En ocasiones, cuando nos hacen una confidencia que, se supone, debería indignarnos, a punto estamos de responder: “qué me vas a contar a mí, Fulano”, porque conocemos el asunto de primera mano, no porque nos lo cuente nadie. Y digo que estamos a punto de responder porque al final nos ahorramos la respuesta, simplemente asentimos con la cabeza y esbozamos una sonrisa cansada. No queremos dar oportunidad a comentarla porque hacerlo implica, queramos o no, emitir una sentencia tenebrista. “Esto no tiene remedio”, por ejemplo. Y ya es bastante sacrificado buscar un resquicio para la esperanza como para escucharse a uno mismo diciendo que debemos perder toda esperanza.

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Esta desgana se ha vuelto muy habitual a raíz de la Gran recesión. Al principio, el shock de 2008 fue tan violento que de alguna manera algunos creímos que, entonces sí, no habría más remedio que darle una vuelta a la España política, que quisieran o no las “fuerzas vivas” tendrían que aceptar lo irremediable: que o cambiábamos, no sólo algunas leyes o la propia Constitución, sino radicalmente de actitud, o no habría salida. Al fin y al cabo, otros países lo hicieron o al menos lo intentaron, y sus gobernantes no estaban locos, más bien parecían bastante cuerdos.

Pero en España no sucedió tal cosa, porque aquí la cordura se entiende de forma muy distinta, por ejemplo, recordando aquello que dijo San Ignacio de Loyola: que, en tiempos de desolación, mejor es no hacer mudanza. Así que la Gran recesión a penas cambió la España política, simplemente la fragmentó en una serie de particularismos que, en el fondo, reproducen la dinámica de siempre.

El inmovilismo suicida

A asumir este inmovilismo suicida ayudó la radicalización de la izquierda y esa sensación de que cualquier intento de abrir el melón acabaría en desastre, porque existían concepciones tan distintas y antagónicas sobre lo que debía ser la democracia que sería imposible llegar a un acuerdo para su reforma. Al contrario, abrir ese melón significaría abrir la caja de los truenos. Así pues, la mayoría absoluta que entonces obtuvo el Partido Popular debía ser empleada sabiamente, con prudencia y atender lo urgente —el sistema financiero—, pero aplazar lo importante —las reformas estructurales—. Así, Mariano Rajoy se mostró inasequible a las reformas estructurales y optó por mantener “la normalidad” que, a su juicio, demandaban las “personas normales”, a las que creía reconocer en su propia imagen reflejada en el espejo.

El suyo fue un gobierno empeñado en apuntalar una normalidad que chocaba frontalmente con la evidente anormalidad política. La consecuencia de este empeño —y también de la corrupción de su partido— fue perder casi seis millones de votos en poco tiempo, porque muchos de sus votantes, al contrario de que pensaba Rajoy, resultaron ser unos insensatos. Lo cierto es que la realidad no se correspondía con esa normalidad a la que Rajoy se aferraba, sino con una anormalidad que, no sólo él, sino gran parte de la España política asumía como una normalidad sobrevenida, establecida tras décadas de chanchullos.

Así pues, Rajoy impuso la doctrina de la anormalidad normalizada, se instaló en la inconsistencia temporal y se dedicó a tomar pequeñas decisiones en el corto plazo que, sumadas en orden cronológico, resultaban contradictorias y alejaban al partido de las preocupaciones de sus votantes. O, en su defecto, como él mismo alardeaba, la mejor decisión que era capaz de tomar consistía en no tomar ninguna. Lo cual, qué duda cabe, es la quintaesencia del político sensato.

La doctrina de la normalidad en un país donde lo normal es casi anecdótico no podía terminar bien

Lamentablemente, como era de prever, en una España cada vez más anormal el discurso de la normalidad animó la aparición —como dicen ahora— de nuevos relatos a ambos lados del espectro político. Ante el progresivo desmoronamiento del sensatísimo PP, la radicalización de la izquierda y la exacerbación de los nacionalismos, se intentó abrir una nueva vía con la “operación Ciudadanos”, pero, como no podía ser de otra manera, el intento fracasó estrepitosamente, porque en los regímenes partitocráticos los partidos rápidamente devienen en un fin en sí mismos.

Sin entrar en más fulanismos, que ya proporcionan los medios generalistas en cantidades industriales, la doctrina de la normalidad en un país donde lo normal es casi anecdótico no podía terminar bien. Tarde o temprano la ausencia de un discurso más comprometido— y, por qué no decirlo, realista— se traduciría en el descreimiento, el surgimiento de competidores más locuaces, la fragmentación del arco parlamentario y, finalmente, la instalación en el Poder de una coalición de minorías a la que España le importa muy poco.

La cultura del servilismo

Para colmo de males, la partitocracia, además de ser un vivero de ocurrencias propagandísticas, es un imán que atrae no ya a los menos aptos, sino a los más oportunistas, aquellos que vienen a servirse y no a servir, y ven en la política una salida que la prosaica realidad les niega.

