información rusos? Gobiernos, dueños de las principales plataformas, casi la totalidad de prensa y también usuarios, a pesar de defender los valores de la pluralidad y la libertad de opinión, han encontrado buenas razones para acallar todo lo conectado de alguna manera con el gobierno ruso. Pero claro, rápidamente, comienza a darse una pendiente resbaladiza por la cual la censura recae también, por ejemplo, sobre cuentas personales de periodistas o sobre opiniones de usuarios, las cuales pueden estar equivocadas o sesgadas pero no dejan de ser opiniones. El carácter excepcional de la medida no se apoyaría en que Occidente estaría dispuesto a cualquier cosa contra el “monstruo ruso” pues hay que mantener las formas. Se trata más bien de que las noticias que vienen “del otro lado” desinforman, “son tóxicas”, buscan generar zozobra, etc. Así, frente a las abundantes Fake news rusas, hemos privilegiado las Fake news nuestras. Porque serán Fake pero son nuestras Fake.

En lo personal desconozco qué sucede en Rusia pero supongo que la situación era y es peor respecto de la censura, en este caso, sobre la prensa occidental, pero intuyo que las razones que da el gobierno de Putin son las mismas que estamos dando en Occidente para justificar la censura y una campaña delirante de rusofobia contra ciudadanos o referentes de la cultura rusa que no tienen por qué padecer las consecuencias de las malas decisiones que toma su gobierno.

Pero adentrémonos en un terreno todavía más pedregoso. Aquí, una vez más, dependiendo el país, se mezclan aspectos jurídicos con argumentos propios del debate público.

La libertad de opinión tiene límites, como también lo tiene la tolerancia. Uno de ellos, consensuado por lo que se consideran las sociedades libres, al menos, es la reivindicación del Holocausto. Eso no se puede hacer y no es materia opinable el genocidio allí perpetrado. Existe una verdad histórica y hay países en los que este tipo de reivindicaciones están penadas por la ley. Hay, por lo tanto, una excepción a lo que se puede decir y está bien que así sea ya que la libertad de opinión no significa libertad de decir cualquier cosa, al menos públicamente.

El punto es que el clima de los tiempos que corren empezó a ampliar el campo de lo excepcional. Pensemos en el uso del término “negacionista”. Hoy negacionista es quien niega el Holocausto pero también puede serlo quien niega el cambio climático. Y aquí observamos que lo excepcional está siendo cada vez más abarcativo y eso es peligroso porque ese avance se está dando sin un consenso amplio como el que podría haber en torno al Holocausto. Esto obedece a que hay grupos de presión, con una línea ideológica precisa, que están siendo los que determinan en qué casos corresponde aplicar la excepción para que la opinión contraria deje de ser eso y pase a transformarse incluso en una acción con consecuencias judiciales. Ellos son “los soberanos” que determinan cuándo hay “un estado de excepción”.

Antes que alguien entienda algo distinto de lo que quiero expresar, aun si se aceptara que hay evidencia robusta del cambio climático, no es justo expulsar del ámbito de la discusión pública a alguien que considere que ello no es así acusándolo de “negacionista”. Algo similar sucede en la discusión sobre la legalización del aborto. En mi caso, y por razones liberales, soy de los que está a favor de la legalización, pero no creo que debamos aceptar el silenciamiento de quienes piensan lo contrario llamándolos “antiderechos”, categoría que, en este caso, es prácticamente equivalente a “negacionista”.

Nótese que esta misma discusión está en el fondo de la controversia acerca de los denominados “discursos de odio”. Hay jurisprudencia estatal y supraestatal para regular los discursos de odio, esto es, aquellas expresiones que promuevan el odio nacional, religioso o étnico contra un individuo o grupo de personas. Se trata de límites a la libertad de expresión, excepciones, y parecen razonables. Sin embargo, en una época donde hemos cambiado el “no estoy de acuerdo con lo que dices” por el “tu desacuerdo me ofende y por ello debes ser cancelado”, el riesgo de que casi cualquier diferencia se transforme en “discurso de odio” es enorme y ya se padece en los casos de censura y autocensura cada vez más frecuentes en las redes.

Así, es probable que una crítica a las políticas que se montan sobre el cambio climático pueda, en breve, ser visto como un discurso de odio contra la naturaleza; u oponerse a la legalización del aborto podría ser interpretado como un discurso de odio contra las mujeres. Una vez más, aclaramos: no se trata de defender los discursos del odio en una versión completamente desregulada de la expresión que no sería aceptada ni por el más acérrimo liberal. Se trata de indicar que allí hay un problema, que hay una zona gris sobre la cual es muy difícil legislar y que el debate se está dando en el marco de una cultura que es tan puritana como la de antaño pero que, a su vez, cuenta con los medios tecnológicos y económicos para que el silenciamiento de puntos de vista divergentes sea casi total. La muestra está en lo que está sucediendo en Ucrania. Casi no hay manera de conocer “la otra campana”. El apagón que han producido las plataformas, exponiendo cada vez más pornográficamente su rol de editores y reproductores de la nueva moral biempensante, y la prensa tradicional, son solo una muestra acelerada del poder de control existente. Que la razón de la excepción sea una supuesta buena causa como combatir las Fake news no puede ser un motivo que aceptemos pues las peores matanzas, las grandes masacres, los genocidios y las persecuciones a lo largo de la historia también se hicieron en nombre de supuestas buenas causas.

Para concluir, digamos que excepciones debe haber pero de la misma manera que nadie aceptaría vivir en un país que se encuentre en un estado de excepción permanente, es necesario reducir al mínimo indispensable las excepciones que cancelan discursos disidentes. Si no lo hacemos por convicción al menos hagámoslo por temor. Es que ya deberíamos saberlo: cuando la excepción se transforma en regla, es solo cuestión de tiempo que la policía venga a tocarnos la puerta.

Foto: Ben Koorengevel.


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