Cuando vemos la oscarizada La vida de los otros (2006), nos suele llamar la atención cómo una sociedad entró en el más absoluto pánico. Un pánico irracional hacia sus vecinos. No consistía en el miedo hacia la dictadura comunista de la República Democrática Alemana, sino hacia los propios amigos o parientes. De hecho, tras la caída del Muro de Berlín en 1989 se supo que la Stasi llegó a contar con una cuarta parte de la población del país como confidente.

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Una de las características fundamentales de las sociedades no democráticas, aquellas que anulan totalmente la libertad del individuo, es inocular en su población un miedo permanente. Con el fin de atomizar a los individuos, es decir, de convertirlos en entes sin capacidad de raciocinio independientes (en el mal sentido) de los demás, los regímenes dictatoriales deben dividir a la población. Ya sea entre capitalistas y proletarios, arios y judíos, o cualquier otro tipo de división que nos imaginemos, los regímenes antidemocráticos deben vivir en una división permanente de sus sociedades.

No es viable para una administración establecer una política que vigile a la totalidad de los individuos. Necesita del concurso, gratuito, de gente motivada que crea que está luchando por un bien superior, algo que le han enseñado que es la bondad y la normativa que va a llevar a la sociedad a un estado de perfección

Para ello, el papel de los medios de comunicación es vital. Estos regímenes necesitan la colaboración, o directamente la intervención, de los medios. El discurso oficial debe prevalecer en cualquier aspecto del debate público. De hecho, todas las personas consideradas indeseables por el régimen deben, en primer lugar, convertirse en mal vistas por la opinión pública en general. La manipulación de estadísticas, las cuales pueden demostrar cualquier cosa que se proponga el que las formula, ha de llegar a extremos inimaginables.

El fin de este hecho es buscar la división entre la sociedad. Toda trifulca entre individuos, toda división que hagan entre ellos, es un contencioso que se ahorran los gobernantes. El triunfo máximo de este sistema consiste en que los individuos se conviertan en agentes estatales a título gratuito, como en la película. De esa forma, el Estado conseguirá enfrentar a sus individuos entre sí, ignorando por completo a los que hayan promulgado las normas que los dividen. Cuando estas normas no consigan los resultados esperados, el haber marcado de forma independiente a ciertos sectores de la sociedad hará mucho más fácil añadir ulteriores dosis de intervención como pretexto al mal comportamiento de algunos, exactamente como explicó Hayek hace tres cuartos de siglo.

Los agentes estatales no llegan, ni de cerca, al 1% de la población. No es viable para una administración establecer una política que vigile a la totalidad de los individuos. Necesita del concurso, gratuito, de gente motivada que crea que está luchando por un bien superior, algo que le han enseñado que es la bondad y la normativa que va a llevar a la sociedad a un estado de perfección. Tienen que vivir en el convencimiento absoluto de que están realizando un bien impagable para la sociedad. Da igual que sean vecinos, amigos o inclusive parientes. Se trata de hacer el vacío, dejar de lado a todas las personas que no vayan comulgando con la narrativa oficial. Ya no serán personas con las que hayan convivido en paz, puede que hasta con favores personales o cordialidad a lo largo de toda una vida. Ahora serán personas que, por algún motivo, ya no son dignas de confianza o que pongan en peligro su seguridad, inclusive con su simple presencia.

Sin embargo, este proceso no es abrupto ni instantáneo. Se trata de ir laminando poco a poco la moral de los habitantes. Las normativas absurdas y discriminadoras deben ser promulgadas poco a poco. No se le puede decir a la población, de golpe y porrazo, que tienen que dejar a sus amistades. Se les tiene que ir arrinconando poco a poco. Primero, no se les permitirá la entrada en ciertos establecimientos. Gracias a un bombardeo constante desde los medios de comunicación, esta discriminación estará más que justificada. Ningún argumento racional o lógico sacará a la mayoría de la población de sus fobias. La propia sociedad los irá dejando de lado. De esta forma, ellos mismo se irán asociando o juntando entre sí, siendo más fácil dirigir las críticas. Así, nuevas dosis de intervención estarían justificadas ante la opinión pública. Antes que asumir el fracaso de la intervención y reconocer que ha sido utilizada con motivos espurios, la sociedad preferirá mayores dosis de intervención con las que cargar sobre sus hombres antes que reconocer sus errores.

*** Cristóbal Matarán, profesor de Teoría Económica.

Foto: Ryoji Iwata.

Publicado originalmente en la web del Instituto Juan de Mariana.

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