Al fin y al cabo, la mayoría de los españoles que trabajan ganan entre 1.200 y 2.100 euros brutos al mes, mientras que un diputado de una comunidad autónoma, por ejemplo, percibe en torno a los 4.000 euros netos, a los que se añaden otros complementos. O, también, por ejemplo, un asesor externo puesto a dedo puede percibir entre 45.000 y 80.000 euros al año. Así pues, se coloque uno más arriba o más abajo en el sistema clientelar que promueven los partidos, como mínimo el sueldo medio se duplica… un sueldo medio que, por otro lado, muchos de los agraciados no podrían alcanzar fuera de la política.

Este razonamiento puede parecer demasiado manido, pero si observamos cómo las instituciones están siendo tomadas por personajes sin oficio ni beneficio, sin logro alguno, o cómo los ministerios se transforman en guarderías donde la chiquillería se hace vídeos y selfies, qué duda cabe que está más vigente que nunca.

Así, cuanta más incertidumbre se cierne sobre el mañana, precisamente por la normalizada anormalidad política, más sujetos se postulan como candidatos para integrarse en el sistema clientelar de los partidos, bien sea alistándose directamente en ellos, bien sea accediendo a un puesto interino, o bien sea mejorando y asegurando su posición en su ocupación habitual. Esto último es especialmente visible en determinadas actividades, como es el caso de los periodistas, que ahora, como confirmación de lo dicho, desembarcan en la política por docenas o, en su defecto, algunos no tienen demasiados problemas para cobrar buenas nóminas de un sector literalmente en quiebra; o los académicos, especialmente los politólogos y sociólogos que son capaces de validar las ocurrencias de los partidos haciendo malabarismos teóricos e incluso empíricos.

Todo es susceptible de empeorar, y en estos tiempos virtuales el problema de la selección perversa se ha agravado. Ahora basta con ser especialmente activo en redes sociales, tener una cierta influencia y mostrarse no ya leal, sino incondicional con unas siglas para acceder al sistema clientelar en cualquiera de sus modalidades. Esto ha degradado aún más un sistema de selección ya de por sí perverso que poco tiene que ver con la vocación de servicio o la capacidad intelectual, mucho menos con el espíritu crítico, sino con un servilismo que refuerza la dinámica partitocrática: los aspirantes a ingresar en la grey de los partidos no pretenden reformar el modelo sino colocarse. Una vez lo consiguen, suman nuevos esfuerzos para que nada cambie y conservar así la posición alcanzada.

La paradoja de la exepcionalidad

Así, poco más o menos, es como los prudentes insensatos han dado paso a un gobierno integrado por una colación de minorías que persiguen sus propios intereses, bien sean estos apropiarse de un territorio para parasitarlo sin cortapisa alguna, patrimonializar el poder mediante la promoción de grandes causas o instaurar una suerte de chavismo donde erigirse en una casta intocable.

En consecuencia, la anormalidad institucional ha alcanzado cotas inauditas. Hoy España se encuentra en una situación de excepcionalidad que, paradójicamente, permite a los prudentes insensatos volver por donde solían, esto es, proponer un regreso a la anterior anormalidad normalizada, confiados en que su sensatez, y la demonización del adversario, bastará para que los votos les caigan del cielo. Con todo, lo peor es que esta estrategia de vía estrecha los lleva a comportarse en esencia igual que sus oponentes y aplicar su propia cultura de la cancelación, por lo que el ambiente se vuelve cada vez más irrespirable.

La polarización tiene mucho más que ver con la vehemencia de los intereses particulares que anidan en los partidos que con batallas ideológicas

Llegados a este punto podríamos pensar que esta tendencia hacia la censura por parte de quienes dicen defender la sociedad abierta es una actitud defensiva fruto de la creciente crispación política. Sin embargo, soy de la opinión de que es al revés. La polarización tiene mucho más que ver con la vehemencia de los intereses particulares que anidan en los partidos que con batallas ideológicas. De hecho, da la sensación de que algo no encaja, que los debates que surgen de la España política, y que diligentemente alimentan los medios de información para que el público no desvíe la mirada, tienen bastante de impostura. Lo que no quita que cada vez haya más leyes libeticidas.

Esto no quiere decir que muchas cuestiones que se dirimen en la arena política no sean de verdad importantes. Ocurre, sin embargo, que para los partidos todos estos debates no son más que armas arrojadizas, palancas para movilizar un voto que luego, a la hora de la verdad, traicionan. Por eso el marco de discusión que impone el supuesto progresismo parece inamovible: resulta mucho más conveniente asumirlo que arriesgarse a señalar los verdaderos males.

Para sostener esta hipótesis basta un ejemplo muy significativo: el problema del separatismo. Décadas de encendidas polémicas, de admoniciones mutuas y tremendismos dialécticos no se han traducido en un freno a los excesos nacionalistas. Al contrario, estos han terminado por convertirse en un gravísimo problema. Sin embargo, la lógica más elemental indica que, si de verdad hubiera existido alguna voluntad de afrontarlos, los nacionalismos jamás habrían llegado tan lejos. Con todo, lo peor es que esta dinámica se repite en casi cualquier asunto, de tal forma que en España es una constante que los problemas tiendan siempre a agravarse y nunca a mitigarse.

Ahora, sumemos otra constante todavía más preocupante, por cuanto está en el origen del problema: durante décadas el sistema clientelar de los partidos no ha hecho otra cosa que extenderse. Quizá así empecemos a desentrañar en qué consiste realmente la doctrina de la anormalidad normalizada en que ha devenido el régimen 1978.


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